INTRODUCCIÓN

Hay muchos libros excelentes sobre la oración. ¿Es de verdad necesario otro más?

Sin duda, no. Ya escribí uno sobre el tema hace algunos años, y no estaba en mis planes hacer otro[1]. Sin embargo, a riesgo de repetirme en algunos puntos, me he sentido impulsado recientemente a redactar este librito, pensando que podría ayudar a algunos a perseverar en el camino de la oración personal, o a emprender ese camino. Tengo ocasión de viajar con cierta frecuencia por varios países para predicar retiros, y me ha impresionado comprobar la sed de oración que tienen hoy muchas personas, de todo estado y condición de vida, de toda vocación; pero he visto también la necesidad de ofrecer algunas orientaciones para asegurar la perseverancia y la fecundidad de la vida de oración.

Lo que más necesita el mundo de hoy es la oración. De ahí precisamente nacerán todas las renovaciones, las curaciones, las transformaciones profundas y fecundas que deseamos para nuestra sociedad. Nuestra tierra está muy enferma, y solo el contacto con el cielo la podrá curar. Lo más útil para la Iglesia hoy es contagiar a los hombres su sed de oración y enseñarles a orar.

Descubrir a alguien el gusto por la oración, ayudarle a perseverar en este camino no siempre fácil, es el mayor regalo que se le puede hacer. Quien tiene la oración lo tiene todo, pues a partir de ahí Dios puede entrar y actuar libremente en su vida, y operar las maravillas de su gracia. Cada vez estoy más convencido de que todo procede de la oración, y que entre todas las llamadas del Espíritu esta es la más urgente a la que debemos responder. Renovarse en la oración es ser renovado en todos los aspectos de nuestra vida, es encontrar una nueva juventud. Más que nunca, el Padre busca adoradores en Espíritu y en verdad (Jn 4, 24).

Es evidente que no todos tenemos en este asunto la misma llamada y las mismas posibilidades. Pero si hacemos lo que podemos, Dios es fiel. Conozco a laicos, muy ocupados por sus obligaciones profesionales y familiares, que reciben en veinte minutos de oración diaria tantas gracias como algunos monjes que dedican a la oración cinco horas al día. Dios está deseoso de revelarse, de manifestar a todos los pobres y pequeños, que eso somos nosotros, su rostro de Padre; para ser nuestra luz, nuestra curación, nuestra felicidad. Tanto más porque vivimos en un mundo difícil.

Siempre es útil hablar de la oración, pues es referirse a los aspectos más importantes de la vida espiritual, y también de la existencia humana.

Querría dar en este libro algunas indicaciones muy sencillas y al alcance de todos, para animar a las personas que quieran responder a esta llamada, para guiarlas en su afán, para que se cumpla en su vida de oración el encuentro íntimo y profundo con Dios que es el objetivo de esa vida. Que puedan encontrar efectivamente en su fidelidad a la oración la luz, la fuerza, la paz que necesitan para que su vida produzca fruto abundante, según el deseo del Señor.

Hablaré sobre todo de la oración personal. La oración comunitaria, en particular la participación en la liturgia de la Iglesia, es una dimensión fundamental de la vida cristiana, y no pretendo subestimarla. Sin embargo, hablaré sobre todo de la oración personal, pues es ahí donde se encuentran mayores dificultades. Además, sin oración personal, la oración en común corre el riesgo de ser superficial y no alcanzar toda su belleza y su valor. Una vida litúrgica y sacramental que no se alimente del encuentro personal con Dios puede acabar siendo aburrida y estéril.

El mundo vive, y quizá vivirá cada vez más, tiempos difíciles. Es tanto más necesario enraizarse en la oración, como nos pide Jesús en el Evangelio: « Vigilad orando en todo tiempo, a fin de que podáis evitar todos estos males que van a suceder, y estar en pie delante del Hijo del Hombre» (Lc 21, 36).

I. LOS MOTIVOS DE LA ORACIÓN

Nuestra vida valdrá lo que valga nuestra oración.

Marthe Robin

La fidelidad y la perseverancia en la oración (este es el punto fundamental que hay que asegurar y el objetivo principal del combate de la oración) suponen una fuerte motivación. Hay que estar bien convencido de que, aunque el camino no sea siempre fácil, vale la pena emprenderlo y que las ventajas de esta fidelidad superan sin medida las penas y dificultades que se encontrarán inevitablemente. Querría por eso en este primer capítulo recordar las principales razones por las que es necesario « orar siempre y no desfallecer», como nos dice Jesús en el Evangelio (Lc 18, 1).

Comencemos recogiendo una cita de san Pedro de Alcántara, un franciscano del siglo XVI que fue un apoyo importante para Teresa de Jesús en su obra de reformadora.

La cita viene de su Tratado de la oración y meditación y la toma a su vez el santo de otro doctor:

En la oración, se alimpia el ánima de los pecados, apaciéntase la caridad, certifícase la fe, fortalécese la esperanza, alégrase el espíritu, derrítense las entrañas, purifícase el corazón, descúbrese la verdad, véncese la tentación, huye la tristeza, renuévanse los sentidos, repárase la virtud enflaquecida, despídese la tibieza, consúmese el orín de los vicios, y en ella no faltan centellas vivas de deseos del cielo, entre los cuales arde la llama del divino amor[2].

No voy a comentar este sabroso texto, simplemente lo ofrezco como testimonio estimulante de una experiencia en la que podemos confiar. Quizá no notaremos eso sensiblemente todos los días, pero si somos fieles, experimentaremos poco a poco que todo lo que se promete en ese pasaje es rigurosamente cierto.

Quisiera ahora dar la palabra a un testigo más reciente, nuestro santo papa Juan Pablo II, citando un pasaje de la carta apostólica Novo Millenio ineunte. Esta carta, dirigida a todos los fieles, fue publicada el 6 de enero de 2001, como conclusión del año jubilar con el que el papa había querido preparar a la Iglesia para entrar en el milenio, exhortándola a guiar mar adentro (Cfr. Lc 5, 4).

Haciendo balance del año jubilar, el papa invitaba a contemplar el rostro de Cristo « tesoro y alegría de la Iglesia», mientras proponía una preciosa y rica meditación sobre el misterio de Jesús que debe iluminar el camino de cada fiel. En una tercera parte, nos exhortaba a « volver a partir de Cristo» para afrontar los desafíos del tercer milenio.

Dejando a cada iglesia local la tarea de definir sus orientaciones pastorales, propone algunos puntos fundamentales, válidos para toda la Iglesia. Recuerda que todo programa pastoral debe permitir esencialmente a cada cristiano responder a la llamada a la santidad inserta en la vocación bautismal, recordando las palabras del Vaticano II: «Todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (LG 40).

Lo primero que se necesita para implantar en la vida de la Iglesia una «pedagogía de la santidad» debe ser la formación en la oración. Escuchemos a Juan Pablo II: Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración. El Año jubilar ha sido un año de oración personal y comunitaria más intensa. Pero sabemos bien que rezar tampoco es algo que pueda darse por supuesto. Es preciso aprender a orar, aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro, como los primeros discípulos: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1). En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos: «Permaneced en mí, como yo en vosotros» (Jn 15, 4). Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condición para toda vida pastoral auténtica. Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre.

Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial, pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas[3].

En este bello texto, Juan Pablo II nos recuerda puntos esenciales: la oración es el alma de la vida cristiana y la condición de toda vida pastoral auténtica. La oración nos hace amigos de Dios, nos introduce en su intimidad y en la riqueza de su vida, hace que permanezcamos en él y él en nosotros. Sin esta reciprocidad, sin esta relación de amor que realiza la oración, la religión cristiana se queda en un formalismo vacío; el anuncio del Evangelio no sería más que propaganda; el compromiso de la caridad, una obra de beneficencia que no cambia nada fundamental en la condición humana.

Es muy justa y muy importante también esta afirmación del Papa según la cual la oración es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro. La oración permite encontrar en Dios un vida siempre nueva, y dejarse regenerar y renovar continuamente. Cualesquiera que sean las pruebas, las desilusiones, el peso de las situaciones, los fracasos y las faltas, en la oración encontraremos la fuerza y la esperanza para asumir la existencia con una total confianza en el porvenir. Cosa por cierto bien necesaria hoy.

Un poco más adelante, el Papa evoca la sed de espiritualidad tan presente en el mundo actual, con frecuencia ambigua, pero que es también una oportunidad, y muestra cómo la tradición de la Iglesia responde de manera auténtica a esta sed: La gran tradición mística de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, puede enseñar mucho a este respecto. Muestra cómo la oración puede avanzar como verdadero y propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre.

Entonces se realiza la experiencia viva de la promesa de Cristo: «El que me ame será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él» (Jn 14, 21).

Prosigue diciendo lo importante que es que toda comunidad cristiana (familia, parroquia, grupo carismático, asociación católica, etc…) sea ante todo un lugar de educación en la oración:

Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas «escuelas de oración», donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el «arrebato del corazón». Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparta del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios.

Esta llamada a la oración vale para todos, incluidos los laicos. Si estos no rezan, o se contentan con una oración superficial, están en peligro:

Se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no solo serían cristianos mediocres, sino «cristianos con riesgo». En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizá acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición.

Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral.

1. La oración como respuesta a una llamada

Lo primero que debe motivarnos y animarnos para entrar en una vida de oración, es que el mismo Dios nos lo pide. El hombre busca a Dios, pero Dios busca al hombre mucho más. Dios nos llama a tratarle, pues desde siempre, y mucho más de lo que podemos imaginar, desea ardientemente entrar en comunión con nosotros.

El fundamento más sólido de la vida de oración no es nuestra propia búsqueda, nuestra iniciativa personal, nuestro deseo (tienen su valor, pero pueden a veces faltar), sino la llamada de Dios: Orar siempre y no desfallecer (Lc 18, 1). Vigilad orando en todo tiempo (Lc 21, 36). Orando en todo tiempo movidos por el Espíritu (Ef 6, 18).

No oramos ante todo porque deseemos a Dios, o porque esperemos de la vida de oración unos beneficios estupendos, sino sobre todo porque es Dios quien nos lo pide. Y, pidiéndonoslo, sabe lo que hace. Su proyecto supera infinitamente cuanto podemos suponer, desear o imaginar. En la vida de oración hay un misterio que nos supera por completo. El motor de la vida de oración es la fe, en cuanto obediencia confiada a lo que Dios nos propone. Sin que podamos imaginar las inmensas repercusiones positivas a esta respuesta humilde y confiada a la llamada de Dios. Como Abrahán, que se puso en camino sin saber adónde iba, y que se convirtió así en padre de una multitud.

Si se ora a causa de los beneficios que se espera alcanzar con la oración, se corre el riesgo de desanimarse cualquier día. Esos beneficios no son inmediatos ni medibles. Si se ora en una actitud de humilde sumisión a la palabra de Dios, se tendrá siempre la gracia de perseverar. Escuchemos estas palabras de Marthe Robin:

Quiero ser fiel, muy fiel a la oración cada día, a pesar de las sequedades, los aburrimientos, los disgustos que pueda tener… ¡a pesar de las palabras disuasorias, desanimantes y amenazantes que el demonio pueda repetirme!… En los días de turbación y grandes tormentos, me diré: Dios lo quiere, mi vocación lo requiere, ¡eso me basta! Haré la oración, me quedaré todo el tiempo que me han prescrito en oración, haré lo mejor que pueda mi oración, y cuando llegue la hora de retirarme me atreveré a decir a Dios: Dios mío apenas he rezado, apenas he trabajado, poco he hecho, pero os he obedecido. He sufrido, pero os he mostrado que os quería y que quería amaros.

Esta actitud de obediencia amorosa y confiada es la más fecunda que puede darse.

Nuestra vida de oración será tanto más rica y bienhechora cuanto más animada esté, no por el deseo de conseguir esto o lo otro, sino por esta disposición de obediencia confiada, de respuesta a la llamada de Dios. Dios sabe lo que es bueno para nosotros, y eso nos debe bastar. No podemos tener una visión utilitarista de la oración, encerrarnos en una lógica de la eficacia, de rentabilidad, que lo pervertiría todo. No tenemos que justificarnos ante nadie por el tiempo que dedicamos a la oración. Dios nos invita, por decirlo así, a «perder el tiempo» con él, eso basta. Será una «pérdida fecunda», diremos con palabras de Teresa de Lisieux[4]. Hay una dimensión de gratuidad que es fundamental en la vida de oración. Paradójicamente, cuanto más gratuita es la oración, más fruto reporta. Se trata de confiar en Dios y hacer lo que nos pide, sin necesitar otras justificaciones. «¡Haced lo que él os diga!» (Jn 2, 5), dijo María a los sirvientes en las bodas de Caná.

Salvaguardando siempre este fundamento de gratuidad, quiero exponer un conjunto de razones que legitiman el tiempo dedicado a la oración. San Juan de la Cruz afirma: «Quien huye de la oración, huye de todo lo bueno»[5] . Expliquemos por qué.

2. La prioridad de Dios en nuestra vida

La existencia humana no encuentra su completo equilibrio y su belleza más que si tiene a Dios por centro. «¡El primer servido, Dios!», decía santa Juana de Arco. La fidelidad a la oración permite garantizar, de manera concreta y efectiva, esta primacía de Dios. Sin esa fidelidad, la prioridad otorgada a Dios corre el riesgo de no ser más que una buena intención, es decir, una ilusión. El que no ora, de un modo sutil pero cierto, pondrá su «ego» en el centro de su vida, y no la presencia viva de Dios. Se dispersará en multitud de deseos, solicitaciones, temores. Por el contrario, quien ora, aunque tenga que enfrentarse a la carga del ego, a las tendencias de repliegue sobre sí mismo y al egoísmo que nos afectan a todos, reaccionará saliendo de sí y volviendo a centrarse en Dios, 13

permitiéndole que poco a poco ocupe (o recupere) el lugar que le corresponde en su vida, el primero. Encontrará así la unidad y la coherencia de su vida. «El que no recoge conmigo, desparrama», dijo Jesús (Lc 11, 23). Cuando Dios está en el centro, todo encuentra el lugar que le corresponde.

Dar a Dios una prioridad absoluta frente a cualquier otra realidad (trabajo, relaciones humanas, etc.) es la única manera de establecer un orden justo respecto a las cosas, poniendo una sana distancia que permite salvaguardar la libertad interior y la unidad en nuestra vida. De otro modo se cae en la indiferencia, en la negligencia, o por el contrario en el apegamiento y la dispersión en inquietudes inútiles.

El lazo que se anuda con Dios en la oración es también un elemento fundamental de estabilidad en nuestra vida. Dios es la Roca, su amor es inconmovible, «el Padre de las luces, en quien no hay cambio ni sombra de mudanza» (St 1, 17). En un mundo tan inestable como el nuestro, que va a toda velocidad, donde los aparatos electrónicos quedan obsoletos un año después de salir al mercado, es aún más importante encontrar en Dios nuestro apoyo interior. La oración nos enseña a enraizarnos en Dios, a permanecer en su amor (Cfr. Jn 15, 9), a encontrar en él fuerza y seguridad, y nos permite también convertirnos en un apoyo firme para los demás.

Añadamos que Dios es la única fuente de energía inagotable. Por la oración,

«aunque nuestro hombre exterior se vaya desmoronando, nuestro hombre interior se va renovando día a día», por decirlo con palabras de san Pablo (2Cor 4, 16). Recordemos también al profeta Isaías: «Se cansan los muchachos, se fatigan, los jóvenes tropiezan y vacilan; pero los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, echan alas como las águilas, corren y no se fatigan, caminan y no se cansan» (Is 40, 30). Por supuesto, tendremos en nuestra vida tiempos de prueba y de cansancio, porque es necesario que experimentemos nuestra fragilidad, que nos sepamos pobres y pequeños. Sin embargo, sigue siendo cierto que Dios sabrá darnos en la oración la energía que precisemos para servirle y amarle, e incluso a veces las fuerzas físicas.

3. Amar gratuitamente

La fidelidad a la oración es muy valiosa, pues nos ayuda a preservar la gratuidad en nuestra vida. Como decía más arriba, orar es perder el tiempo con Dios. En definitiva, se trata de una actitud de amor gratuito. Este sentido de la gratuidad está muy amenazado hoy, cuando todo se piensa en términos de rentabilidad, de eficacia, de performance. Eso acaba por ser destructor para la existencia humana. El amor verdadero no puede encerrarse en la categoría de lo útil. Cuando el Evangelio de Marcos nos cuenta la elección de los Doce, nos dice que Jesús los eligió primero «para que estuvieran con él»

(Mc 3, 14). Y solamente luego para compartir sus tareas: predicar, expulsar a los demonios, etc. No somos solamente servidores, estamos llamados a ser amigos, en una vida y una intimidad compartidas, más allá de todo utilitarismo. Como en los orígenes, cuando a la caída de la tarde, Dios se paseaba por el jardín del Edén con Adán y Eva (Gn 3, 8). Me gustan unas palabras que Dios dirigió a sor María de la Trinidad[6], llamándola a una vida de oración totalmente gratuita, de adoración y de pura receptividad: «Es más fácil encontrar obreros para trabajar que niños para festejar».

Orar es pasar gratuitamente tiempo con Dios, por la alegría de estar juntos. Es amar, porque dar uno su tiempo es dar su vida. El amor no es ante todo hacer algo por el otro, es tenerle presente. La oración nos educa en tener presente a Dios, en una simple atención amorosa.

Lo estupendo es que, al aprender a estar presentes para Dios solo, aprendemos al mismo tiempo a estar presentes para los demás. En las personas que han tenido una larga vida de oración, se puede apreciar una especial facilidad de atención, de presencia, de escucha, de disponibilidad de la que no son con frecuencia capaces las personas que han sido absorbidas toda su vida por la actividad. De la oración nace una delicadeza, un respeto, una atención, que es un precioso regalo para los que encontramos en nuestro camino.

No hay escuela de atención al prójimo más hermosa y eficaz que la perseverancia en la oración. Poner en oposición o en competencia la oración y el amor al prójimo sería un sinsentido.

4. Anticipar el Reino

La oración nos hace anticipar el Cielo. Nos hace entrever y saborear una felicidad que no es de este mundo, que nada nos la puede ofrecer aquí abajo: la felicidad en Dios a la que estamos destinados, para la que fuimos creados. En la vida de oración se encuentran luchas, sufrimientos, arideces (ya hablaremos de eso). Pero si se persevera fielmente, se disfruta de tiempo en tiempo de una felicidad indecible, una paz y una satisfacción que son un anticipo del paraíso. «Veréis los cielos abiertos», nos prometió Jesús (Jn 1, 51).

La primera regla de la orden de los hermanos de Nuestra Señora del Monte Carmelo, fundada en Tierra Santa en el siglo XII, les invita a «meditar día y noche la ley del Señor», con esta ambición: «Gozar en cierta manera en nuestro corazón, experimentar en nuestro espíritu, la fuerza de la divina presencia y la dulzura de la gloria de lo alto, no solo después de la muerte sino incluso en esta vida mortal»[7].

Santa Teresa de Jesús recoge la misma idea en el libro de las Moradas: Pues en alguna manera podemos gozar del cielo en la tierra, que nos dé su favor para que no quede por nuestra culpa y nos muestre el camino y dé fuerzas en el alma para cavar hasta hallar este tesoro escondido, pues es verdad que le hay en nosotras mesmas[8].

La oración permite alcanzar estas realidades que anuncia san Pablo: «Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman» (1Co 2, 9).

Lo que también quiere decir que, en la oración, el hombre aprende en esta tierra lo 15

que será su actividad y su alegría durante toda la eternidad: extasiarse ante la belleza divina y la gloria del Reino. Aprende a hacer aquello para lo que ha sido creado. Pone en ejercicio las facultades más hermosas y profundas de las que dispone como ser humano, facultades que con frecuencia no utiliza, las de adoración, admiración, alabanza y acción de gracias. Recupera el corazón y la mirada de niño para maravillarse ante la Belleza que está por encima de toda belleza, ante el Amor que trasciende todo amor.

Orar significa también, por tanto, realizarnos como personas, según las facultades propias de nuestra naturaleza y las aspiraciones más secretas de nuestro corazón. Claro que esto no se vive sensiblemente todos los días, pero toda persona que se adentra con fidelidad y buena voluntad por el camino de la oración experimentará algo de esto, al menos en algunos momentos de gracia. Sobre todo hoy: hay tanta fealdad, tanto mal, tantos pesares en nuestro mundo, que Dios, que es fiel y quiere despertar nuestra esperanza, no deja de revelar a sus hijos los tesoros de su Reino. San Juan de la Cruz afirmaba en el siglo XVI: «Siempre el Señor descubrió los tesoros de su sabiduría y espíritu a los mortales; mas ahora que la malicia va descubriendo más su cara, mucho más los descubre»[9]. ¡Qué diría hoy!

Estoy admirado de las gracias de oración que reciben en este momento muchas personas, por ejemplo, gente sencilla en el curso de una adoración eucarística semanal en su parroquia. De eso no se habla en los periódicos, pero hay una verdadera vida mística en el pueblo de Dios, sobre todo entre los pobres y los pequeños. «Jesús se llenó de gozo en el Espíritu Santo y dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien» (Lc 10, 21).

Una cosa preciosa que debo señalar: al ponernos en comunión con Dios, la oración nos hace participar de la creatividad de Dios. La contemplación alimenta nuestras facultades creativas y nuestra inventiva. En particular en el dominio de la belleza. El arte contemporáneo está falto cruelmente de inspiración, produce con frecuencia obras de una penosa fealdad, teniendo el hombre tanta sed de belleza. Solo una renovación de fe y oración podrá permitir a los artistas reencontrar las fuentes de la verdadera creatividad para estar en condiciones de proporcionar al hombre la belleza que tanto necesita, como hicieran un Fra Angélico, un Rembrandt, un Juan Sebastián Bach.

5. Conocimiento de Dios y conocimiento de sí

Uno de los frutos de la oración es la entrada progresiva en el conocimiento de Dios y en el de uno mismo. Habría mucho que decir de este asunto, y existe una rica tradición en esto entre los autores espirituales. No podré tratar el tema sino brevemente.

La oración nos introduce poco a poco en un verdadero conocimiento de Dios. No el de un Dios abstracto, lejano, el «gran relojero» de Voltaire, o el Dios de los filósofos o de los sabios. Tampoco el de una cierta teología fría y cerebral. Sino en el del Dios vivo y verdadero, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, el Padre de nuestro Señor Jesucristo. El 16

Dios que habla al corazón, según la expresión de Pascal. No un Dios del que nos contentamos con algunas ideas heredadas de nuestra educación o nuestra cultura, o incluso un Dios que sería el producto de nuestras proyecciones psicológicas, sino el Dios verdadero.

La oración nos permite pasar de nuestras ideas sobre Dios, de nuestras representaciones (siempre falsas o demasiado estrechas) a una experiencia de Dios. Es algo bien distinto. En el libro de Job se encuentra esta bella expresión: «Solo de oídas sabía de ti, pero ahora te han visto mis ojos» (Jb 42, 5).

El objeto principal de esta revelación personal de Dios, fruto esencial de la oración, es que le conozcamos en cuanto Padre. Por Jesucristo, en la luz del Espíritu, Dios se revela como Padre. El pasaje de Lucas que hemos citado más arriba, en que Jesús exulta de alegría por la revelación escondida a los sabios e inteligentes y manifestada a los pequeños, prosigue con estas palabras: «Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre, ni quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo». Está bien claro que el objeto de esta revelación es el misterio de Dios como Padre. Dios como fuente inagotable de vida, como Origen, como don sin término, como generosidad, y Dios como bondad, ternura, misericordia infinitas.

El precioso pasaje del libro de Jeremías en el capítulo 31, que anuncia la Nueva Alianza, se termina con estas palabras: «Esta será la alianza que pactaré con la casa de Israel después de aquellos días —oráculo del Señor—: pondré mi Ley en su pecho y la escribiré en su corazón, y Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que enseñar el uno a su prójimo y el otro a su hermano, diciendo: “Conoced al Señor”, pues todos ellos me conocerán, desde el menor al mayor —oráculo del Señor—, porque habré perdonado su culpa y no me acordaré más de su pecado».

Este texto asocia de manera muy bella el conocimiento de Dios, concedido a todos, con la efusión de su misericordia, de su perdón.

Dios es conocido en su grandeza, su trascendencia, su majestad y su poder infinitos, pero al mismo tiempo en su ternura, su proximidad, su dulzura, su inagotable misericordia. Conocimiento que no es un saber sino una experiencia viva de todo el ser.

Este conocimiento de Dios, concedido a todos en los tiempos mesiánicos, lo anuncia también de manera muy sugestiva el profeta Isaías: «La tierra estará llena del conocimiento del Señor, como las aguas que cubren el mar» (Is 11, 9).

El conocimiento de Dios da también acceso al verdadero conocimiento de sí mismo.

El hombre no puede en verdad conocerse más que a la luz de Dios. Todo lo que puede saber de sí mismo a través de medios humanos (experiencia de la vida, psicología, ciencias humanas) no es nada despreciable. Pero eso solo le proporciona un conocimiento limitado y parcial de su ser. No tiene acceso a su identidad profunda más que en la luz de Dios, bajo la mirada que posa sobre él su Padre del Cielo.

Este conocimiento tiene dos aspectos: ante todo un aspecto negativo, pero que conduce a algo extremadamente positivo. Volveré sobre el asunto por extenso más abajo, pero quiero ahora evocarlo en pocas palabras.

El aspecto negativo se refiere a nuestros pecados, nuestra miseria profunda. No se 17

los conoce verdaderamente más que en la luz de Dios. Ante Él, no hay ya mentiras posibles, no hay escapatoria ni justificación, nada de máscaras. Estamos obligados a reconocer quiénes somos, con nuestras heridas, nuestras fragilidades, nuestras incoherencias, nuestros egoísmos, nuestra dureza de corazón, nuestras complicidades secretas con el mal…

Eso no es más que la consecuencia de estar expuesto ante la Palabra de Dios:

«Ciertamente, la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que una espada de doble filo: entra hasta la división del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y descubre los sentimientos y pensamientos del corazón. No hay ante ella criatura invisible, sino que todo está desnudo y patente a los ojos de Aquel a quien hemos de rendir cuenta» (Hb 4, 12-13).

Afortunadamente, Dios es tierno y misericordioso, y esta iluminación se hace poco a poco, a medida que somos capaces de soportarla. Dios nos muestra nuestro pecado al mismo tiempo que nos revela su perdón y su misericordia. Descubrimos la tristeza de nuestra condición de pecadores, pero también nuestra pobreza absoluta en cuanto criaturas: no tenemos más que lo que hemos recibido de Dios, y si lo hemos recibido es por pura gracia, sin que podamos atribuirnos absolutamente nada a nosotros mismos ni vanagloriarnos de nada.

Reconocer la verdad es necesario; no hay curación sin conocimiento de la enfermedad. Solo la verdad libera. Por fortuna, las cosas no paran ahí. Desembocan en algo aún más profundo e infinitamente bello: más allá de nuestros pecados y de nuestras miserias, descubrimos nuestra condición de hijos de Dios. Él nos ama tal como somos, con un amor absolutamente incondicional, y es ese amor lo que nos constituye en nuestra identidad más profunda.

Más hondo y más esencial que nuestra limitación humana y el mal que nos afecta, hay como un núcleo intacto, nuestra identidad de hijos de Dios. Soy un ser manchado, tengo urgente necesidad de purificación y conversión. Sin embargo, hay en mí algo absolutamente puro e intacto: el amor que Dios me tiene como mi Creador y Padre, fundamento de mi identidad, de mi condición inalienable de hijo muy amado. Llegar ahí en la fe es precisamente lo que abre y garantiza la posibilidad del camino de conversión y purificación del que no puedo prescindir.

Todo hombre, toda mujer, está en busca de su identidad, de su personalidad profunda. ¿Quién soy yo? Es una pregunta que a veces se hace con angustia en mitad de la vida. Ha procurado construirse una personalidad, realizarse, según sus aspiraciones íntimas, según también los criterios de éxito que propone el contexto cultural en que vive.

Se ha entregado en el trabajo, la familia, los amigos, en responsabilidades diversas… A veces hasta el agotamiento. Sin embargo, se ve vacío, insatisfecho, en la duda: ¿Quién soy en verdad? ¿Todo lo que he vivido hasta hoy expresa bien lo que soy?

Hay una parte de mi identidad que deriva de mi historia, de mi herencia, de las cosas que he sufrido y de las decisiones que tomé, pero eso no es lo más profundo. Eso no se revela y se despliega más que en el encuentro con Dios, que me raspa todo lo que hay de artificial y construido en mi identidad, para hacerme llegar a lo que soy en verdad, 18

al corazón de mi personalidad. Nuestra personalidad verdadera no es tanto una realidad que construir cuanto un don que recibir. No se trata de conquistar algo, sino de dejarse querer. «Tú eres mi hijo, el Amado, en ti me he complacido» (Lc 3, 22). En el evangelio de Lucas, estas palabras las dice el Padre a Jesús cuando se bautiza, pero podemos considerarlas dirigidas a nosotros en nuestro bautismo.

La esencia de mi personalidad consiste en dos realidades que estoy llamado a descubrir progresivamente, sencillas pero de una riqueza inagotable: el amor único que Dios me tiene, y el amor único que yo puedo tener por Él.

La oración y el encuentro con Dios me hace descubrir el amor único que Dios tiene por mí. Es una aspiración profunda de todo hombre (y más aún de toda mujer) sentirse amado de manera única. No ser amado de modo general, como un elemento entre otros de un grupo más amplio, sino ser apreciado, considerado, de manera única. La experiencia amorosa es tan fascinante porque nos hace entrever esto: un ser adquiere un valor para mí que no tiene ningún otro, y en respuesta yo tengo a sus ojos un valor único.

Eso es lo que realiza el amor del Padre. Bajo su mirada, cada uno de nosotros puede experimentar que es amado, elegido por Dios, de manera personal. A veces nos parece que Dios ama de un modo general: ama a todos los hombres, de los que yo formo parte, ¡debe de interesarse un poco por mí! Pero ser amado de manera «global», como elemento de un conjunto, no puede satisfacernos. Y no corresponde en absoluto a la realidad del amor del Padre, que es particular, único para cada uno de sus hijos. El amor de Dios es personal y personalizante. Cada uno de nosotros tiene perfecto derecho a decir: ¡Dios me ama como a nadie en el mundo! Dios no ama a dos personas de la misma manera, porque es precisamente su amor el que crea nuestra personalidad propia, que es diferente para cada uno. Hay muchas más diferencias entre las almas que entre los rostros, según santa Teresa de Jesús. Esta personalidad única está simbolizada en el «nombre nuevo» del que habla la Escritura. En el libro de Isaías: «Te llamarán con un nombre nuevo, que pronunciará la boca del Señor» (Is 62, 2). Y en el del Apocalipsis:

«El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. Al vencedor le daré del maná escondido; le daré también una piedrecita blanca, y escrito en la piedrecita un nombre nuevo, que nadie conoce sino el que lo recibe» (Ap 2, 17).

Este amor único que Dios tiene por cada uno incluye el don de una respuesta única por parte de quien lo recibe. En muchos santos, y sobre todo santas, se encuentran palabras de este género: «¡Jesús, quisiera amarte como nunca nadie te ha amado! ¡Hacer por ti las locuras que todavía nadie ha hecho!».

Ante estas palabras, nosotros nos sentimos bien pobres, conscientes de que no podremos superar en amor a todos los que nos han precedido. Sin embargo, este deseo no es vano, puede realizarse en la vida de toda persona: aunque no soy Teresa de Jesús ni Francisco de Asís, puedo dar a Dios (y también a mis hermanos y hermanas, a la Iglesia, al mundo…) un amor que nadie les ha dado todavía. El que me corresponde ofrecer, según mi personalidad, en respuesta al amor que Él me demuestra, y a la gracia que recibo de Él. Tengo en el corazón de Dios, en el misterio de la Iglesia, un lugar 19 único, un cometido único e irremplazable, una fecundidad propia, que no puede ser asumida por nadie más.

Recibir como fruto de la oración esta doble certeza, la de ser amado de manera única y la de poder (a pesar de mi debilidad y mis limitaciones) amar de manera única es un don extremadamente precioso. Así se constituye el núcleo más profundo y sólido de nuestra identidad.

Se trata, por supuesto, de una realidad que sigue siendo misteriosa, inaprensible, en gran medida inexpresable. No es algo de lo que nos podamos apropiar, de lo que podamos gloriarnos, se vive en una gran humildad y pobreza. Es objeto de fe y de esperanza más que una posesión de la que servirse en provecho propio. Es, sin embargo, bastante real y segura y nos otorga la libertad y seguridad interiores que necesitamos para afrontar la vida con confianza.

A causa de lo que acabamos de decir, y por muchas otras razones, descubrir a Dios como Padre, fruto esencial de la fidelidad a la oración, es lo más precioso del mundo, el mayor de los dones del Espíritu. «Porque no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: “¡Abbá, Padre!”. Pues el Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios» (Ro 8, 15-16).

La paternidad de Dios es la realidad más profunda que puede darse, la más rica e inefable, un abismo inconcebible de vida y de misericordia. No hay nada más dichoso que ser hijo, vivir en el ámbito de esta paternidad, recibir el propio ser y recibirlo todo de la bondad y la generosidad de Dios. En cada instante de nuestra vida, esperarlo todo con confianza del don de Dios. «¡Qué dulce es llamar a Dios nuestro padre!», decía Teresa de Lisieux, derramando lágrimas de felicidad[10].

6. De la oración nace la compasión por el prójimo

Uno de los mejores frutos de la oración (y un criterio de discernimiento de su autenticidad) es hacernos crecer en el amor al prójimo.

Si nuestra oración es verdadera (veremos más adelante lo que eso significa), nos acerca a Dios, nos une a Él, y nos hace percibir y compartir el amor infinito que tiene a cada una de sus criaturas. La oración dilata y enternece el corazón. Donde falta la oración, los corazones se endurecen y el amor se enfría. Habría mucho que decir a este propósito, y se podrían aportar muchos testimonios. Me contentaré sencillamente con citar un bello texto de san Juan de la Cruz, un maestro de la mística, pero también (contra lo que han supuesto algunos) uno de los hombres más tiernos y compasivos que el mundo haya conocido.

Es evidente verdad que la compasión de los prójimos tanto más crece cuanto más el alma se junta con Dios por amor; porque cuanto más ama, tanto más desea que ese mismo Dios sea de todos amado y honrado. Y cuanto más lo desea, tanto más trabaja por ello, así en la oración como en todos los otros ejercicios necesarios y a él posibles. Y tanto es el fervor y fuerza de 20 su caridad, que los tales poseídos de Dios no se pueden estrechar ni contentar con su propia y sola ganancia; antes pareciéndoles poco el ir solos al cielo procuran con ansias y celestiales afectos y diligencias exquisitas llevar muchos al cielo consigo. Lo cual nace del grande amor que tienen a su Dios, y es propio fruto y efecto éste de la perfecta oración y contemplación[11].

7. La oración, camino de libertad

La fidelidad a la oración es un camino de libertad. Nos educa progresivamente para que busquemos en Dios (y encontremos, pues «el que busca encuentra», asegura el Evangelio) los bienes esenciales que deseamos: el amor infinito y eterno, la paz, la seguridad, la felicidad…

Si no aprendemos a recibir de la mano de Dios estos bienes que nos son tan necesarios, corremos el riesgo de ir a buscarlos en otra parte, y de esperar en vano de las realidades de este mundo (las riquezas materiales, el trabajo, las relaciones…) lo que ellas no nos pueden dar.

Nuestras relaciones con el prójimo son a veces decepcionantes porque, sin darnos cuenta, esperamos de ellos más de lo que pueden dar. De una relación privilegiada se espera una felicidad absoluta, un reconocimiento pleno, una seguridad perfecta. Ninguna realidad creada, ninguna persona humana, ninguna actividad, puede satisfacernos plenamente en esa espera. Como esperamos demasiado, y no recibimos, nos amargamos, decepcionados, y acabamos aborreciendo terriblemente a los que no han respondido a nuestras expectativas.

No es culpa de ellos, sino de nuestra espera desmesurada: pretendemos obtener de una persona los bienes que solo Dios nos puede conceder.

Al decir esto, no pretendo descalificar las relaciones interpersonales ni las diversas actividades humanas. Creo en el amor, en la amistad, en la fraternidad, en todo lo que podemos recibir unos de otros en nuestras relaciones. El encuentro con una persona y los lazos que nos entretejen con ella pueden ser a veces un magnífico regalo de Dios. Con frecuencia Él se complace en manifestarnos su amor a través de la amistad o de la solicitud de una persona que pone en nuestro camino. Pero es preciso que Dios siga siendo el centro, y que no exijamos de una pobre criatura humana, limitada e imperfecta, que nos procure lo que solo Dios puede darnos.

Tampoco digo que los bienes a los que me he referido (paz, felicidad, seguridad…) se nos vayan a conceder de modo inmediato en cuanto nos pongamos a hacer oración.

Pero sigue siendo cierto que la fidelidad a la oración indica de manera concreta que orientamos hacia Dios nuestra espera de esos bienes, en un movimiento de fe y esperanza, y que esperamos de su misericordia que nos los vaya concediendo poco a poco. Eso es un elemento fundamental de equilibrio en las relaciones humanas, y evita que exijamos a los demás lo que no pueden dar, con todas las consecuencias, a veces dramáticas, que pueden originarse de semejante actitud.

Cuanto más sea Dios el centro de nuestra vida, y más lo esperemos todo de Él, y solo de Él, más oportunidad habrá para que nuestras relaciones humanas sean justas y equilibradas.

Esperar de una realidad cualquiera lo que solo Dios puede concedernos tiene un nombre en la tradición bíblica: la idolatría. Se pueden idolatrar muchas cosas sin darnos cuenta: personas, trabajo, la adquisición de un título, el reconocimiento de algunas competencias, el éxito, el amor, el placer… Pueden ser cosas buenas en sí mismas, pero no debemos pedirles más de lo que es legítimo pedirles. La idolatría nos hace perder siempre una parte de nuestra libertad. Los ídolos decepcionan; se acaba con frecuencia por odiar lo que antes se adoraba. Dios, en cambio, no nos decepcionará nunca. Nos llevará por caminos inesperados y a veces dolorosos, pero colmará nuestras expectativas.

«Solo en Dios está el descanso, alma mía» (Ps 62, 2).

La experiencia lo muestra: la fidelidad a la oración, aunque pase a veces por fases difíciles, momentos de aridez y de prueba, nos conduce progresivamente a encontrar en Dios una paz profunda, una seguridad, una felicidad que nos hacen libres respecto a los demás. Si encuentro mi felicidad y mi paz en Dios, seré capaz de dar mucho a mi prójimo, y también de aceptarlo tal como es, sin distanciarme de él cuando no responde a mis expectativas. Dios basta.

Añadiría que el hecho de encontrar en la oración un contento, incluso un cierto placer, diría yo, nos hace más libres respecto de esa búsqueda ansiosa de satisfacciones humanas, que es nuestra tentación permanente. Nuestro mundo sufre un gran vacío espiritual, y me impresiona ver cómo este vacío interior impulsa a una búsqueda frenética de satisfacciones sensibles. No tengo nada contra los placeres legítimos de la vida, las comidas apetitosas, las botellas de Bordeaux o los baños relajantes. Son un don de Dios, pero es preferible usarlos con mesura. Hay a veces en nuestro mundo una necesidad insaciable de sentir, de saborear, de experimentar emociones y sensaciones nuevas y cada vez más intensas, que puede conducir a comportamientos destructores, como se comprueba en los dominios de la sexualidad, de la droga, etc. La búsqueda de sensaciones cada vez más fuertes acaba a menudo por conducir a la violencia.

Cuando falta el sentido, se busca sustituirlo por la sensación. «¡Llene el depósito de sensaciones!», dice un anuncio reciente de automóviles. Pero es una calle sin salida, que no produce más que frustraciones, es decir, autodestrucción y violencia. Mil satisfacciones no hacen una felicidad…

Última consideración sobre este punto de la oración como camino de libertad: como veremos más adelante, la fidelidad a la oración nos hace experimentar poco a poco que los verdaderos tesoros son interiores, que tenemos dentro de nosotros el Reino y su felicidad. Este descubrimiento nos hará más libres respecto a los bienes de la tierra, nos liberará poco a poco de la necesidad excesiva de posesión, de esa tendencia actual de llenar la vida con una multitud de cosas materiales que terminan por complicarnos y endurecer nuestro corazón.

8. La oración construye nuestra unidad de vida

A lo largo del tiempo, si somos fieles, la oración se revela como un maravilloso «centro unificador» de nuestra vida. En el encuentro con Dios, la entrega confiada en sus manos de Padre constituye nuestra existencia día tras día; acontecimientos y circunstancias diversas por las que atravesamos, todo es como «digerido» poco a poco, integrado, arrancado al caos, a la dispersión, a la incoherencia. La vida encuentra entonces su unidad profunda. Dios es el Dios Uno, y el que unifica nuestro corazón, nuestra personalidad, toda nuestra existencia. El salmo 86, 11 formula esta bella petición:

«Mantén mi corazón entero en el temor de tu nombre». Gracias al encuentro regular con Dios en la oración, todo se convierte en positivo: nuestros deseos, nuestra buena voluntad, nuestros esfuerzos, pero también nuestra pobreza, nuestros errores, nuestros pecados. Las circunstancias felices o desgraciadas, las elecciones buenas o malas, todo queda como «recapitulado» en Cristo, y se abre a la gracia. Todo acaba por cobrar sentido e integrarse en un camino de crecimiento en el amor. «El amor es tan poderoso en obras que sabe sacar provecho de todo, del bien y del mal que encuentra en mí», dice santa Teresa del Niño Jesús[12] comentando a san Juan de la Cruz.

En los relatos de la infancia de Jesús, el evangelio de Lucas nos dice: «María guardaba todas estas cosas, ponderándolas en su corazón» (Lc 2, 19). Y también: «Su madre guardaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2,51). Todo lo que María vivía —las gracias recibidas, las palabras que oía, los sucesos por los que pasaba, tanto luminosos como dolorosos o incomprensibles—, lo conservaba en su corazón y en su oración, y todo acababa cobrando sentido algún día, no en virtud de un análisis intelectual, sino gracias a su oración interior. No daba vueltas a las cosas en su cabeza, sino que las guardaba en un corazón confiado y orante, en el que todo terminaba por encontrar su sitio, por unificarse y simplificarse.

Por el contrario, sin fidelidad a la cita de la oración, nuestra vida corre el riesgo de no encontrar su coherencia: «El que no recoge conmigo desparrama», dice Jesús (Mt 12, 30).

 

2 Cfr. Col. Neblí n. 18. Rialp. Madrid 1999, p. 34.

3 Novo Millenio Ineunte, n. 32.

4 Poesía 17.

5 Dichos de luz y amor, n. 180.

6 Religiosa dominica (1903-1980) favorecida con altas gracias místicas, pero que padeció una grave y larga depresión antes de recuperar el equilibrio y la paz. Terminó su vida como ermitaña.

7 Citado por E. Renault, Ste. Thérèse d’Avila et l’expérience mystique. Seuil. Col. Maîtres spirituels. p. 126.

8 Moradas quintas. Cap. I, 3.

9 Dichos de luz y amor, n. 1.

10 Referido por su hermana Célina.

11 Dictámenes de espíritu, recogidos por Eliseo de los Mártires, 10.

12 Manuscrito A, 83.

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II. LAS CONDICIONES DE LA ORACIÓN PARA DAR

FRUTO

Yo os he elegido y os he puesto para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca. Juan 15, 16

En este segundo capítulo, quisiera responder a la pregunta siguiente: ¿Qué es lo que permite a nuestra vida de oración alcanzar un verdadero encuentro con Dios, y, en consecuencia, dar frutos abundantes y duraderos?

En el prólogo de su obra Subida del Monte Carmelo, san Juan de la Cruz hace una afirmación sorprendente: «Hay muchas almas que piensan no tienen oración, y tienen muy mucha; y otras que piensan que tienen mucha y es poco más que nada»[13]. Dicho de otro modo, hay personas que piensan que hacen mal la oración, y la hacen muy bien, mientras que otras que se imaginan que la hacen bien, la hacen mal.

¿Cómo podemos ver la diferencia? ¿Con qué criterios?

No es fácil discernir la calidad de una vida de oración. Sobre todo si se trata de la de uno mismo. Sin embargo, me voy a meter en este terreno delicado, porque la cuestión es importante.

Para evaluar nuestra vida de oración, podemos partir de dos puntos de vista: el de los frutos, y el de la manera de proceder para orar. Me referiré a los dos sucesivamente.

1. La oración como lugar de paz interior

«El árbol se reconoce por sus frutos», dice el Señor en el Evangelio (Mt 12, 33). Si nuestra oración es auténtica, llevará frutos: nos hará más humildes, más mansos, más pacientes, más confiados… Hará brotar poco a poco en nuestra vida todos los «frutos del Espíritu» de los que san Pablo da una lista en la carta a los Gálatas: «Caridad, alegría, paz, longanimidad, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza…» (Ga 5, 22).

Sobre todo, la oración nos hará amar más a Dios y a nuestro prójimo. La caridad es el fruto y el criterio último de toda vida de oración. «Si no tengo caridad, nada soy», afirma con fuerza san Pablo (1Co 13, 2).

Sin querer quitar a este criterio su prioridad absoluta (pero, ¿se puede medir el grado 24 de amor?), me parece que en la práctica no está mal tomar como criterio el de la paz.

Se puede afirmar que, en conjunto, una vida de oración está «en su sitio» si se experimenta como un lugar de pacificación. Esa persona puede decir: «Mi oración no es fantástica, estoy lejos de ser un místico, tengo frecuentes distracciones y momentos de aridez. La mayor parte del tiempo no siento gran cosa, y no pretendo haber llegado a la cima de la vida espiritual. A pesar de todo, reconozco que estas citas regulares con el Señor me producen un efecto de pacificación interior. No es una paz que sienta siempre con la misma intensidad, pero es un resultado frecuente de mis ratos de oración. Eso me permite estar más tranquilo, más confiado, poner una cierta distancia respecto a los problemas y preocupaciones, dramatizar menos las dificultades que encuentro en la vida… Y me doy cuenta de que esta paz, este poner a distancia las inquietudes, no es fruto de mis reflexiones o esfuerzos psicológicos, sino que la recibo como un don, una gracia. A veces, de modo inesperado: tendría todas las razones del mundo para estar inquieto, pero mi corazón recibe una tranquilidad que me doy cuenta que no es cosa mía.

La fuente es Otro…».

Si se piensa un poco, no puede ser de otra manera: Dios es un océano, un abismo de paz. Si mi oración es sincera, y me pone verdaderamente en comunión con Él, no puede dejar de transmitirme una parte de esta paz divina. «La oración nos regala, cada día, una paz nueva», dice el padre Matta el Maskin, el gran artesano de la renovación monástica actual entre los coptos de Egipto[14].

Somos incapaces de medir la intensidad y la potencia de la vida que hay en Dios.

«El Señor tu Dios es un fuego devorador» (Dt 4, 24); y al mismo tiempo, hay en Dios una dulzura, una paz, de profundidad infinita, que se comunica, al menos en parte, a nuestro corazón cuando nos mantenemos en humilde apertura en su presencia. «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, que yo os aliviaré» (Mt 11, 28). «La paz de Dios que supera toda inteligencia, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Fil 4, 7).

Este don de la paz interior es precioso, pues el amor solo crece en ese clima de paz.

Una paz que nos abre a la acción de la gracia y facilita nuestro discernimiento en la percepción de las situaciones y de las decisiones que tengamos que tomar. No siempre se experimenta la paz de la misma manera; es normal que tengamos altibajos, que pasemos por momentos de prueba en los que la inquietud nos atrapa sin que nos podamos liberar fácilmente.

Pero lo que he dicho sigue siendo cierto: si, en conjunto, a largo plazo, experimentamos que nuestra vida de oración es la fuente habitual de nuestra paz interior, ese es un buen síntoma.

Si, por el contrario, no es así en nosotros, eso indica que hay que plantearse algunas preguntas: sin duda no rezamos lo suficiente, o lo hacemos con disposiciones interiores que no son las correctas. Abrirse en el acompañamiento espiritual me parece que será entonces necesario.

Completemos este punto diciendo que uno de los frutos preciosos de la oración es la pureza de corazón. La oración esconde una gran fuerza de purificación interior. En la 25 oración el corazón se apacigua, se simplifica, se reorienta hacia Dios. ¿Qué es un corazón puro sino un corazón enteramente vuelto a Dios, en la confianza, el deseo de amarle verdaderamente y hacer en todo su voluntad?

2. Las disposiciones que hacen fecunda la vida de oración Abordemos ahora la cuestión del discernimiento de la autenticidad de nuestra vida de oración desde otro punto de vista; no el de los frutos, sino el del modo de hacer la oración.

Una primera cosa que quiero afirmar (que deriva de lo que diré luego, pero que conviene anteponer) es que la principal cualidad de la oración debe ser la fidelidad. Jesús no nos pide rezar bien, nos pide rezar sin cesar.

La fidelidad —bien entendida, es decir, no como simple rutina, sino animada por un deseo sincero de encontrarse con Dios, de agradarle y amarle— hará el resto. La principal lucha en la vida de oración es la perseverancia. Como señala Teresa de Jesús, el demonio pone todo su empeño en desviar a la almas de esta fidelidad, usando todos los pretextos posibles e imaginables: eso no sirve para nada, tú no eres digno de orar, pierdes el tiempo, lo harás mañana mejor que hoy, hay otro asunto urgente que no puedes evitar, es una pena que te pierdas eso que dan en la tele, qué van a pensar de ti, etc. La santa explica que es lógico que el demonio nos ataque fuertemente en este asunto, pues un alma que es fiel a la oración, está ciertamente perdida para él. Sin duda caerá aún muchas veces, pero después de cada caída tendrá la gracia de levantarse más arriba de donde estaba. «¡Qué ceguedad tan grande, y qué bien acierta el demonio para su propósito en cargar aquí la mano! Sabe el traidor que el alma que tenga con perseverancia oración la tiene perdida y que todas las caídas que la hace dar la ayudan, por la bondad de Dios, a dar después mayor salto en lo que es su servicio; algo le va en ello»[15]. La santa nos invita a perseverar cueste lo que cueste: «…venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabaje lo que se trabajare […] siquiera me muera en el camino u no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo»[16].

3. Una oración animada por la fe, la esperanza y el amor La idea que vamos a desarrollar ahora es sencilla, pero muy importante, y puede proporcionarnos valiosos puntos de referencia para nuestro camino, en particular para hacer frente a las dificultades que se pueden encontrar en la vida de oración: nuestra oración será buena y fecunda si se fundamenta en la fe, la esperanza y el amor. Debe apoyarse sobre las tres «virtudes teologales»[17], que destacan en la Escritura (en particular en la doctrina de san Pablo), porque en ellas reside el dinamismo fundamental de la vida cristiana[18].

Cuando decidimos hacer un rato de oración personal, podemos hacerlo de varias maneras: meditar un texto de la Escritura, recitar lentamente un salmo, dialogar libremente con el Señor, dejar que nuestro corazón cante, rezar el rosario o utilizar otra forma de oración repetitiva, quedarnos ante el Señor sin decir nada en una actitud de simple disponibilidad o adoración, etc. Volveremos más adelante sobre estas diferentes posibilidades, que somos muy libres de utilizar según nos convenga.

Lo esencial, sin embargo, no es emplear tal o cual método, sino verificar cuáles son las disposiciones profundas de nuestro corazón cuando oramos. Son estas disposiciones íntimas, y no una técnica o una fórmula particular, las que garantizan la fecundidad de la vida de oración.

Lo que importa a fin de cuentas es que, cuando nos ponemos a orar, cuando utilizamos uno u otro procedimiento, todo se apoye en disposiciones interiores de fe, esperanza y amor.

Vamos pues a repasar ahora cada una de estas tres virtudes teologales, su importancia y cómo intervienen en la oración.

4. La puerta de la fe

La oración es esencialmente un acto de fe. Es incluso el primer modo y el más natural de expresar nuestra fe. A una persona que diga: «Yo creo, pero no rezo», se le podría con razón preguntar: ¿En qué Dios crees tú? Si el Dios en quien tú crees es el Dios de la Biblia, el Dios vivo, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios con quien Jesús pasaba sus noches de oración llamándole «Abbá», ¿cómo es posible que no tengas el menor deseo de dirigirte a Él?

La fe se expresa, se renueva, se purifica, se refuerza al ejercerla en la oración.

Aunque no nos demos cuenta (como Monsieur Jourdan, el de Molière, que escribía en prosa sin saberlo), en cuanto nos ponemos a orar estamos haciendo un acto de fe: creer que Dios existe, que vale la pena dirigirle la palabra, escucharle, que nos ama, que es bueno dedicarle una parte de nuestro tiempo… En toda oración hay un acto de fe implícito, pero fundamental.

Nos puede animar mucho comprender que es este acto de fe lo que nos une a Dios.

«Cuanto más fe el alma tiene, más unida está con Dios», dice san Juan de la Cruz[19].

Lo que nos une a Dios no es la sensibilidad, ni la inteligencia, sino la fe. Expliquemos esto.

5. ¿Cuál es la función de la sensibilidad en la vida de oración?

La sensibilidad humana es una facultad muy valiosa, no la vamos a descalificar. El poder sentir, emocionarse, vibrar interiormente es esencial a la condición humana. Diría incluso que en la vida espiritual es absolutamente indispensable que tengan su parte la 27

sensibilidad y la afectividad. Si nunca he gustado sensiblemente la presencia y la ternura de Dios, será para mí un extraño, lejano y abstracto, una pura idea. Con frecuencia en la vida reciente de la Iglesia, los fieles han sufrido la ausencia de sensibilidad. El salmo nos dirige esta invitación: «Gustad y ved qué bueno es el Señor» (Ps 34, 9). Es legítimo pedir gracias sensibles, para poder gustar con nuestro cuerpo, nuestros sentidos, nuestra emotividad, algo del misterio de Dios, de las verdades de la fe. De otro modo no acabaremos de entenderlas y hacerlas entrar verdaderamente en nuestra vida de una manera dinámica. Todos los métodos de oración y de meditación que ponen en juego los sentidos y reclaman la capacidad de la persona humana de emocionarse son perfectamente legítimos. A veces pienso que muchas iglesias se han vaciado en Occidente en parte por demasiadas celebraciones frías y verbosas, incapaces de despertar otra emoción que el aburrimiento… Hay que poner empeño para que en la vida de la Iglesia, en la liturgia en particular, la belleza y el fervor sensible puedan manifestarse y tocar los corazones.

Dicho esto, es preciso también reconocer los límites de la sensibilidad. Es indispensable «gustar Dios», pero lo que gustamos de Dios no es Dios. Dios es infinitamente más grande, está infinitamente más allá de cuanto la sensibilidad puede captar. Y la búsqueda de lo sensible puede convertirse en un fin en sí mismo. Puede llevarnos a la gula, al apegamiento, a la falta de libertad. La sensibilidad necesita purificarse. En la oración, se trata de encontrar a Dios y no solamente los sentimientos que nos suscita la presencia de Dios. Es preciso aceptar por tanto que a veces nuestra sensibilidad se encuentre vacía, árida y seca. Y acordarnos en esos momentos de que lo que importa no es lo que sintamos, sino lo que creemos. El acto de fe va mucho más allá de la conmoción emotiva, y nos hace encontrar verdaderamente a Dios, incluso cuando la sensibilidad se encuentra en el vacío más completo, cuando nuestro corazón nos parece seco como las dunas del Sáhara, sin el menor gusto de fervor sensible.

Añado una observación que recupera lo que he dicho más arriba sobre la oración como camino de libertad. Ser fiel a la oración a pesar de las arideces, ejercitar la fe en la oración, hace que entremos progresivamente en una libertad respecto a la sensibilidad.

Somos capaces de poner plenamente en juego nuestra sensibilidad y nuestra afectividad, e incluso dejar que se despierten facultades inéditas en este campo, hacer que vibre nuestro corazón con emociones nuevas (las «cuerdas musicales que estaban hasta ahora en el olvido», según la expresión de Teresa del Niño Jesús[20]), sin quedar sin embargo presos de ellas. Nuestra cultura moderna empuja a las personas a dejarse gobernar únicamente por la sensibilidad, y eso conduce a muchas formas de inmadurez, es decir, de esclavitud. Cuando la relación con otro, por ejemplo, no se fundamenta más que en el placer que nos procura, se está en el infantilismo puro y simple. La verdadera libertad consiste en amar al otro, me complazca o no; la fidelidad cueste lo que cueste a la oración supone una valiosa educación en este aspecto.

6. Función y límites de la inteligencia

Una reflexión análoga puede hacerse respecto de la inteligencia. Tiene una función básica en la vida humana y espiritual; la fe no puede prescindir de la razón. Lo que creemos debemos comprenderlo en la medida de lo posible mediante la inteligencia, pues es preciso que la inteligencia pueda apropiarse del contenido de la fe. Ese es el cometido de la teología. Cuanto más comprendamos lo que creemos, más será para nosotros la fe una luz y una fuerza. Digamos también que en nuestra vida de oración recibiremos con frecuencia luces que iluminarán nuestra inteligencia, en muchos aspectos: comprensión de algunos rasgos del misterio de Dios, percepción más viva de la persona de Cristo, del sentido del destino humano… Tendremos a veces luces muy bellas y valiosas para comprender el sentido de cierto texto de la Escritura. Además de estas luces de orden general sobre el contenido de la fe, la inteligencia recibirá también iluminaciones más particulares sobre nuestra existencia concreta: qué decisión tomar, cómo gobernar nuestra vida en tal circunstancia, qué consejo dar a tal persona que nos lo ha pedido, etc.

Cada vez que nuestra inteligencia es así iluminada, es un don precioso, y es necesario poner todo de nuestra parte para vivir la fe de manera inteligente, y poner en movimiento nuestras facultades de reflexión, de comprensión, de análisis… Las luces que iluminan la inteligencia han de pedirse y buscarse, no se puede prescindir de ellas. La pereza intelectual y la vitalidad espiritual no hacen buena pareja.

Dicho esto, hay que reconocer que la inteligencia tiene también sus límites. Es bueno intentar comprender las verdades que se refieren a Dios, pero también conviene recordar que todo lo que comprendemos de Dios no es Dios… Porque Dios está infinitamente más allá de todo lo que nuestra inteligencia puede percibir o representarse de Él. Ningún concepto sobre Dios se corresponde verdaderamente con lo que es Dios.

«¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Qué incomprensibles son sus juicios y qué inescrutables sus caminos! »[21].

La inteligencia puede acercarnos a Dios, pero no nos permite llegar a lo que verdaderamente es Dios en sí mismo. Solo la fe puede hacerlo. En algunos momentos de la vida cristiana, la inteligencia no puede hacer otra cosa que callarse y confesar su impotencia. El mayor teólogo de la historia de la Iglesia, santo Tomás de Aquino, reconoció al fin de su vida que todo lo que había escrito no era más que paja.

Es pues normal, e incluso necesario, que en nuestro camino cristiano, en la vida de oración en particular, la inteligencia se encuentre a veces en una cierta oscuridad. A propósito de cuestiones relativas a la fe, al misterio de Dios, o respecto al sentido que pueda tener tal o cual acontecimiento de la vida del mundo o de nuestra vida personal, sucede a veces que nuestra inteligencia se encuentra completamente perdida. Son momentos difíciles, pues no comprender suscita siempre una dolorosa frustración. Pero es inevitable. Nos puede ayudar entonces recordar que no es la inteligencia lo que nos da acceso a Dios, es la fe, y que ella debe bastarnos, aunque la inteligencia agonice. Estas fases de tinieblas en la inteligencia son necesarias para purificarla y afinarla. En efecto, en el ejercicio de la inteligencia, en el deseo de comprender, se mezclan a menudo muchas cosas de las que necesitamos librarnos: la curiosidad, mucho orgullo, pretensiones, voluntad de poder (saber es dominar), así como una búsqueda humana de seguridad (comprender es manejar, controlar…).

Para saberlo todo, tenemos que pasar por un no saber… No hay verdadero crecimiento humano y espiritual sin pasar por momentos en que la inteligencia sea dolorosamente humillada.

Sabemos también que el pensamiento, la reflexión, pueden acercarnos a Dios, ser un camino hacia Él, pero no pueden darnos a Dios mismo. Eso no es posible con Dios, no se puede «pensar» a Dios, convertirle en un objeto más de nuestro pensar. Es la fe, el amor, la adoración lo que nos pone en contacto con Dios. A veces la vida espiritual se ha intelectualizado en exceso en Occidente.

De lo que acabamos de decir una cosa queda clara: la sensibilidad y la inteligencia son facultades preciosas y útiles, pero no pueden convertirse en el fundamento de nuestra relación con Dios y de nuestra vida de oración. El único fundamento debe ser la fe. Cuando la sensibilidad está embotada o la inteligencia ciega, la fe debe bastarnos para ir adelante. La fe es libre. Sabe alimentarse de lo que percibe la sensibilidad e ilumina la inteligencia, pero sabe también prescindir de ellas.

Estas consideraciones tienen una consecuencia práctica, a fin de cuentas muy consoladora. Hay momentos en nuestra vida de oración en que nos vemos bastante pobres. Pese a nuestra buena voluntad y nuestros esfuerzos, seguimos áridos, fríos, no sentimos nada, no entendemos nada, no tenemos ninguna luz… Lo que tenemos entonces es la tendencia a desanimarnos, a pensar que debemos estar bien lejos de Dios.

Envidiamos a los que experimentan delicadas emociones y profundos pensamientos, y nos sentimos una «nulidad» completa comparándonos con lo que nos cuentan las vidas de santos sobre su fervor y sus gracias místicas. Nos creemos muy alejados de Dios, porque no tenemos ni fervor sensible ni ninguna luz sobre Él.

Si eso llega, querido lector, es necesario entonces que recuerdes lo que he dicho: poco importa lo que sientas o no, lo que entiendas o no. Si la sensibilidad o la inteligencia no te dan a Dios, la fe te lo dará. Basta que hagas un acto de fe, humilde y sincera, para que ya estés en contacto con Dios de manera absolutamente cierta. La fe, y solo ella, establece el contacto real con la presencia viva de Dios. Cuando todo lo demás falta, la fe basta. Si avanzamos valientemente en esa dirección. acabaremos por comprobar lo cierto que es, y cómo nos es dado verdaderamente lo que recibimos por un acto de fe.

«Grande es tu fe. Que sea como tú quieres», no deja de decir Jesús en el Evangelio.

Una observación importante: en ese paso necesario por las pruebas, no se trata de anular o suprimir la función de la sensibilidad o de la inteligencia en la vida de fe, sino de darles su justo lugar. Las facultades humanas conocen momentos de «crisis» dolorosas en el itinerario espiritual, no para ser destruidas, sino para ser purificadas, afinadas, y que su ejercicio no vuelva a ser un obstáculo para la unión con Dios. Deben pasar por las tinieblas para acostumbrarse a una nueva y más profunda percepción de Dios y de su sabiduría. Ser empobrecidas para ser enriquecidas.

7. Tocar a Dios

Se podría proponer una analogía interesante entre el papel de la fe en la vida espiritual y el del tacto en la vida sensible. De nuestros cinco sentidos, el tacto es el primero que se desarrolla, ya en el seno materno, y está en el origen de todos los demás.

No tiene la riqueza de alguno de los otros, como la vista (con toda la diversidad de imágenes, colores, que se pueden contemplar) o el oído (variedad de sonidos, timbres, melodías…). El tacto es primordial, y esencial para la vida y la comunicación. Y sobre todo posee una ventaja que no tienen los demás sentidos: la reciprocidad. En efecto, no se puede tocar un objeto sin ser tocado por él al mismo tiempo. Mientras que se puede ver sin ser visto, u oír sin ser oído. El contacto que crea el tacto es más íntimo e inmediato que el de los demás sentidos. Es el sentido de la comunión por excelencia.

De manera análoga, la fe se caracteriza por una cierta pobreza (creer no es por fuerza ver, ni entender, ni sentir), pero es lo más vital que hay en la vida espiritual. Por la fe, podemos —de manera misteriosa pero real— «tocar a Dios» y dejarnos tocar por Él, entrar en comunión íntima con Él y dejarnos transformar poco a poco por su gracia.

La fe practicada en la oración nos da un conocimiento de Dios que sigue siendo oscuro, misterioso, que sobrepasa todo entendimiento. La fe no satisface todas nuestras curiosidades humanas. Da sentido ciertamente a todo lo que vivimos, pero no responde a todas nuestras preguntas. Sin embargo, de modo paradójico, el conocimiento que nos procura de Dios es más capaz de abrasarnos en amor que un conocimiento claro y distinto desde el punto de vista de la inteligencia. Juan de la Cruz utiliza esta bella expresión: «en la fe amamos a Dios sin entenderle»[22].

8. La fe que abre todas las puertas

Hay algo maravilloso en la fe, y no advertimos suficientemente su importancia y su fuerza. Es una realidad humilde, con frecuencia escondida, una secreta disposición del corazón y de la voluntad, una simple adhesión a la palabra y a las promesas de Dios, en actitud de sumisión y confianza. Sin embargo, es este acto humilde, y solo él, el que nos da poco a poco acceso a toda la riqueza del misterio de Dios. Se comprende que Jesús insista tanto en el Evangelio sobre la importancia y la fuerza de la fe. Todas nuestras limitaciones en la vida interior derivan, de un modo u otro, de nuestra falta de fe, y no hay nada más urgente ni más fecundo que crecer en la fe.

Para concluir este asunto, traigo aquí un bello texto de Luis María Grignion de Montfort. En su Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, propone la consagración a María como camino eficaz de santidad, basándose en la siguiente intuición: si nos entregamos enteramente a María, ella se nos entregará a su vez completamente[23], y nos hará compartir las gracias que ella ha recibido del Todopoderoso, en particular su fe. Ya sabemos cuánto ha valorado esta fe de María el Concilio Vaticano II. He aquí cómo describe nuestro santo esta fe que compartiremos gracias a la maternidad de la Virgen respecto a nosotros, y que compara a una misteriosa llave que abre todas las puertas:

La santa Virgen os dará compartir su fe, que ha sido más grande en la tierra que la fe de todos los patriarcas, profetas, apóstoles y todos los santos… una fe pura, que hará que no os ocupéis apenas de lo sensible y lo extraordinario; una fe viva y animada por la caridad, que conseguirá que no actuéis sino por puro amor; una fe firme e inconmovible como una roca, que os hará firmes y constantes en medio de las tempestades y tormentas; una fe operativa y penetrante que, como una misteriosa llave maestra, os dará entrada en los misterios de Jesucristo, en el fin último del hombre y en el corazón mismo de Dios; una fe valiente, que os hará emprender y conseguir grandes cosas por Dios y la salvación de las almas, sin vacilar; una fe, en fin, que será vuestra antorcha encendida, vuestra vida divina, vuestro tesoro escondido de la divina Sabiduría, y vuestra arma todopoderosa de la que os serviréis para iluminar a quienes están en las tinieblas y en la sombra de la muerte, para encender a los que están tibios y necesitan el oro ardiente de la caridad, para dar la vida a los que han muerto por el pecado, para tocar y convertir, por vuestras palabras dulces y poderosas, los corazones de mármol y los cedros del Líbano y, en fin, para resistir al diablo y a todos los enemigos de la salvación[24].

9. Oración y Esperanza

Después de tratar de la fe como fundamento de la oración, pasemos ahora al papel también esencial de la esperanza.

Orar es un acto de esperanza: es reconocer que tenemos necesidad de Dios, que no podemos salir adelante solos ante los desafíos de la vida, que contamos con Dios más que con nuestros propios recursos y talentos, y esperamos de Él confiadamente lo que necesitamos. En la oración se manifiesta la esperanza, se hace más honda y se robustece.

Vamos a desarrollar esta idea. Eso nos conducirá a tratar de la humildad y de la pobreza de espíritu, que no se pueden disociar de la virtud de la esperanza.

En el fondo, el acto de esperanza consiste en esta actitud: me considero pequeño y pobre ante Dios, pongo en Él mi esperanza, y por tanto lo espero todo de Él con plena confianza. Mi pobreza no es entonces un problema, sino una oportunidad.

La vida espiritual nos conduce necesariamente a una experiencia de pobreza, a veces muy dolorosa, pero que no debemos temer, pues se revela al fin muy beneficiosa.

Partamos de lo vivido. Cuando decido dedicar a la oración personal silenciosa media hora o una hora, en mi habitación o en una iglesia, paso a veces un rato muy bello y dulce, disfruto de una felicidad, una alegría y una paz más preciosas que todo lo que el mundo me puede ofrecer. Pero no siempre suceden así las cosas. Ese tiempo de oración puede ser un tiempo difícil. Por el hecho de estar solo, en silencio, fuera de mis ocupaciones habituales, me encuentro a veces enfrentado a todo lo que no va bien en mi vida. Suben a la superficie mis miserias, mis caídas y errores, mi dificultad para el recogimiento, mis remordimientos por el pasado, mis inquietudes ante el porvenir… La lista podría ser larga. Lejos de vivir el rato de oración como algo positivo, lo vivo más bien como una confrontación dolorosa con todo lo que me parece negativo en mi existencia. Eso podría conducir al desánimo, a la tentación de abandonar la oración para dedicarnos a ocupaciones más gratificantes o diversiones más agradables. De hecho, hay que reconocer que mucha gente renuncia a la oración, huyen de la soledad y el silencio, porque temen este inevitable encuentro consigo mismos que parece obligado en la oración.

Esta experiencia no debe darnos miedo, es normal, e incluso absolutamente necesaria. Jesús dijo un día a san Luis rey de Francia: «¡Tú querrías orar como un santo, y yo te invito a orar como un pobre!».

La oración nos pone inexorablemente ante lo que en verdad somos. Toda persona tiene su lado sombrío, esa parte de sí mismo que le pesa a veces, que le da vergüenza, y es fuente de inquietud y sentimientos de culpa: limitaciones humanas, fragilidad psicológica, heridas afectivas, complicidades con el mal, impotencias, caídas de diversa naturaleza… La oración nos hace entrar cada vez más profundamente en la luz de Dios, y esta, como el rayo de sol que atraviesa una habitación oscura y revela la menor partícula de polvo en suspensión en el aire, pone en evidencia nuestras imperfecciones y nuestro pecado.

Evidentemente no solo la oración nos hace experimentar nuestra miseria, es toda la vida y sus situaciones difíciles las que ponen de relieve nuestras limitaciones, fragilidades, heridas y pecados. Pero la oración intensifica la conciencia de todo eso, y nos obliga a afrontarlo sin escapatoria posible.

¿Qué hacer entonces? Sobre todo, no asustarse. «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos; no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores», ha dicho Jesús (Mc 2, 17).

La puerta de nuestra salvación reside en una doble actitud: la humildad y la esperanza. Se trata de consentir plenamente en lo que somos, aceptar la revelación cruel de nuestras limitaciones y nuestras faltas, aprovechar para aprender a poner solo en Dios toda nuestra confianza y nuestra esperanza, y nunca más en nuestras cualidades y buenas acciones.

«Todo el que se ensalza será humillado, y todo el que se humilla será ensalzado»

(Lc 18, 14). Con estas palabras el Evangelio nos invita a reconocer y aceptar plenamente nuestra miseria, por profunda e inquietante que sea, y arrojarnos en los brazos de Dios con una confianza ciega en su misericordia y su poder. Debemos aceptarnos como radicalmente pobres, y transformar esa pobreza en grito, en espera, en esperanza invencible. Dios vendrá entonces en nuestro socorro. «Cuando el pobre invoca, el Señor le escucha, y lo salva de todas sus angustias» (Ps 34, 7). «Pues no desprecia ni desdeña la miseria del mísero, ni le oculta el rostro; cuando a Él clama, le escucha» (Ps 22, 25).

La única oración que Dios escucha es la del pobre. No la del fariseo, satisfecho de sí mismo y de sus buenas acciones, que agradece a Dios ser mejor que los demás, sino la del publicano que se queda a distancia y se golpea el pecho diciendo: «¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador!» (Lc 18, 13). La oración que sube al cielo, toca el corazón de Dios, atrae su gracia; es la que brota de lo hondo de nuestra miseria y nuestro pecado. « Desde lo más profundo, te invoco, Señor. Señor, escucha mi clamor» (Ps 130, 1).

10. El poder de la humildad

La experiencia dolorosa de nuestra pobreza radical debe impulsarnos a la humildad y a la esperanza, que son en el fondo indisociables. La humildad nos lleva a reconocer que todo lo que somos y tenemos es un don totalmente gratuito del amor de Dios, que no podemos atribuirnos absolutamente nada: «¿Qué tienes que no hayas recibido?», dice san Pablo (1Co 4, 7). Es también aceptar tranquilamente nuestras limitaciones y fragilidades. «Amar tu pequeñez y tu pobreza», según la expresión de Teresa de Lisieux[25].

Es vital para nosotros comprender la fuerza inusitada de la humildad y de la esperanza. Dice san Pablo: «La esperanza no defrauda» (Ro 5, 5). San Juan de la Cruz afirma que «el alma tanto alcanza de Él cuanto ella de Él espera»[26]. Son las palabras más consoladoras que puede haber: por la esperanza podemos de manera cierta obtenerlo todo de Dios. Consiste, en la pobreza radical, en esperarlo todo de Dios con plena confianza. Él nos dará, no según nuestras virtudes, cualidades, méritos o buenas obras sino según nuestra esperanza. Lo mismo puede decirse de la humildad: «Dios resiste a los soberbios, y a los humildes da la gracia» (1P 5, 5). «El Señor engalana a los humildes con la salvación» (Ps 149, 4). La humildad tiene un poder absoluto sobre el corazón de Dios, atrae toda la plenitud de su gracia. Unida a la esperanza, «obliga», por así decir, a Dios a descender para ocuparse de nosotros.

Si comprendiéramos de verdad la fuerza que tiene la humildad, consideraríamos el mayor tesoro todo lo que nos obliga a ser humildes: nuestras miserias, nuestras incapacidades, nuestras caídas. «Cuanto más afligida está el alma, despojada y profundamente humillada, más conquista, con la pureza, la aptitud para las alturas. La elevación de la que llega a ser capaz se mide por la profundidad del abismo en que tiene sus raíces y cimientos», dice Ángela de Foligno[27]. Si queremos subir muy alto, tenemos antes que descender muy bajo. Teresa de Jesús se expresa así: «Tengo por mayor merced del Señor un día de propio y humilde conocimiento, aunque nos haya costado muchas aflicciones y trabajos, que muchos de oración»[28]. Y en otro lugar dice también: «Lo que yo he entendido es que todo este cimiento de la oración va fundado en la humildad, y que mientras más se abaja un alma en la oración, más la sube Dios»[29].

He leído recientemente unos textos de una monja francesa del siglo XVII, Catherine de Bar, que a lo largo de su vida fundó diez monasterios de Benedictinas del Santísimo Sacramento. Habla de manera muy bella de este poder de la humildad para atraer la gracia de Dios:

Nosotros no sabemos, o no queremos saber el secreto para encantar el corazón de Dios.

Abájate y despréciate a ti mismo[30], no de palabra sino en el fondo y de verdad. Si haces lo que te digo, todo el cielo vendrá a tu interior, y abundarás de tantas gracias que tendrás suficiente para convertir al mundo entero. Nadie puede conocer ni gustar de Dios más que «humildemente»[31].

Siempre se quiere ser algo, si no es entre las criaturas, es en Dios, y no hay nada más raro que 34 encontrar a una persona que se contente con no ser nada en todo para que Dios sea todo en ella. Todo es en Dios, y Dios es para sí mismo. Esta es mi distinción y mi único gozo que nada puede quitarme, ni siquiera mis imperfecciones y pecados. No esperes nada de ti, pero espéralo todo de Nuestro Señor Jesucristo[32].

La pequeña Teresa de Lisieux expresa también cuánto atrae la humildad la gracia divina:

Ah, permanezcamos bien lejos de todo lo que brilla, amemos nuestra pequeñez, amemos no sentir nada, entonces seremos pobres de espíritu y Jesús vendrá a buscarnos; por muy lejos que estemos, nos transformará en llamas de amor…[33]

Es nuestra falta de humildad, y solo ella, lo que impide que Dios nos llene todo lo que querría y podría, pues esa falta nos hace considerar como algo propio lo que es un regalo gratuito de su misericordia:

Dios no quiere otra cosa que llenarnos de sí mismo y de sus gracias, pero nos ve tan llenos de orgullo y de nuestra propia estima, y eso es lo que impide que se nos comunique. Pues si un alma no está asentada en la verdadera humildad y desprecio de sí misma, es incapaz de recibir los dones de Dios. Su amor propio los devoraría, y Dios se ve obligado a dejarla en sus miserias, en sus tinieblas y esterilidades para convencerla de su nada, pues tan necesaria es esta disposición de humildad[34].

La humildad no se impone, no puede ser más que el fruto de una confrontación dolorosa con nuestras limitaciones y nuestra debilidad, el fruto de un desprendimiento de todas las pretensiones humanas, de todas las reivindicaciones del «ego». «La humildad no consiste en tener pensamientos humildes, sino en llevar el peso de la verdad, que es el abismo de nuestra extremada miseria, cuando place a Dios hacérnosla sentir»[35].

Estas palabras tienen un tono austero, pero esconden un misterio muy dulce. Una de las experiencias más extrañas y más preciosas de la vida espiritual es esta: en los momentos en que nos parece estar aplastados por nuestra miseria, y la reconocemos y aceptamos plenamente, cuando consentimos en «vivir nuestra nada», si se puede hablar así, y no salir nunca de ella (porque esa es la verdad…), Dios entonces nos visita con una consolación muy tierna, y sentimos claramente que todas las riquezas de su amor y su misericordia nos pertenecen. Nuestra pobreza nos hace inmensamente ricos.

«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos» (Mt 5, 3). Teresa de Lisieux dice que «no hay alegría comparable a la que disfruta el verdadero pobre de espíritu»[36].

Para concluir este punto, veamos las hermosas palabras de un cartujo (en un artículo a propósito de la oración del corazón), sobre el sentido profundo y positivo de esta experiencia de pobreza y debilidad inherente a la vida espiritual. Esa experiencia es el fundamento del verdadero amor.

Incluso en el orden natural, todo amor auténtico es una victoria de la debilidad. Amar no consiste en dominar, en poseer, en imponerse a quien se ama. Amar quiere decir que se acoge sin defensa al otro que viene a nosotros; en contrapartida, se tiene la certeza de ser plenamente 35 acogido sin ser juzgado, ni condenado, ni comparado. No hay ninguna prueba de fuerza entre dos seres que se aman. Hay una especie de entendimiento mutuo interior, gracias al cual no se puede temer ningún peligro que venga del otro.

Esta experiencia, aunque sea siempre imperfecta, es ya bien convincente. Sin embargo, no es más que un reflejo de la realidad divina. A partir del momento en que empezamos a creer de verdad en la ternura infinita del Padre, nos sentimos de algún modo obligados a rebajarnos cada vez más en una aceptación positiva y gozosa de no-tener, no-saber, no-poder. No hay en eso ninguna auto humillación malsana. Entramos sencillamente en el mundo del amor y de la confianza[37].

11. Profundizar en uno mismo

Para expresar de otro modo cuanto acabo de decir, y dar a entender lo que se vive si se persevera en la oración, como sufrimiento y felicidad al mismo tiempo, voy a utilizar una imagen.

Quien persevera día tras día en la oración es como un hombre que ha comprado una vieja casa en el campo, y en el huerto de esta casa hay un pozo. Ese pozo no se ha utilizado quizá desde hace cien años y está cegado. El hombre considera que sería bueno volver a ponerlo en servicio. Y se pone entonces a cavar. Al principio no es cosa agradable: encuentra hojas muertas, piedras, barro, toda suerte de detritus, algunos bastante repugnantes. Pero si no se cansa y continua con su penoso trabajo, acaba por aflorar agua limpia y pura en el fondo del pozo, fresca y saludable.

Eso mismo nos pasa a nosotros: la fidelidad a la oración nos obliga a una penosa confrontación con lo que hay en nuestro corazón. Encontramos allí cosas bien pesadas, agobiantes y sucias. Pero llega un día en que, más profundamente que nuestras heridas psíquicas, más que nuestros pecados y manchas, alcanzamos una fuente hermosa y pura, la presencia de Dios en el fondo de nuestro corazón, a partir de la cual toda nuestra persona puede purificarse y renovarse. «De las entrañas de quien cree en mí brotarán ríos de agua viva» (Jn 7, 38). El hombre no se purifica desde el exterior, sino desde dentro. No tanto por un esfuerzo moral como descubriendo en su interior una Presencia y dándole libre curso.

Mediante la fidelidad a la oración, encontramos en nosotros un espacio de pureza, de paz, de libertad, la presencia de Dios más íntima a nosotros que nosotros mismos. El centro del alma es Dios, dice Juan de la Cruz. Aprendemos poco a poco a vivir a partir de ese centro, y ya no a partir de nuestra periferia psíquica herida: miedos, amarguras, agresividades, concupiscencias…

La interiorización que es fruto de la oración es mucho más que un asunto de simple recogimiento, es descubrir y unirnos a una Presencia íntima que se convierte en nuestra vida y en la fuente de todos nuestros pensamientos y acciones. Hablaremos de eso más adelante.

12. La oración como acto de amor

Después de haber tratado de la oración como acto de fe y como acto de esperanza, abordaremos ahora la tercera «virtud teologal», que es también un fundamento de la vida de oración: el amor.

La oración es uno de los lugares privilegiados donde se ejerce el amor, pues allí se hace más hondo y se purifica. Es una maravillosa y eficaz escuela de amor. Es una escuela de paciencia, de fidelidad, de humildad, de confianza, actitudes que son las expresiones más auténticas del verdadero amor. Es una escuela de amor de Dios, de amor al prójimo y también (cosa que no carece de importancia) de caridad con uno mismo.

Si nos preguntamos por el lugar que ocupa el amor en la vida de oración, se puede afirmar que el amor es el fin de la oración, pero que es también, junto con la fe y la esperanza, el principal medio. Esto puede parecer paradójico, pero así ocurre con muchos aspectos del dinamismo propio de la vida espiritual. Los movimientos del alma son circulares, dice el Pseudo Dionisio, un padre griego del siglo VI.

Santa Teresa de Jesús insiste sobre este punto en sus enseñanzas sobre la oración: no se trata de pensar mucho, sino de amar mucho. Gracias a Dios, dice ella, pues todas las almas no están dotadas para imaginar, pero todas lo están para amar.

La oración es un acto de amor de Dios. Orar es acoger con confianza el amor de Dios. Orar no es hacer algo por Dios, sino recibir su amor, dejarse amar por Él. Nos cuesta vivir eso, pues no creemos lo bastante en ese amor, nos sentimos con frecuencia indignos de este amor, y estamos más centrados en nosotros mismos que en Él. En nuestro sutil orgullo, podemos tratar de hacer cosas buenas para Dios, en lugar de interesarnos ante todo en lo que Dios quiere hacer por nosotros, gratuitamente. Lo esencial es mantenernos en presencia de Dios, pequeños y pobres, pero abiertos y receptivos a su amor. Dar a Dios, por decirlo así, permiso para amarnos, en lugar de querer hacer algo por nuestra propia iniciativa. La actividad que más cuenta en la oración no es la nuestra, sino la de Dios. Se nos pide recibir, eso es todo. La definición que da Teresa de Jesús de la oración como «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama»[38] da prioridad al amor que Dios nos tiene, y no al que nosotros le tenemos. «El mérito no consiste en hacer o dar mucho, sino más bien en recibir, en amar mucho», dice santa Teresa de Lisieux[39].

En un pasaje de su autobiografía, nuestra santa carmelita, que tenía el defecto de dormirse con frecuencia en la oración (no por mala voluntad sino por debilidad de su juventud y su falta de sueño) dice: «Verdaderamente estoy lejos de ser una santa, solo esto ya es una prueba; en lugar de alegrarme de mi sequedad, debería atribuirla a mi poco fervor y fidelidad, debería estar desolada por dormirme (desde hace siete años) durante mis oraciones y acciones de gracias; pues bien, no estoy desolada… pienso que los niños pequeños gustan tanto a sus padres cuando duermen como cuando están despiertos»[40].

Con humor, este texto pone en evidencia que amar a Dios no consiste ante todo en 37 hacer cosas por Él (¿qué necesitaría?) sino en primer lugar en dejarse amar por Él, en creer en su amor por nosotros; eso es lo que más le agrada. Nada le gusta más que la confianza de los pequeñitos.

Es verdad, por supuesto, que la oración es también una respuesta por nuestra parte al amor que Dios nos da. Orar es darle nuestro tiempo, y el tiempo es la vida. Además, en la oración nos ofrecemos a Dios, le damos nuestro corazón y toda nuestra vida, para pertenecerle enteramente, nos mostramos disponibles a su voluntad, le expresamos nuestro amor, tomamos resoluciones en ese sentido…

La oración es también un acto de amor al prójimo. A veces de manera explícita y consciente, cuando pedimos por él. Pero incluso en una oración de adoración en que las necesidades del prójimo no ocupan nuestro pensamiento, vivimos un verdadero amor de caridad hacia él. En efecto, la oración nos apacigua, nos amansa, nos hace más humildes y misericordiosos, y las personas que Dios pone en nuestro camino se benefician de esto ciertamente. Diría además que el simple hecho de volvernos a Dios, de acercarnos a Él en la fe y el amor, hace que automáticamente, si se puede hablar así, todas las personas que llevamos en el corazón, e incluso las que, sin que lo sepamos, están ligadas a nosotros por los mil hilos invisibles pero reales de la «comunión de los santos», sean acercadas a Dios y beneficiarias de nuestra oración. Escuchemos lo que dice Teresa de Lisieux sobre este asunto:

Una mañana durante mi acción de gracias, Jesús me ha dado un medio sencillo de cumplir mi misión. Me ha hecho comprender estas palabras del Cantar de los cantares: «Atráeme, corramos tras el olor de tus perfumes» (Ct 1, 4). Oh, Jesús, ni siquiera es necesario decir:

«¡Atrayéndome, atrae a las almas que yo quiero!». Esa simple palabra: «Atráeme», basta. Señor, lo comprendo, cuando un alma se deja cautivar por el olor embriagador de tus perfumes, no podría correr sola, todas las almas que ella ama son atraídas tras ella; eso sucede sin violencia, sin esfuerzo, es una consecuencia natural de su atracción hacia ti[41].

Tenemos tendencia a considerar la oración como un «deber». No advertimos suficientemente que sobre todo es una oportunidad: la oración nos permite de manera segura alcanzar a toda persona en sus necesidades y sufrimiento. Es un gran consuelo: el mayor sufrimiento de la vida (los padres lo saben bien…) es no poder ayudar a quien se ama cuando es desgraciado. Humanamente estamos a veces completamente impotentes e inermes para socorrer a los que amamos. Gracias a Dios que tenemos entonces la oración. ¡Qué regalo de Dios!

La oración es, en fin, un acto de amor por nosotros mismos. Orar nos hace el mayor de los bienes. Nos procura el bien más esencial, Dios mismo, y todo lo que podemos encontrar en Él: confianza, paz, luz y fuerza, crecimiento… Como he señalado antes, la oración es también una escuela de reconciliación con uno mismo, de aceptación de la propia debilidad. Nos lleva poco a poco a descubrir nuestra verdadera identidad, la gracia de ser hijo de Dios. Hay una manera mala de amarse a sí mismo, hecha de egoísmo, de orgullo, de narcisismo, pero hay una buena y necesaria manera de amarse a sí mismo, de perseguir uno su propio bien, y la oración es una de las fuentes principales del justo amor a uno mismo.

Aunque se trate de un asunto fundamental, no voy a decir más sobre la oración como ejercicio de amor, y por tanto lugar de crecimiento en el amor de Dios, del prójimo y de sí mismo. Simplemente concluiré con la cita de una carta de sor María de la Trinidad a una de sus novicias, que pone bien en evidencia el primado que debe tener el amor sobre el pensamiento en la vida de oración. Conviene volver a decirlo, pues en Occidente estamos marcados por un cierto intelectualismo, que tiende a confundir la vida espiritual con la actividad del pensamiento. Me adelanto un poco así al próximo capítulo, que se refiere a los métodos de oración.

El todo es pues ir al Señor, y eso lo hacemos sobre todo mediante la oración, donde nos acercamos para estar con Quien habita en nosotros.

Pensando esta mañana en vos, me parecía que os convendría aplicaros sobre todo a una oración llena de amor, de modo que os ocupéis más de Nuestro Señor por el afecto de la voluntad que de meditar largamente. En efecto, nuestro espíritu es tan mudable que en el momento en que lo creéis centrado, he aquí que se escapa ¡Dios sabe adónde!… Nuestro amor es de otro modo: cuando se expresa, desea, busca, no mira más que lo que ama, y cuanto más mira lo que ama más se inflama y se centra, apartándose de todo lo demás. El espíritu para comprender cualquier asunto debe recurrir a muchas ideas, razonamientos, etc., pero el amor lo hace todo a la inversa y deja todo por aquello que ama, y cuando lo ha encontrado, queda como sumergido en ello, dándose y entregándose todo entero como en un solo acto.

Es necesario al comenzar la oración dar una luz a nuestro amor: misterio de la fe, promesa de Jesucristo, ejemplos y virtudes del Hijo, el muy amado del Padre; pero desde que el alma se siente pendiente de Dios, que se ocupe en amarle según lo que ella ve en Él, y el amor le descubrirá nuevos esplendores.

La oración debe referirse toda entera al amor que es toda su perfección, debe tener por efecto centrarnos en Dios, no sensiblemente, sino con la voluntad, y apartarnos de todo lo que le contrista en nosotros, y conducirnos a ser cada vez más fieles, con mayor amor cada vez, a su muy santa y muy amable voluntad[42].

13. Conclusión sobre las virtudes teologales en la oración Acabamos de ver cómo el ejercicio de la fe, la esperanza y el amor son la base de la vida de oración. Cuanto más firme sea la fe, más confiada la esperanza, más fuerte el deseo de amar, más nos unirá a Dios la oración y más fruto tendrá. No necesitamos nada más. Este ejercicio de la fe, la esperanza y el amor en la oración puede tener formas infinitamente variadas, ya hablaremos de eso. Pero estemos atentos a centrarnos bien en esas virtudes, y no apegarnos a cosas secundarias, a complicaciones inútiles. Aunque no sintamos nada especial, aunque la imaginación y la inteligencia estén vacías o un poco distraídas, desde el momento en que nos ponemos en presencia de Dios con estas disposiciones en el corazón, a veces reducidas a una sola y simple actitud de confianza amorosa, nuestra oración será fecunda. Dios se comunicará con nosotros en secreto, con 39

independencia de toda percepción sensible y de cualquier luz intelectual, y depositará tesoros en nuestro corazón, de los que poco a poco tomaremos conciencia. A veces la oración es muy árida y pobre. Sin embargo, porque somos fieles, Dios nos instruye secretamente, sin que lo advirtamos. Y, en el momento de la acción, cuando hay que decidir, de aconsejar a una persona, se nos da luz en ese instante. Teresa de Lisieux ha experimentado esto, según testimonia en este texto:

Jesús no necesita libros ni doctores para instruir a las almas; Él, el Doctor de los doctores, enseña sin ruido de palabras… Nunca le he oído hablar, pero siento que Él está en mí; en cada instante, Él me guía y me inspira lo que debo decir o hacer. Justo en el momento en que lo necesito, descubro luces que no había visto aún, y no es lo más frecuente que durante la oración sean estas luces más abundantes, es más bien en medio de las ocupaciones de mi jornada[43].

13 Prólogo, 6.

14 Matta el Maskin, L’expérience de Dieu dans la prière.

15 Libro de la Vida, Cap. 19, 5.

16 Camino de perfección, Cap. 35 (21), 2.

17 Teologal significa que tiene a Dios como objeto, o que nos une a Dios.

18 Ver por ejemplo 1Te 1, 3; 1Te 5, 8; 1Co 13, 13.

19 Subida del Monte Carmelo, Libro 2, Cap. 9, 1.

20 Utiliza esta expresión en un bello pasaje del manuscrito C, donde evoca la intensa alegría de haber recibido como «hermanito» (ella que no había tenido más que hermanas) a un misionero confiado a su oración.

Manuscrito C, 32.

21 Ro 11, 33.

22 Prólogo del Cántico Espiritual.

23 «María se da toda entera y de una manera inefable al que le da todo». Op. cit.

24 Idem.

25 Carta 197.

26 Noche oscura, cap. 21, 8.

27 El libro de la visiones e instrucciones, cap. 19.

28 Libro de las Fundaciones, cap. 5, 16.

29 Libro de la vida, cap. 22, 11.

30 Esta invitación a despreciarse debe ser bien entendida, sobre todo hoy cuando muchas personas, por razones psicológicas tienen tendencia a despreciarse, a infravalorarse, incluso a odiarse. Eso no tiene nada que ver con la humildad evangélica, que consiste por el contrario en aceptar ser pobre, en reconciliarse con la propia debilidad.

Despreciarse se debe entender aquí como: reconocer su pobreza radical, pero aceptándola tranquilamente, con una total confianza en Dios.

31 Catherine de Bar, Adorer et adhérer. Cerf, Paris 1994, p.112.

32 Id, p. 116.

33 Carta 197.

34 Catherine de Bar, op. cit. p. 113.

35 Id, p.111.

36 Manuscrito C, 16 vº.

37 Paroles de Chartreux. Cerf, Paris 1987, p. 99.

38 Libro de la vida, cap. 8, 5.

39 Carta 142 a su hermana Céline.

40 Manuscrito A, folio 75 vº.

41 Manuscrito C, folio 3 rº.

42 Christiane Sanson, Marie de la Trinité, de l’angoisse à la paix, Cerf, Paris 2005.

43 Manuscrito A, folio 83 vº.

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III. LA PRESENCIA DE DIOS

¡Señor Dios mío!, no eres tú extraño

a quien no se extraña contigo;

¿Cómo dicen que te ausentas tú?

 Juan de la Cruz[44]

Orar es acoger una presencia. Es por tanto útil reflexionar sobre los diferentes modos en que Dios se nos presenta. Lo hace, en efecto, de múltiples maneras: en la creación, en su Palabra transmitida por la Escritura, en el misterio de Cristo, en la Eucaristía, inhabitando en nuestro corazón… Estas diferentes modalidades de la presencia de Dios no son de la misma naturaleza. Es preciso distinguirlas y no se pueden poner todas en el mismo plano. Todas tienen sin embargo su importancia, y pueden orientar nuestro modo de orar. Vamos a interesarnos por ellas ahora.

Aclaremos una cosa. Allí donde Dios está presente, está al mismo tiempo oculto. Ya sea en la naturaleza, en la Eucaristía o en el fondo de nuestra alma, Dios está realmente presente, pero con una presencia que no es accesible por los medios habituales de la percepción humana. Ninguna observación, ningún psicoanálisis, ningún experimento científico, ningún microscopio o scanner puede detectar en ningún sitio la presencia divina. El único «instrumento», por decirlo así, que puede dar acceso a esta presencia, revelarla, es ese del que hemos hablado largamente en el capítulo anterior: «la fe empapada de amor», por retomar una expresión de sor María de la Trinidad.

Dios está íntimamente presente a toda realidad, nada desea tanto como revelarse, pero es un Dios escondido. «Verdaderamente Tú eres el Dios escondido, el Dios de Israel, el Salvador» (Is 45, 15). El único modo de hacerle salir de su escondite es la búsqueda amorosa. La fe y el amor le «descubren» allí donde todos los demás medios resultan ineficaces. A Dios no se le puede encontrar y poseer más que por la fe y el amor, pues no quiere unirse a nosotros de otro modo que en un encuentro de amor. Por su misma naturaleza, el amor no es objeto de prueba material o científica, es objeto de confianza. A veces nos gustaría que la presencia de Dios fuese más visible, más convincente, que se pudiese demostrar de manera irrefutable, de modo que los no creyentes quedasen confundidos, pero eso no es posible en esta tierra. No puede ser de otra manera, si no Dios dejaría de ser un Dios mendigo de nuestro amor y respetuoso de nuestra libertad. Dios no quiere que estemos atados a Él por otros lazos que los del amor.

Dios se nos revela, no a través de manifestaciones o pruebas contundentes, sino mediante signos discretos, indicios, llamadas, suscitando en nosotros una libre adhesión de fe. Nunca se nos dispensa de un acto de fe para captar la presencia divina.

Pero a partir del momento en que se abren los ojos de la fe, cuando sinceramente la ponemos en acto, toda la realidad de su presencia y la riqueza de su amor se hacen accesibles.

Sin pretender ser exhaustivo, quisiera ahora evocar algunos aspectos de la presencia de Dios, importantes para orientar nuestra vida de oración.

1. Presencia de Dios en la naturaleza

La primera palabra de Dios es su creación. Él expresa su bondad, su poder, su sabiduría a través del mundo que nos rodea. San Juan de la Cruz llevaba con frecuencia a sus novicios a hacer oración en la naturaleza. El padre Alexander Men decía (es una frase muy fuerte en boca de un ruso ortodoxo) que una hoja de árbol vale más que mil iconos. Sale directamente de la mano del creador, por así decir. El futuro san Juan de Cronstadt cuando era niño amaba mucho la naturaleza (también pertenecía a la iglesia ortodoxa rusa), se detenía a veces ante una flor y murmuraba: «¡He aquí a Dios!»[45].

No se trata evidentemente de caer en un panteísmo (Dios y su creación son bien distintos) ni en una sacralización de la naturaleza, sino de reconocer en ella una huella del amor divino. Es conmovedor ver lo mucho que se han maravillado los santos ante la belleza del mundo, y cómo han percibido el amor y la sabiduría de Dios en las cosas creadas. Conocemos el Cántico de las criaturas del hermano Francisco y los poemas místicos de san Juan de la Cruz, quienes, contemplando la naturaleza, ven en ella rasgos de la belleza divina.

¡Oh bosques y espesuras

plantadas por la mano del Amado!

¡Oh prado de verduras

de flores esmaltado!

¡Decid si por vosotros ha pasado!

 

Mil gracias derramando

pasó por estos sotos con presura

y yéndolos mirando

con sola su figura

vestidos los dejó de hermosura[46].

 

El hombre contemporáneo está con frecuencia lejos de la naturaleza, el mundo en que vive se reduce a un universo de asfalto, hormigón y pantallas de todas clases.

Permanece prisionero de un mundo fabricado, virtual, proyección de sus fantasías, en lugar de estar en contacto con la creación. A veces está apartado de Dios (y de sí mismo) a causa de eso.

El salmo 19 nos dice: «Los cielos pregonan la gloria de Dios». Desde los tiempos bíblicos, los creyentes han contemplado siempre en la belleza de la creación un reflejo de la gloria de Dios. El racionalismo moderno nos ha hecho un tanto incapaces de eso; y es una pena, porque con el desarrollo de los conocimientos científicos tenemos mil veces más razones que el hombre de la Biblia o el de la Edad media para maravillarnos ante la sabiduría y el poder de Dios. Las imágenes de las galaxias lejanas que nos envía el telescopio espacial Hubble, las vistas del mundo submarino, los conocimientos asombrosos de que disponemos sobre el código genético, del Big Bang y de la estructura del átomo, dan motivos para maravillarse al creyente que sabe que todo eso no es producto del azar ni de la necesidad, sino el fruto de un amor creador. Sobre todo si se está convencido con Grignion de Monfort de que Dios despliega más poder y sabiduría para conducir a la salvación a una sola alma que para la creación de todo el universo[47].

Hace algunos años tenía que tomar el avión para el Líbano, para predicar allí un retiro. Como no llevaba nada para leer en el viaje, compré en el aeropuerto el libro de Hubert Reeves Últimas noticias del Cosmos. Soy de formación científica, pero desde mi entrada en religión no había disfrutado del placer de informarme de los últimos desarrollos de la investigación en cosmología. Este libro lo escribe un astrofísico agnóstico, pero que habla con mucho entusiasmo de lo que la ciencia del siglo XX ha descubierto sobre el origen y la evolución del universo. Tengo que decir que ese libro me hizo más bien que diez obras de espiritualidad. Se entera uno allí de cosas realmente fantásticas, como saber que el universo actual, de millares y millares de años luz en extensión, pudo estar concentrado en sus orígenes en una cabeza de alfiler, o que nuestro cuerpo está constituido por átomos que pertenecieron a estrellas que explosionaron en su extinción, hace algunos millones de años, y proyectaron en el cosmos la materia que sirvió para hacer la tierra y sus habitantes. Al descubrir todo eso, yo me decía que tenía motivos para estar orgulloso de mi Dios.

Más sencillamente, la belleza de una puesta de sol sobre el mar, el gracioso juego de las ardillas saltando de rama en rama, el esplendor de una noche estrellada son claramente palabras que nos dirige Dios para que confiemos en Él y nos abandonemos sin temor en su sabiduría. La naturaleza contemplada con una mirada de fe tiene una gran fuerza de consolación y sosiego. Pasearnos por un bello paisaje, acoger con todos los sentidos el mundo tal como se nos entrega, dar gracias por la belleza de la tierra y del cielo puede alimentar nuestra oración muchas veces, y hemos de saber aprovechar eso.

El contacto con la naturaleza puede ser fácilmente el modo de acoger la presencia sabia y amorosa de Dios en nuestra vida y alimentar así nuestro amor y nuestra confianza.

2. Dios se entrega en la humanidad de Cristo

En la economía propia del cristianismo, el medio esencial por el que Dios se hace presente a los hombres es la humanidad de Cristo. «En Él habita corporalmente toda la 44

plenitud de la divinidad» (Col 2, 9). Por la encarnación de su Hijo, Dios se hace, de la manera más fuerte, el Emmanuel, el Dios con nosotros.

Todo lo que, de un modo u otro, nos pone en contacto con la humanidad de Cristo nos hace acoger la presencia de Dios. La humilde invocación del nombre de Jesús, la contemplación de los acontecimientos de su vida, desde la encarnación hasta su ascensión gloriosa, la meditación de sus gestos y sus palabras, la mirada a un icono o crucifijo, el diálogo de amistad con Jesús considerándole a nuestro lado como el mejor y más fiel de nuestros amigos, la adoración eucarística, el rezo del rosario… Desde los tiempos evangélicos hasta hoy, el pueblo cristiano, guiado por el Espíritu Santo y por la inventiva del amor, de mil y una manera diferentes, ha sabido apropiarse la vida y la persona de Jesús, y acoger así el misterio de Dios. Esta convicción está en el origen de muchas formas distintas de oración y de devoción que alimentan la vida de la Iglesia.

La humanidad de Jesús es la puerta humilde, y desgraciadamente oculta aún para muchos, que nos da acceso a toda la riqueza del misterio de Dios, a toda la profundidad de la vida trinitaria. Habría una infinidad de cosas que decir sobre esto, y la Iglesia no terminará nunca de sondear todos los tesoros de luz y de gracias que se contienen en Jesús, y de apropiárselos por la fe y el amor. San Juan de la Cruz afirma que todo lo que los doctores y las almas santas han descubierto como tesoros escondidos en la humanidad del Verbo no son nada al lado de lo que nos queda aún por descubrir[48], pues «en Él se esconden todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios» (Col 2, 3).

Todo lo que nos une a Jesús, de un modo u otro, por el cuerpo, los sentidos, el corazón, por la inteligencia o la voluntad, nos hace entrar en comunión con la presencia y la vida de Dios. Esta es una dimensión fundamental de la oración cristiana.

3. Dios presente en nuestro corazón

Uno de los aspectos más determinantes de la presencia divina, en lo que se refiere a la vida de oración, es la presencia de Dios en nuestro corazón. Ya tuvimos ocasión de tratar un poco este asunto en el capítulo anterior a través de la imagen del «pozo», pero ahora lo veremos más despacio.

Es una verdad de fe que Dios habita en nosotros, con una presencia oculta pero real. «El Reino de Dios está dentro de vosotros», afirma Jesús (Lc 17, 21). Pablo dice que «Cristo habita en nuestros corazones por la fe» (Ef 3, 17) y que nuestro cuerpo es «templo del Espíritu Santo» (1Co 6, 19).

«¡Tú eres un templo, no busques un sitio!», dice un monje griego medieval[49].

Dios está presente en nosotros en cuanto que es nuestro creador, ya que «en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 28), pero también por una presencia de gracia, de amor, tanto más intensa cuanto más crece el amor en nuestro corazón. «Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos nuestra morada en él» (Jn 14, 23). Por el bautismo, la Trinidad viene a habitar en nosotros, su presencia se revela y se intensifica con el crecimiento de la fe y del amor.

La consecuencia sencilla, pero absolutamente fundamental, de esta verdad es que una de las dimensiones esenciales de la oración consiste en el movimiento de recogimiento, de interiorización, por el cual nos retiramos dentro de nosotros mismos para unirnos a la presencia que nos habita. Esta presencia no es objeto de experiencia, de sensación, es ante todo objeto de fe. Pero si ponemos este acto de fe y, en coherencia con esta fe, hacemos el esfuerzo de recogernos dentro de nosotros para encontrar a Quien allí nos espera, esta fe nos llevará poco a poco a una verdadera experiencia, y verificaremos que tenemos en lo más íntimo de nosotros una fuente inagotable de paz, de santidad, de pureza, de felicidad… Dios mismo con toda la plenitud de su vida y de sus dones.

Teresa de Jesús, que durante largos años, antes de convertirse en la gran mística que conocemos, tuvo tantas dificultades en la oración, nos dice que este descubrimiento de la presencia de Dios en ella revolucionó su vida de oración. Veamos su texto: Pues mirad que dice san Agustín, que le buscaba en muchas partes y que le vino a hallar dentro de sí mismo. ¿Pensáis que importa poco para un alma derramada entender esta verdad y ver que no ha menester para hablar con su Padre Eterno ir al cielo ni para regalarse con Él, ni ha menester hablar a voces? Por paso que hable, la oirá; ni ha menester alas para ir a buscarle, sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí y no extrañarse de tan buen huésped; sino con grande humildad hablarle como a padre, pedirle como a padre, regalarse con Él como con padre, entendiendo que no es digna de serlo[50].

Y este otro pasaje:

Reiránse de mí por ventura; dirán que bien claro se está esto —y tendrán razón—, porque para mí fue oscuro algún tiempo. Bien entendía que tenía alma; mas lo que merecía esta alma y quién estaba dentro de ella (si yo no me tapaba los ojos con las vanidades de la vida) no lo entendía. Que a mi parecer, si como ahora con verdad entiendo que en este palacio pequeñito de mi alma cabe tan gran Rey, que no le dejara tantas veces solo, alguna me estuviera con Él, y más procurara que no estuviera tan sucio. Mas ¡qué cosa de tanta admiración, quien hinchera mil mundos con su grandeza, encerrarse en cosa tan pequeña! Así quiso caber en el vientre de su sacratísima Madre. Como es Señor, consigo trae la libertad, y como nos ama, hácese a nuestra medida. Cuando un alma comienza, por no la alborotar de verse tan pequeña para tener en sí cosa tan grande, no se da a conocer hasta que va ensanchando esta alma poco a poco, conforme a lo que entiende es menester para lo que pone en ella. Por eso digo que trae consigo la libertad, pues tiene el poder de hacer grande este palacio.

Todo el punto está en que se le demos por suyo con toda determinación y le desembaracemos para que pueda poner y quitar como en cosa suya; esta es su condición, y tiene Su Majestad razón; no se lo neguemos[51].

A riesgo de alargarme un poco, no me resisto a citar también un hermoso texto de san Juan de la Cruz que, en un estilo bien diferente, expresa la misma realidad: Es de notar que el Verbo Hijo de Dios, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, esencial y presencialmente está escondido en el íntimo ser del alma; por tanto al alma que le ha de hallar conviene salir de todas las cosas según la afección y voluntad, y entrarse en sumo 46

recogimiento dentro de sí misma, siéndole todas las cosas como si no fuesen.

[…] Está pues Dios en el alma escondido, y ahí le ha de buscar con amor el buen contemplativo, diciendo: ¿Adónde te escondiste?

¡Oh, pues, alma, hermosísima entre todas las criaturas, que tanto deseas saber el lugar donde está tu Amado para buscarle y unirte con él!, ya se te dice que tú misma eres el aposento donde él mora y […] el escondrijo donde está escondido; que es cosa de grande contentamiento y alegría para ti ver que todo tu bien y esperanza está tan cerca de ti, que esté en ti, o por mejor decir, tú no puedas estar sin él[52].

Se podría citar una infinidad de textos espirituales cristianos que expresan esa misma maravilla, y la misma invitación a unirse por la fe a Dios que está en nuestro corazón.

Hay en nuestra vida momentos de mucha acción, de relación interpersonal, pero hay que saber también encontrar esos otros momentos en que nos separamos de todo para buscar a Dios en nosotros, en un rato de silencio, de recogimiento, de atención interior a la presencia que nos habita. Si adquirimos la costumbre (de manera prolongada en los tiempos de oración, pero también de modo breve y frecuente en medio de nuestras jornadas), veremos que poco a poco, incluso en «el fragor de la batalla» del trabajo ordinario, seguimos unidos a Dios, y sacamos de esta presencia íntima toda la energía, toda la sabiduría, toda la paz. Ya no vivimos de manera superficial, agitada, desordenada, impulsiva, sino apoyados en nuestro verdadero centro, nuestro corazón habitado por Dios.

Sabiendo separarnos de vez en cuando de todo y de todos para encontrar a Dios en nosotros, estaremos unidos a todo y a todos de la manera más efectiva.

Dichosa el alma que ha encontrado a Dios en sí, es más feliz que si hubiera conquistado toda la tierra[53].

Repitamos para concluir: el verdadero tesoro es interior. Descubrir en nosotros las verdaderas riquezas nos hará más libres respecto a los bienes de la tierra.

4. Orar con la Palabra[54]

Otra modalidad de la presencia de Dios es fundamental para la vida de oración: su presencia en la Sagrada Escritura. Dios se comunica a través de las palabras de la Biblia.

Dios habita en su palabra; recibirla y meditarla en nuestro corazón nos hace acoger el don de su presencia y de su amor. Si una persona pregunta: «¿Qué debo hacer para aprovechar bien el tiempo que dedico a la oración?», me parece que la mejor respuesta es aconsejarle que comience meditando la Escritura. Sin excluir evidentemente otras formas de oración, según veremos en el próximo capítulo, conviene que el alimento esencial de nuestra vida de oración sea la Palabra de Dios.

Una de las mejores cosas que tiene la Biblia es que no solamente Dios se dirige allí a nosotros, habla a nuestro corazón, sino que además nos da las palabras para responderle.

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Los salmos, por ejemplo, son de una riqueza inagotable para expresar nuestra oración y situarnos cara a cara con Dios en una actitud apropiada. La Escritura santa es así la base de todo diálogo auténtico con Dios. Cuanto más se nutra nuestra vida de oración de la Escritura, más justa y profunda será, más nos hará encontrar en verdad a Dios.

Como bien sabemos, el Concilio Vaticano II, mientras que en el pasado los católicos tenían poco acceso a la Biblia, ha querido ponerla de nuevo en el corazón de la vida cristiana. Recordemos las palabras de la constitución Dei Verbum sobre este asunto: La Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues sobre todo en la sagrada liturgia nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo. La Iglesia ha considerado siempre como suprema norma de su fe la Escritura unida a la Tradición, ya que, inspirada por Dios y escrita de una vez para siempre, nos transmite inmutablemente la palabra del mismo Dios; y en las palabras de los Apóstoles y los Profetas hace resonar la voz del Espíritu Santo. Por tanto, toda la predicación de la Iglesia, como toda la religión cristiana, se ha de alimentar y regir con la Sagrada Escritura. En los Libros sagrados, el Padre, que está en el cielo, sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos. Y es tan grande el poder y la fuerza de la palabra de Dios, que constituye sustento y vigor de la Iglesia, firmeza de fe para sus hijos, alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual. Por eso se aplican a la Escritura de modo especial aquellas palabras: «La palabra de Dios es viva y enérgica» (Hb 4, 12), «puede edificar y dar la herencia a todos los consagrados» (Hch 20, 32; cf. 1Ts 2, 13). Los fieles han de tener fácil acceso a la Sagrada Escritura[55].

Notemos los términos fuertes del Concilio que hemos destacado en letra cursiva: la Palabra de Dios constituye firmeza de fe, alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual. Establece también una analogía entre la Eucaristía y la Palabra. El lenguaje de la Biblia es un lenguaje humano, a veces con sus limitaciones, sus oscuridades, pero a través de él Dios se comunica realmente con nosotros. Meditar la Escritura es mucho más que reflexionar sobre un texto, sacar ideas… Es acoger, en una actitud de oración y de fe, una Presencia que se nos entrega. La simple consideración de algunos versículos, si se hace con fe y amor, puede introducirnos en una profunda comunión con Dios. Como en la hostia, Dios se nos entrega en alimento por su Palabra.

La escucha de la Palabra nos hace entrar en la intimidad con Dios. En la vida de una pareja que se ama, el diálogo y las palabras que se dicen crean una intimidad, un espacio de comunión, de don mutuo, a veces consumado por el don recíproco de los cuerpos. Del mismo modo, la escucha de la Palabra, el eco que despierta en nuestro corazón, la respuesta de oración que hace brotar, alimentada ella misma por la Escritura, permiten que se cree entre Dios y cada uno de los creyentes un verdadero espacio de intimidad y de don mutuo.

Todo cristiano que lee la Escritura buscando allí a Dios en una humilde y sincera actitud de fe, vivirá de vez en cuando esta hermosa experiencia: un pasaje, escrito hace tantos siglos, en un contexto histórico muy diferente al mío, me conmueve y me habla con una precisión extraordinaria, se ajusta exactamente a lo que estoy viviendo hoy y me dice con claridad lo que necesito oír de parte de Dios. Tengo verdaderamente la impresión de que este texto de Isaías, este versículo de un salmo o de una epístola, ¡ha 48

sido escrito para mí, y nada más que para mí! Esta no es una experiencia reservada a los grandes místicos o a los especialistas en exegesis, todo cristiano está llamado a vivirla.

Sobre todo hoy: nuestra vida de creyentes se desenvuelve en un contexto difícil, y Dios abre más que nunca a los pequeños y a los pobres las riquezas de su Palabra. Estoy absolutamente convencido de que el más sencillo e inculto de los creyentes puede descubrir en la Biblia tesoros de luz y de sabiduría que nadie ha descubierto antes que él.

La Escritura habla al corazón de cada uno de manera única y personal.

Me permitiré un breve testimonio personal. Hace algunos años pasaba por un periodo difícil: cansancio, desánimo, sentimiento doloroso de mi propia miseria. Fui a pasar algunos días a un monasterio benedictino, para presentar a Dios mi desasosiego, mis preguntas sin respuesta… Participando en los oficios, me dejaba mecer por el ritmo del canto de los salmos. Y al hilo de la salmodia se presenta el versículo siguiente:

«¡Alma mía, vuelve a tu sosiego, que el Señor ha sido benigno contigo! »[56]. He sentido entonces que a través de estas palabras tan sencillas Dios se dirigía directamente a mi corazón, y he encontrado ahí un gran consuelo.

5. Palabra y discernimiento

«Antorcha es tu palabra ante mis pasos, luz en mi sendero», dice el salmo 119. El encuentro regular con la Palabra de Dios es vital porque solo ella puede sacar a la luz la verdad de nuestra vida. Esta capacidad de discernimiento propia de la Palabra de Dios se muestra de modo evidente en el pasaje de la Carta a los Hebreos que ya hemos citado: La palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que una espada de doble filo: entra hasta la división del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y descubre los sentimientos y pensamientos del corazón. No hay ante ella criatura invisible, sino que todo está desnudo y patente ante los ojos de Aquel a quien hemos de rendir cuenta (Hb 4, 12-13).

La Escritura es como un espejo que permite al hombre conocerse en verdad, para bien o para mal: denuncia nuestros compromisos con el pecado, nuestras ambigüedades, nuestras actitudes contrarias al Evangelio, pero hace también brotar lo mejor que hay en nosotros para liberarlo y fomentarlo. Alcanza la frontera entre el alma y el espíritu; dicho de otro modo, permite discernir entre lo que es construcción psíquica (lo que proviene de nuestra humanidad herida) y lo que es espiritual, lo que procede del dinamismo del amor.

Utilizando esta imagen del espejo, Santiago nos invita a inclinarnos ante la Palabra, a la que llama «ley perfecta de libertad», para adherirnos a ella y encontrar la felicidad llevándola a la práctica (St 1, 25).

Nos conviene exponernos regularmente a la Palabra de Dios. Solo ella puede realizar un profundo trabajo de discernimiento, de verdad, en nuestra existencia. No es el hombre quien trabaja la Biblia, es la Biblia la que le trabaja a él. Es necesario, día tras día, que nos dejemos trabajar y modelar por ella, por tal o cual pasaje preciso. Eso significa correr un riesgo, porque la Palabra puede decirnos a veces cosas que 49

preferiríamos no oír. Pero, a fin de cuentas, opera en nosotros una labor de vida, de libertad, de paz. Nos corrija o nos consuele, nos comunica la vida. Escuchemos a Juan Pablo II en Novo Millenio Ineunte, n. 39:

Es necesario, en particular, que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia.

En la Escritura no todo es comprensible inmediatamente. Algunos pasajes nos parecen oscuros e incluso pueden resultarnos chocantes. Pero si nuestra búsqueda es sincera, con frecuencia se nos concederá una luz, tal o tal versículo se encenderá y hablará a nuestro corazón. Cristo resucitado nos dará por su Espíritu Santo, como a los discípulos, la «inteligencia de las Escrituras» (Cf. Lc 24, 45). Esta iluminación tendrá que ser progresiva, pero es una experiencia real.

¿Qué es lo que permite esta iluminación interior que nos da acceso a la riqueza de la Palabra? Me parece que lo esencial es un verdadero deseo de conversión. Si leemos la Escritura en la oración, con la confianza de que Dios nos escucha allí, y con un sincero deseo de que su Palabra toque nuestro corazón, nos haga ver nuestro pecado, nos conduzca a una verdadera conversión, si estamos decididos a poner en práctica lo que nos diga, entonces la Escritura se iluminará para nosotros. Ese es el principal secreto de la buena exegesis.

No quiero decir con esto que otras cosas sean inútiles. Será bueno que hagamos estudios bíblicos si tenemos esa posibilidad. A la pequeña Teresa de Lisieux le hubiera gustado conocer el griego y el hebreo. Una formación exegética puede ser muy valiosa.

Pero no hay que olvidar nunca que los tesoros de la Escritura no se abren tanto a los sabios y prudentes como a los que buscan solo una cosa: amar más a Dios y convertirse al Evangelio.

6. La Palabra, arma en el combate

Esta familiaridad con la Palabra de Dios es tanto más necesaria por cuanto es un arma esencial en el combate espiritual. En el sexto capítulo de la Carta a los Efesios, Pablo exhorta a sus destinatarios a emprender con confianza y valor la lucha que supone toda vida cristiana auténtica:

Reconfortaos en el Señor y en la fuerza de su poder; revestíos con la armadura de Dios para que podáis resistir las insidias del diablo (Ef 6, 10-11).

Pablo describirá un poco más adelante cuáles son las piezas de esta armadura de que hay que revestirse para «resistir en el día malo» y permanecer firme. La última que menciona, y no la menos importante, es «la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios».

Esto nos lleva a tomar conciencia más viva del lugar que ocupa la Escritura santa, 50

como ayuda indispensable para atravesar las luchas y las pruebas de esta vida.

Es vital que nos podamos apoyar en la Sagrada Escritura durante nuestras luchas. El santo papa Juan Pablo II decía que un cristiano que no reza es un cristiano en peligro[57]. Yo diría de manera análoga que un cristiano que no lee regularmente la Palabra de Dios es un cristiano en peligro. «No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Dt 8, 3). Hay demasiada confusión en las mentalidades que nos rodean y en los discursos con que nos golpean los medios, y demasiada debilidad en nosotros, para que podamos prescindir de la fuerza que sacamos de la Biblia.

Los evangelios sinópticos, en particular el de Marcos, muestran el impacto que producía en las multitudes la autoridad de la Palabra de Jesús: «Y se quedaron admirados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas» (Mc 1, 22). Y un poco más adelante: «¿Qué es esto? Una enseñanza nueva con potestad. Manda incluso a los espíritus impuros y le obedecen» (Mc 1, 27).

Esta autoridad que impresiona tanto a los oyentes presenta dos aspectos. Por una parte, Jesús habla en nombre propio, y sin apoyarse en la autoridad de ningún otro. Se aparta así de la enseñanza habitual de los rabinos de su época, que no afirmaban nada sin referirse a los sabios que les habían precedido (añadiendo algo de su parte, por supuesto). Jesús no es un eslabón en la transmisión de la Palabra, es la Palabra misma, en su fuente y su discurrir. El otro aspecto de esta autoridad de la Palabra de Jesús es su fuerza y su eficacia. Cuando expulsa a un demonio, este huye sin poderse resistir.

Cuando ordena a la mar revuelta: «¡Calla, enmudece!», se produce una gran calma (no solo en las olas, sino también en el corazón agitado e inquieto de los discípulos). Cuando dice a una pobre pecadora: «¡Tus pecados son perdonados!», la mujer se siente inmediatamente cambiada, purificada y reconciliada con Dios y con ella misma, revestida de una dignidad nueva, feliz de ser quien es.

No es esta una autoridad que se proponga abrumarnos, muy al contrario, es autoridad contra el mal, contra nuestros enemigos, contra el Acusador. Autoridad a nuestro favor, para nuestra edificación y nuestro consuelo. Es indispensable aprender a apoyarnos en esta autoridad de la Palabra de Dios, que muestra una fuerza como no tiene ninguna palabra humana.

Habrá momentos en nuestra vida en que esta autoridad bienhechora de la Palabra de Dios será nuestra tabla de salvación. En algunos periodos de prueba, la única manera de aguantar será apoyarnos, no en nuestros pensamientos y reflexiones (que manifestarán su radical fragilidad), sino en una palabra de la Escritura. El mismo Jesús, tentado en el desierto por el diablo, se sirvió de la Escritura para rechazarlo. Si nos quedamos en el plano de los razonamientos y consideraciones humanas, el Tentador acabará siendo más astuto y más fuerte que nosotros. Solo la Palabra de Dios es apta para desarmarlo.

Todos hemos tenido esta experiencia, o la tendremos algún día: en momentos de inquietud, de duda, de prueba, si nos quedamos en el nivel de la reflexión, no podemos librarnos de esas preocupaciones. En situaciones de inquietud que se refieren por ejemplo a nuestro porvenir, si intentamos calmar esa preocupación a golpe de razonamientos, nos 51

arriesgamos a no encontrar salida. En efecto, entre los motivos que tenemos para inquietarnos y los que tenemos para tranquilizarnos, no sabemos nunca cuáles van a predominar, nuestra razón no es capaz de preverlo todo y menos aún de controlarlo todo.

El único modo de inclinar la balanza del lado bueno (el de la confianza, de la esperanza, de la paz) no es multiplicar los argumentos (siempre aparecerá uno en sentido contrario), sino traer a nuestro espíritu unas palabras de la Escritura y apoyarnos con fe en ellas:

«No os inquietéis por el mañana» (Mt 6, 34), o también: «No temas, pequeño rebaño, pues vuestro Padre se ha complacido en daros el Reino» (Lc 12, 32), o bien: «Todos los cabellos de vuestra cabeza están contados» (Lc 12, 7).

La verdadera paz no procede de la conclusión de un razonamiento humano. No puede venir más que del asentimiento del corazón a las promesas de Dios que nos comunica la Palabra. Cuando, en un momento de duda o confusión, nos apoyamos mediante un acto de fe en unas palabras de la Escritura, la autoridad propia de estas palabras se convierte para nosotros en un fuerte respaldo. No se trata de una varita mágica que nos inmunizaría contra cualquier perplejidad o angustia. Pero en la adhesión confiada a la Palabra de Dios, se encuentra misteriosamente una fuerza que ninguna otra cosa nos puede procurar. Esa Palabra tiene la capacidad de afianzarnos en la esperanza y en la paz, suceda lo que suceda. La Carta a los Hebreos menciona, a propósito de la promesa de Dios a Abrahán, esta «garantía del juramento que pone fin a todo litigio»

(Hb 6, 16). La Palabra de Dios, recibida en la fe, tiene la virtud de poner término a nuestra irresolución y al vaivén de nuestros razonamientos inciertos, para afianzarnos en la verdad y en la paz. La esperanza que nos procura esta Palabra es «ancla segura y firme de nuestra vida» (Hb 6, 19).

Son incontables los ejemplos de las palabras de la Escritura que pueden ser un punto de apoyo precioso en nuestras luchas. Si me siento solo y abandonado, la Escritura me grita: «¡Aunque una madre se olvide de su hijo, yo no te olvidaré!» (Cf. Is 49, 15).

Si me parece que el Señor está lejos, me dice: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Si me siento humillado por mi pecado, me responde: «Yo no recordaré tus pecados» (Is 43, 25). Si me parece que no tengo lo que necesito para salir adelante en la vida, el salmo me invita a hacer este acto de fe: «El Señor es mi pastor, nada me falta» (Ps 23, 1).

No dejemos pasar un día sin dedicar al menos unos minutos a meditar un pasaje de la Escritura… A veces nos parecerá un poco árida y oscura, pero si la leemos con fidelidad, en la sencillez y la oración, penetrará en nuestra memoria profunda incluso sin darnos cuenta. Y el día en que lo necesitemos, en un momento de adversidad, un versículo vendrá a la memoria y serán precisamente las palabras en que nos podremos apoyar para recuperar la esperanza y la paz.

 

44 Dichos de luz y amor, 49. En lenguaje actual sería “no te apartas de quien no se aparta de ti”.

45 Jean de Cronstadt, Ma vie en Christ. Bellefontaine 1979, p. 11.

46 Cántico espiritual, estrofas 4 y 5.

47 Cfr. el comienzo de Secret de Marie.

48 5 Cfr. Cántico espiritual, 37.

49 La prière de Jésus, ed. Chevetogne 1963, p. 34.

52

50 Camino de perfección, cap. 46, 2 (Códice de El Escorial, passim).

51 Id. cap. 48, 3-4.

52 Cántico espiritual B, Canción 1, 6-8.

53 Catherine de Bar, op. cit. p. 36.

54 Vuelvo en este capítulo a las reflexiones que desarrollé más extensamente en mi libro Llamados a la vida, cap.

3.

55 Dei Verbum, VI, 21-22. La cursiva es nuestra.

56 Ps 116, 7.

57 Novo Millenio Ineunte, n. 34.

53

 

 

IV. CONSEJOS PRÁCTICOS PARA LA ORACIÓN

PERSONAL

El bien supremo es la oración, la charla familiar con Dios.

 

Homilía del s. IV[58]

 

 

En este capítulo me gustaría dar algunos consejos prácticos para la oración personal.

Naturalmente hay que tomarlos con cautela y adaptarlos a cada situación particular. Lo importante es comenzar, echarse al agua, por decir así, y descubrir poco a poco hacia qué modo de oración nos lleva el Espíritu Santo. Hay llamadas y gracias bien diferentes en este asunto, y a cada uno corresponde abrirse al don particular que se le hace.

Comencemos por algunas observaciones sobre la relación entre los ratos de oración y el resto de la vida.

1. En el tiempo de oración

La calidad de la oración personal está evidentemente condicionada por lo que se vive fuera de los ratos de oración. No podemos unirnos a Dios en los tiempos de oración si no buscamos estar unidos a Él en el resto de nuestras actividades: realizarlas en su presencia, buscando agradarle y hacer su voluntad, confiarle las opciones y las decisiones, dejarnos guiar por la luz del Evangelio en todo lo de nuestra vida, actuar con amor desinteresado…

Pero también, según hemos visto, dedicar un tiempo regularmente a la oración conduce a intensificar las disposiciones de fe, esperanza y amor que son valiosas no solo en el propio rato de oración, sino que deben constituir el soporte y la orientación fundamental de toda nuestra existencia y de cada una de nuestras actividades.

Mucho se podría decir sobre la implicación recíproca entre la oración y el resto de la vida, pero insistiré solo en dos puntos: vivir en presencia de Dios y practicar la caridad.

Para vivir el primer punto, esforcémonos poco a poco en convertir toda nuestra existencia en un diálogo con Dios. Con sencillez, sin tensiones, pero buscando la comunión constante con Él. No vamos a sentir por eso nada especial, pero pondremos en práctica las actitudes sencillas de fe, esperanza y amor de las que ya hemos hablado.

Todo lo que constituye nuestra vida, sin excepción, puede alimentar nuestro diálogo 54

con Dios: lo que nos parece bueno, para una breve acción de gracias; lo que nos preocupa, para pedirle su ayuda; las decisiones difíciles, para invocar la luz de su Espíritu… Incluso nuestros pecados, para pedirle perdón. Hay que hacer fuego con toda madera. Dios no nos pide de entrada que ya seamos perfectos, sino que convivamos con Él. Traigo aquí unas palabras del hermano Laurent de la Resurrección, carmelita parisino del siglo XVII, cocinero y zapatero en su convento, hombre sencillo pero de una gran sabiduría. Toda su vida espiritual consistió en este deseo de vivir continuamente en la presencia de Dios.

La práctica más santa, la más común y más necesaria en la vida espiritual es la presencia de Dios, es complacerse y acostumbrarse a su divina compañía, hablando humildemente y conversando con él amorosamente en todo tiempo, en todos los momentos, sin regla ni medida, sobre todo en los tiempos de tentaciones, de penas, arideces, disgustos, e incluso infidelidades y pecados. Hay que insistir continuamente para que todas nuestras acciones sean pequeñas charlas con Dios, sin elaborarlas, tal como vienen de la pureza y sencillez del corazón…

Durante nuestro trabajo y otras actividades, incluso durante nuestras lecturas, aunque ya sean espirituales, durante nuestras devociones exteriores y oraciones vocales, debemos parar un momentito, con la mayor frecuencia que podamos, para adorar a Dios en el fondo de nuestro corazón, disfrutándolo de paso y, como sin afectación, alabarle, pedirle ayuda, ofrecerle nuestro corazón y darle gracias. ¿Qué puede ser más agradable a Dios que dejemos así mil y mil veces al día a todas las criaturas para retirarnos y adorarle en nuestro interior?

No es necesario estar en la iglesia para estar con Dios. Podemos hacer un oratorio de nuestro corazón, en el que nos retiremos de vez en cuando para conversar allí con él. Todo el mundo es capaz de estos encuentros familiares con Dios[59].

El segundo punto, sobre el que conviene insistir también, es la importancia de la práctica concreta de la caridad como condición indispensable del crecimiento en la vida de oración. ¿Cómo pretendemos encontrarnos con Dios y unirnos a Él en la oración si somos indiferentes ante las necesidades de nuestro prójimo? ¿Cómo pretendemos amar a Dios si no amamos a nuestro hermano? Escuchemos a Teresa de Jesús: Cuando yo veo almas muy diligentes a entender la oración que tienen y muy encapotadas cuando están en ella (que parece no se osan bullir ni menear el pensamiento, porque no se les vaya un poquito de gusto y devoción que han tenido), háceme ver cuán poco entienden del camino por donde se alcanza la unión. Y piensan que allí está todo el negocio.

Que no, hermanas, no; obras quiere el Señor, y que, si ves una enferma a quien puedes dar algún alivio, no se te dé nada de perder esa devoción y te compadezcas de ella; y si tiene algún dolor, te duela a ti; y si fuere menester, lo ayunes porque ella lo coma, no tanto por ella como porque sabes que tu Señor quiere aquello; esta es la verdadera unión con su voluntad[60].

La falta de amor al prójimo, cerrar nuestro corazón a sus necesidades, guardar rencores voluntariamente contra alguien, la negativa a perdonar pueden esterilizar nuestra vida de oración; hay que tenerlo muy en cuenta.

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Por el contrario, los gestos de misericordia y de bondad con nuestros semejantes florecen en nuestra relación con Dios, de modo particular en la oración. No olvidemos las magníficas promesas del capítulo 58 de Isaías a los que practican el amor al prójimo:

¿El ayuno que yo prefiero […] no es compartir tu pan con el hambriento, e invitar a tu casa a los pobres sin asilo? Al que veas desnudo, cúbrelo y no te escondas de quien es carne tuya.

Entonces tu luz despuntará como la aurora, y tu curación aparecerá al instante, tu justicia te precederá y la gloria del Señor cerrará tu marcha. Si […] ofreces tu propio sustento al hambriento, y sacias el alma afligida, entonces tu luz despuntará en las tinieblas y tu oscuridad será como el mediodía. El Señor te guiará de continuo, saciará tu alma en las regiones áridas, dará fuerza a tus huesos, y serás como huerto regado, como manantial cuyas aguas no se agotan (Is 58, 6-11).

Si queremos que el huerto de nuestro corazón esté bien regado por la gracia divina, amemos con obras al prójimo.

Hemos mencionado más arriba las diferentes modalidades de la presencia divina.

Hay una de la que no he hablado aún, pero en la que insiste mucho el Evangelio: la presencia de Dios en el pobre, en el que me necesita. «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40).

Si sabemos descubrir la presencia de Jesús en nuestros hermanos, nos será más fácil verle también en la oración. Y a la inversa…

Hay arideces en la oración, una ausencia de alegría sensible, que puede ser a veces una llamada a buscar en otra parte la presencia divina, en particular en los actos de caridad. Eso no quiere decir que haya que dejar la oración, sino que Jesús nos espera también en otra parte, y que debemos estar más atentos a su presencia en los que necesitan nuestro amor, especialmente los pobres y los pequeños. No olvidemos tampoco que a veces se pueden dar quimeras en la oración, pero no las hay en la caridad. Se encuentra a Dios de manera cierta cuando se cuida al prójimo.

Al final de su vida, Teresa del Niño Jesús padeció una prueba muy dura de la fe y la esperanza, estaba llena de tentaciones que le quitaban toda alegría sensible en esos campos. De modo sorprendente, es en ese mismo periodo cuando descubre intensamente la importancia de la caridad fraterna: «Este año, mi querida Madre, el buen Dios me ha hecho la gracia de comprender lo que es la caridad; antes la entendía, es verdad, pero de una manera imperfecta…»[61]. Se trata del año 1897, el de su muerte… Las últimas grandes luces que recibirá nuestra pequeña «doctora de la Iglesia» se refieren a este misterio de la caridad, que ella practicará con renovado fervor en el último periodo de su vida, y sobre la caridad escribirá cosas magníficas[62].

Hablamos ahora del tiempo dedicado a la oración señalando un punto capital: hay que conseguir que forme parte de los ritmos normales de nuestra vida.

2. Necesitamos un ritmo

La existencia humana esta hecha de ritmos: el de la respiración, de los días y las 56

noches, de las semanas y de los años… Si queremos ser fieles a la oración, esta debe encontrar su sitio en nuestros ritmos de vida. Debe convertirse para nosotros en una costumbre hacer la oración a tal o cual hora de la jornada, reservar un tiempo particular para Dios en tal momento de la semana… La costumbre puede acabar en rutina o pereza, pero puede ser también una fuerza. Evita poner las cosas en discusión, o tener que preguntarte a cada paso qué haces o dejas de hacer… Si la oración fuese una actividad ocasional, si esperásemos tener tiempo para orar, rezaríamos muy poco y de manera superficial. Hay que fijar el tiempo de la oración, e incluirlo en los ritmos de nuestra existencia, como todas las actividades que consideramos esenciales de la vida: la comida, el sueño… ¡Nadie se ha muerto nunca de hambre por carecer de tiempo para comer! Decir que no tenemos tiempo para la oración solo significa que no constituye una de nuestras prioridades. Cada uno debe pues, sin rigideces, fijar un tiempo para la oración en su plan diario o semanal, dejando siempre abierta la excepción de la caridad urgente. Ese ritmo debe ser suficiente y compatible con las responsabilidades familiares y profesionales. Por ejemplo, 20 minutos de meditación cada mañana o cada tarde, una hora de adoración en la parroquia al final de la tarde del jueves, una tarde de retiro mensual…

Es evidente que no tenemos todos las mismas posibilidades; será más fácil para un jubilado que para quien está sobrecargado de trabajo. Hagamos lo que podamos: como ya he dicho, Dios puede darle tanto a quien no puede dedicar cada día más de diez minutos a la oración, porque está sujeto a labores que son voluntad de Dios, como a un monje que reza cinco horas diarias. Pero, en todo caso, seamos generosos con el Señor.

Dicen las estadísticas que un francés pasa ante la televisión ¡una media de 3.32 horas diarias!, y en el resto de Europa no será muy diferente. Sin duda, ese tiempo puede reducirse en favor de un mayor tiempo para Dios sin poner la vida en peligro. No nos dejemos agarrar por el demonio, que siempre hará lo imposible, con mil y una buenas razones, para alejarnos de la oración… ¡Sin olvidar que Dios devuelve lo que le damos al ciento por uno!

3. Comienzo y fin de la oración

Nos ocupamos ahora del momento mismo que hemos elegido para hacer un rato de oración. ¿Cómo gestionar ese tiempo? Algunas indicaciones sencillas.

Comenzaré por decir que vale la pena cuidar el comienzo, y cuidar el final, y entre los dos ¡se hace lo que se puede!

El principio es importante. Lo que cuenta sobre todo es ponerse de verdad en presencia de Dios. Según los casos, podemos pensar en Dios presente en nuestro corazón, o imaginarnos a Cristo como un amigo con el que estamos, o ponernos bajo la mirada amorosa de nuestro Padre del cielo, o dirigir una mirada llena de fe a la Eucaristía, si estamos ante un sagrario…

Este acto decidido de «ponernos en presencia» pide a veces un esfuerzo; es preciso 57

dejar de lado nuestras preocupaciones, todo lo que nos llena la cabeza y ocupa nuestra imaginación, para volvernos resueltamente hacia Dios, y orientar hacia Él nuestra atención y nuestro amor. Antes, un cierto «cedazo» que nos permita dejar atrás la agitación precedente para entrar en la oración, para limpiar un poco la cabeza, puede a veces ser útil: un paseo de cinco minutos, unos momentos de descanso o de respiración profunda, incluso tomar tranquilamente un té… Tenemos necesidad a veces de pasar antes de la oración por un cierto umbral psicológico, que nos permita una transición del stress cotidiano a esta actividad de naturaleza bien diferente, que consiste más bien en receptividad, como es la oración.

El acto de presencia de Dios al comienzo de la oración nos lo pueden facilitar algunas prácticas habituales, un pequeño «rito» que establecemos por nuestra cuenta y que nos facilita el arranque del tiempo de la oración: una postura habitual, un sitio determinado, invocar al Espíritu Santo, rezar un salmo o una oración preparatoria que nos gusta, o una oración a la Virgen María para encomendarle este rato de oración… Lo que Dios inspire a cada uno, y que le pueda ayudar…

Una palabra ahora sobre el final de la oración. El primer consejo que puedo dar es, como regla general, mantener el tiempo completo que nos hemos fijado para el rato de oración. Si he decidido, por ejemplo, hacer media hora de oración todos los días, no debo acortar ese tiempo. Salvo, claro está, un caso excepcional de gran cansancio, o una urgencia de caridad. Ante todo, por una cuestión de fidelidad: lo que he decidido dar a Dios no hay por qué quitárselo. Luego, porque acortar fácilmente la oración cuando nos aburre puede tener como consecuencia privarnos de lo mejor que hay en ella; sería como levantarse de la mesa antes del postre. Esta no es evidentemente una regla absoluta, pero la experiencia muestra que a veces es en estos últimos minutos de la oración cuando Dios nos visita. Ha visto nuestra fidelidad, y aunque la oración haya sido pobre y difícil durante casi todo el tiempo, en sus últimos momentos hay como una visita de Dios, una gracia sencilla de paz, de ánimo, de satisfacción del corazón, que nos es concedida. Sería una pena que nos privásemos de ella.

Otro consejo: nunca terminemos descontentos de la oración. Aunque haya sido difícil, aunque me parezca que no he hecho nada bueno porque no he sentido nada, estaba distraído con frecuencia, me dormí… hay que irse contento. He pasado un rato con Dios, eso basta. Yo no he hecho nada por mi parte, pero Él seguro que ha hecho algo en mí, y, en un acto de humildad y de fe, se lo agradezco. Como quiera que haya sido mi oración, debe acabar siempre en acción de gracias. E iré viendo poco a poco que no me equivoco al actuar así.

Tampoco está de más, al acabar la oración y antes de la acción de gracias, hacer algunos propósitos. Es posible que durante el rato de oración me haya impresionado un versículo de la Escritura, tal o cual verdad se haya impuesto a mi conciencia, o se haya hecho sentir una llamada. Es bueno entonces hacer el propósito de vivir lo que he visto, y encomendarme a Dios para que me ayude a seguir la invitación que este rato de oración ha despertado en mi corazón. No nos desalentemos si luego no conseguimos ser plenamente fieles a este propósito. Dios ve nuestro deseo y eso es lo más importante.

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Los buenos propósitos no se hacen tanto para cumplirlos con un esfuerzo voluntarista, como para expresar un deseo, una sed, que Dios mismo tendrá en cuenta y, en el tiempo oportuno, llevará a su realización efectiva.

Quisiera concluir este punto citando algunas palabras de Teresa de Lisieux. Ella tropezaba con frecuencia con problemas de sequedad o de sueño en la oración, en particular en el tiempo de acción de gracias después de la Eucaristía, aunque procurase poner de su parte para acoger a Jesús en su alma, invocando la ayuda de María. Así es como ella reaccionó:

Todo eso no impide que las distracciones y el sueño vengan a visitarme, pero al terminar la acción de gracias viendo que la he hecho tan mal, hago el propósito de estar el resto del día en acción de gracias… Ya veis, mi querida Madre, que estoy lejos de ser llevada por la vía del temor, siempre sé encontrar el modo de estar contenta y de aprovecharme de mis miserias…

sin duda eso no desagrada a Jesús, pues parece que Él me anima a seguir por ese camino[63].

4. El rato de oración

Hablemos ahora del «cuerpo» de la oración, entre el acto de presencia de Dios y la conclusión. ¿Cómo ocupar este tiempo lo mejor posible?

Eso puede ser muy diferente según las personas, las etapas de la vida, las llamadas del Espíritu.

Ante todo diría que lo esencial es comenzar y perseverar. Si lo hacemos con buena voluntad y fidelidad, Dios nos guiará. Démosle total confianza.

Me voy a permitir sin embargo algunos consejos, que se deben recibir con mucha libertad. Solo puedo dar indicaciones generales, cada uno debe encontrar poco a poco su propia manera de orar. De lo que voy a decir ahora, que tome el lector lo que le ayude, y deje de lado el resto sin preocuparse.

Propongo dos indicaciones, una de tipo humano y otra espiritual: En el plano humano y psíquico, hay que utilizar lo que favorezca el recogimiento.

¿Cómo definir el recogimiento? Se podría decir que se compone de dos cosas: de una parte un estado de tranquilidad, de relajación, de receptividad, y de otra parte un estado de atención a una realidad hacia la cual estoy orientado por completo.

Para estar recogido en la oración, es necesario por una parte estar tranquilo, abandonado, y por otra parte atento a la presencia divina, bajo una de las modalidades a las que me he referido más arriba. Por ejemplo, estoy en una iglesia, estoy calmado y pacífico y pendiente por completo en mi corazón del Santísimo Sacramento expuesto. O

bien, sentado en mi habitación, leo un pasaje del Evangelio, tranquilamente, acogiendo lo que me dice ese texto y guardándolo en mi memoria.

Salvo gracia particular, un recogimiento total no es generalmente posible. Pero es necesario procurarlo en la medida que dependa de nosotros. Hay un recogimiento activo: hacer lo que depende de mí, según mis posibilidades actuales, para estar distendido —

físicamente (relajado, sin tensiones o crispaciones del cuerpo) y espiritualmente 59

(abandonado en Dios)— y para centrarme en la presencia divina, en la Palabra que medito, en la Eucaristía que adoro, en mi propio corazón en el que profundizo… según hemos visto más arriba, dependiendo de la orientación de mi oración.

En esta búsqueda de recogimiento activo, lo que favorezca la distensión física y psicológica no carece de importancia. Pero no hay que darle tanta que convirtamos el rato de oración en una técnica psico-física, eso sería un grave error. Con todo, somos seres de carne y hueso, y lo físico influye sobre lo espiritual. Una posición corporal adecuada puede facilitar la oración. La clave de todo es procurarnos un estado de receptividad.

Progresivamente, podemos recibir la gracia de un recogimiento que llamaré

«pasivo», porque no es solo fruto de lo que ponemos de nuestra parte, sino más bien un don de Dios, una gracia sobrenatural. Estado de paz profunda, abandono, e intensa atención a lo que Dios nos hacer ver de Él, que puede tener un impacto variable en nosotros. Podemos quedar ligeramente tocados, rozados o completamente «atrapados»

por la gracia, con todos los intermedios posibles. Sabiendo que la atención a Dios de la que aquí se trata es más un acto de la voluntad, del corazón, del amor, que un acto de la inteligencia. Según vimos en un texto precedente, es más fácil para el corazón, por el amor, centrarse en Dios que para la inteligencia, que es más propensa a la distracción y tiene dificultades para fijarse. Una cierta atención de la inteligencia es evidentemente necesaria para despertar y alimentar el amor, pero, salvo una gracia particular, no es en general posible aquietarla completamente en un estado de atención a Dios. Sería incluso peligroso querer conseguirlo a todo precio, pues supone una fuente de tensión psíquica y de cansancio.

En el plano espiritual, como ya hemos visto más arriba, hay que acordarse siempre de que lo esencial no es tal o cual método, o la manera de proceder, sino las disposiciones interiores del corazón: fe, confianza, humildad, aceptación de la propia debilidad, deseo de amar… Las múltiples maneras de «declinar» la fe, la esperanza y el amor. La finalidad de cualquier procedimiento en la oración es alimentar, mantener, expresar estas actitudes fundamentales. Supongamos que recibimos la gracia (porque no es algo que dependa de nuestro esfuerzo) de estar en la presencia de Dios en el silencio y la calma, sin ideas particulares, sin especial emoción, pero en una actitud profunda y sencilla: una orientación del corazón hacia Dios en un único acto que combina fe, esperanza y amor, eso bastará. No hay por qué buscar otra cosa: eso es suficiente para que haya comunicación real con Dios, y los frutos aparecerán antes o después…

Otro apunte sobre las actitudes corporales. La oración no es un ejercicio de penitencia corporal. Las posturas incómodas, en las que el cuerpo se queja, no son evidentemente deseables. Son preferibles las que nos permiten estar tranquilos y favorecen el recogimiento de que ya hemos hablado. Dicho esto, puede haber momentos en la oración en que —para despertar la atención, para expresar el amor, para formular una petición u otras disposiciones interiores— sintamos la necesidad de fortalecer esa actitud exteriorizándola mediante una postura o gestos particulares: ponernos de rodillas, postrarnos, juntar las manos… Con discreción y prudencia, es beneficioso hacerlo.

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Cuando el espíritu se expresa mediante el cuerpo, se fortalece. Hay un «lenguaje del cuerpo» que tiene su lugar en la oración, en la litúrgica, pero también en la oración personal[64]. Necesitamos redescubrirlo en Occidente, donde se ha convertido a veces la oración en un ejercicio puramente intelectual, sin integrar en ella los recursos del cuerpo.

Una justa actitud del cuerpo induce una justa actitud del corazón.

En el ambiente propio del cristianismo, ser espiritual no significa evadirse o desprenderse del cuerpo, sino por el contrario habitarlo plenamente. El cuerpo nos pone en relación con la realidad que nos rodea, y es nuestro primer medio de comunicación. El cuerpo nos obliga a un sano realismo, esencial para la vida espiritual. Es también una condición para vivir en el presente. El cuerpo tiene sus miserias, su pesantez, sus limitaciones, pero tiene la gran ventaja de estar en lo real, en el instante presente.

Permite, por decirlo así, «lastrar» el espíritu, y obligarlo a estar en el presente. Hay en el cuerpo humano una humilde sabiduría a la cual el espíritu debe someterse. No se puede encontrar a Dios en la oración más que situándose en el instante presente, y el estar en el cuerpo es una ayuda preciosa en ese sentido. Para orar hay que estar en el corazón y para estar en el corazón hay que estar en el cuerpo.

5. Cuando no se plantea la pregunta de «qué hacer»

Para tratar la cuestión «qué hacer durante el rato de oración», quisiera comenzar por desbrozar el terreno, refiriéndome a las circunstancias en que esa pregunta no se plantea.

Comencemos por una observación: cuanto más crezca nuestro amor por Dios, menos se planteará esa pregunta. Cuando dos personas se aman con un amor intenso, no suelen tener problemas para saber cómo ocupar el tiempo que pasan juntas. El amor resuelve muchas preguntas. Tenemos que pedir sin cesar amar más; dicho de otro modo, que Dios nos dé un corazón nuevo. Bienaventurado quien pueda decir «que ya solo en amar es mi ejercicio», como la esposa en la canción 28 del Cántico espiritual (B) de san Juan de la Cruz. Este amor vale más y aprovecha más a la Iglesia que todas las obras del mundo, añade él.

Hay momentos en que la oración marcha sola, por razones diversas. Gozamos de un gran fervor sensible (ese es a veces el caso después de una fuerte gracia de conversión o de efusión del Espíritu), estamos contentos con la oración, tenemos mil cosas que decir al Señor… Otras veces la oración marcha porque estamos tan desolados que toda nuestra vida se convierte en una súplica constante. Después de todo, eso también es una gracia.

Existe también otra circunstancia en la que no tenemos que plantearnos la pregunta del «qué hacer». Tiene lugar cuando Dios ha empezado a introducirnos en una cierta gracia de oración contemplativa. Hay que decir algo de eso, pues esta gracia es a veces bastante imperceptible en sus comienzos, y se pueden tener escrúpulos por estar en una actitud más pasiva que activa. Actitud que es, sin embargo, la que Dios nos pide y que 61

nos une más profunda y realmente a Él[65].

Esto no es fácil de describir con palabras, pero se podría decir lo siguiente: no tengo emociones espirituales intensas, ni tampoco luces particulares que capten mi entendimiento. Sin embargo, tengo cierta inclinación a quedarme tranquilamente y en reposo ante Dios sin hacer gran cosa, pero con una cierta satisfacción de estar en su presencia. La inteligencia y la imaginación divagan un poco a derecha e izquierda como de costumbre, están lejos de quedar fijadas, pero, en lo que se refiere a mi corazón, siento que está poseído por una cierta orientación, una atención amorosa a Dios, bastante general, sin que se trate de un punto en particular (una verdad, un aspecto del misterio cristiano). Atención amorosa y general a Dios, más allá de ideas precisas, imágenes o razonamientos discursivos.

Si me encuentro en esa situación, debo quedarme ahí. Mi única actividad será quizá mantenerla dulce y tranquilamente, con un pequeño acto de vez en cuando para reorientar el corazón a Dios, o una breve consideración para avivar la fe, la esperanza o el amor, o incluso una palabra con la que digo a Dios lo que tengo en el corazón. Un poco como un pájaro que alterna los momentos en que bate las alas y los momentos en que planea… O incluso mi actividad será solamente seguir las mociones particulares del Espíritu que puedan darse eventualmente sobre esta base de oración receptiva.

Hay temporadas en la oración en que nos conviene estar activos, alimentarla, de lo contrario caeríamos en una cierta pereza espiritual, pero también hay tiempos, que debemos saber reconocer, en que el Espíritu Santo nos invita a dejar toda actividad, y quedarnos de manera más pasiva bajo su influjo, en una simple actitud de disponibilidad interior. Mantenernos en una «dulce respiración de amor», según la expresión de Juan de la Cruz. Esta actitud me parece bien descrita en el salmo 131: Señor, mi corazón no se ha engreído,

ni mis ojos se han alzado altivos.

No he marchado en pos de grandezas,

ni de portentos que me exceden.

He moderado y acallado mi alma

como un niño en el regazo de su madre.

Como niño satisfecho está mi alma.

¡Espera, Israel, en el Señor,

desde ahora y para siempre!

 

Esta oración contemplativa a la que acabo de referirme es una gracia, un don particular, más que el resultado de nuestros esfuerzos humanos por recogernos y alimentar la oración. Pero pienso que se le concede a muchas personas.

6. Cuando se trata de estar activo en la oración

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Cuando no estamos en una de las situaciones que acabo de describir, en que la oración discurre sola —sea en forma de diálogo espontáneo, sea porque somos favorecidos con una gracia de recogimiento contemplativo como acabo de decir—, tenemos que ser más activos para no caer en la pereza espiritual y en el desperdicio del tiempo de oración.

No pretendo explorar todas las posibilidades que caben para ocupar el rato de oración, se encuentran muchas pistas en los autores espirituales. Me voy a limitar a dos

«vías» que nos ofrece la tradición de la Iglesia, y que me parecen en la práctica las más indicadas.

Podemos emplear las dos, según nuestra inclinación y según las circunstancias o los momentos que nos parezcan más adecuados. Se trata de la meditación de la Escritura y las distintas formas de oración repetitiva.

7. La meditación de la Escritura

Nos unimos aquí a la muy antigua tradición de la lectio divina, es decir, una lectura de la Escritura que busca encontrar a Dios y abrirnos a lo que nos quiera decir hoy a través de ella. La lectio divina puede tener diferentes formas y orientaciones, pero quiero tratarla aquí como un método de oración[66].

Tiempos y momentos

El mejor momento para practicarla, cuando eso es posible, es la mañana. Nuestro espíritu está más fresco y mejor dispuesto, en general menos cargado por las preocupaciones que al final de la jornada. ¿No dice el salmo 90 «Sácianos de mañana con tu misericordia, exultaremos y nos alegraremos todos nuestros días»? El libro de Isaías dice también (en la traducción litúrgica): «Para saber decir al abatido una palabra de aliento, cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los iniciados» (Is 50, 4).

Otra ventaja: hacer la lectio divina por la mañana quiere decir que la tarea más urgente de nuestra vida es ponernos a la escucha de Dios. Esta práctica también nos sitúa desde por la mañana en una actitud interior de escucha, y eso nos permite conservar más fácilmente la disponibilidad para el resto de la jornada, y percibir mejor las llamadas que Dios pueda dirigirnos.

Dicho esto, no se trata de absolutizar el consejo. Es claro que mucha gente no tiene la posibilidad de tomarse ese tiempo por la mañana y no pueden hacerlo más que en otros momentos del día. Eso no impedirá que Dios les hable si tienen sed de Él.

¿Qué texto meditar?

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Hay varias posibilidades. Se puede meditar un texto de manera continua —un evangelio, una epístola de san Pablo u otro texto de la Biblia—, día tras día. Conozco a un laico casado, padre de familia, que hace todas las mañanas un rato de oración con la Palabra de Dios. Lleva dos o tres años con el Evangelio de san Juan.

Sin embargo, el consejo que doy a los principiantes es hacer la lectio con los textos que la Iglesia propone para la misa de cada día. Eso tiene la ventaja de ponernos en armonía con la vida de la Iglesia universal, y con los tiempos litúrgicos, y prepararnos para la Eucaristía si participamos en ella. También disponemos así de tres textos diferentes escogidos (primera lectura, salmo, evangelio), y hay menos riesgo de tropezar con textos demasiado áridos o difíciles de interpretar. Es muy raro que entre los tres textos no haya al menos un pasaje que nos hable. Practicar la lectio interesándose simultáneamente por varios textos es con frecuencia la ocasión de entrever la profunda unidad de la Escritura. Al leer la Biblia, es una gran alegría comprobar cuántos textos —

muy diferentes unos de otros por el estilo, la época de composición, el contenido—

pueden desplegar armonías nuevas y aclararse mutuamente al reunirlos. Cuando interpretan los textos de la Escritura, a los sabios de la tradición rabínica les gusta resaltar la riqueza de su significado «ensartando collares». Las perlas son versículos tomados de distintas partes de la Escritura, la Torah, los Profetas y los Escritos (los demás libros, salmos y escritos sapienciales). Es lo que el mismo Jesús hará para los discípulos después de la Resurrección, como nos dice el Evangelio de Lucas (Lc 24, 27 y 24, 44). Esta tradición de reunir textos diferentes para que se iluminen unos a otros será evidentemente seguida por todos los Padres de la Iglesia y los comentaristas espirituales hasta hoy.

¿Cómo proceder concretamente?

Como ya hemos subrayado, la fecundidad de la lectio divina responde a las actitudes interiores y no a la eficacia de un método. Es importante comenzar sin precipitarse sobre el texto, preparándose un rato suficiente en las disposiciones previas de la oración, de fe y de deseo. Veamos las etapas que se pueden sugerir.

Como siempre que se trata de hacer oración, hay que comenzar por recogerse, y ponerse en presencia de Dios. Dejar a un lado los cuidados y preocupaciones: lo único necesario, como para María de Betania, es estar a los pies del Señor para escuchar su palabra[67]. Para eso tenemos que situarnos en el instante presente. A veces nos cuesta mucho. Quizá sea oportuno, si es el caso, utilizar los recursos del cuerpo y de las sensaciones. A veces viene bien comenzar por una preparación corporal antes de empezar a leer: cerrar los ojos, entrar en nuestro cuerpo, hacer que se distienda (relajar los hombros, los músculos que puedan estar tensos…), tomar conciencia de la respiración y respirar lenta y profundamente, sentir el contacto del cuerpo con el mundo material en el que estamos: contacto de los pies en el suelo, del cuerpo sobre el asiento, de las manos con la Biblia o el misal que vamos a emplear para la lectura. El primer contacto con la Palabra debe ser un contacto físico. El tacto es ya una escucha. ¿No dice san Juan «Lo que hemos tocado del Verbo de Vida…»? (1 Jn 1, 1).

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Una vez que nos parece que estamos relajados, en contacto con nuestro cuerpo, situados en el instante presente, tenemos que volver nuestro corazón a Dios para agradecerle por anticipado este rato que nos concede y en el que saldrá a nuestro encuentro mediante su palabra. Pedirle luz para comprenderla, que nos dé «la inteligencia de las Escrituras» (Cf. Lc 24, 45) como a sus discípulos, y sobre todo pedirle que esta palabra suya nos visite en profundidad, convierta nuestro corazón, denuncie nuestros compromisos con el pecado, nos ilumine y nos transforme en lo que sea hoy necesario para que nos sumemos al proyecto divino sobre nuestra vida.

Estimular nuestro deseo y nuestra voluntad en este sentido.

Cuando ya estamos bien preparados —hay que tomarse sin dudarlo el tiempo conveniente, pues es esencial— podemos abrir los ojos y comenzar la lectura del texto sobre el que vamos a hacer la lectio. Debemos leer lentamente, aplicando nuestra inteligencia y nuestro corazón a lo que leemos, y meditándolo. Pero «meditar» en la tradición bíblica (véase el salmo primero: «Dichoso el hombre que noche y día medita la Ley del Señor») no significa tanto reflexionar como musitar, repetir, rumiar. Al comienzo es más una actividad física que intelectual. No hay que tener reparo en repetir muchas veces un versículo que llama nuestra atención, pues con frecuencia, a fuerza de rumiarlo, destila su sentido profundo, lo que Dios quiere decirnos hoy a través de ese versículo. La inteligencia reflexiva también tiene su función, por supuesto y se puede preguntar al texto: ¿Qué me dice sobre Dios? ¿Qué me dice sobre mí mismo? ¿Qué buena nueva contiene? ¿Qué invitación para mi vida concreta puedo sacar de aquí? Si un versículo parece oscuro, podemos ayudarnos con las notas o una explicación, pero evitando convertir el tiempo de la lectio en un tiempo de estudio. No importa que estemos un rato largo con un versículo que adquiere para nosotros un sabor particular y, a partir de lo que nos sugiere, entrar en diálogo con Dios. La lectura debe convertirse en oración: dar gracias por un versículo que nos anima, invocar la ayuda de Dios por un pasaje que nos invita a una conversión que nos parece difícil… En algunos momentos, si se nos concede esa gracia, se puede dejar la lectura, detenerse en una actitud de oración más contemplativa, que se reduce a una simple admiración de la belleza de lo que Dios nos hace descubrir a través del texto. Un versículo puede, por ejemplo, hacerme sentir profundamente la dulzura de Dios, o su majestad, o su fidelidad, o el esplendor de Cristo, e invitarme sencillamente a contemplar eso y darle gracias. El objetivo último de la lectio no es leer kilómetros de texto, sino introducirnos todo lo posible en esta admiración contemplativa, que alimenta en profundidad nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor. Eso no se nos da siempre, pero cuando es el caso, hay que saber interrumpir la lectura y contentarse con la simple presencia amorosa ante el misterio, que se nos desvela en el texto.

En lo que acabamos de decir, podemos reencontrar las cuatro etapas de la lectio divina según la tradición medieval: Lectio (lectura), Meditatio (meditación), Oratio (oración) y Contemplatio (contemplación). Estas no son otras tantas etapas sucesivas que debamos recorrer, sino más bien modalidades particulares que podemos practicar.

Tanto más porque las tres primeras dependen de la actividad de hombre, pero la cuarta 65

no está en nuestra mano: es un don de la gracia que debemos desear y acoger, pero que no siempre se nos concede. Además, como ya he dicho, puede haber tiempos de aridez, de sequedad, como en toda oración. No hay que desanimarse nunca: quien busca acaba encontrando.

Otro consejo: en el curso de la meditación conviene también anotar algunas palabras que nos tocan más particularmente, en un cuaderno al efecto. Escribir ayuda a que la Palabra penetre más profundamente en el corazón y la memoria.

Una vez terminado el tiempo de la lectio, hay que agradecer al Señor el rato que hemos pasado con Él, pedirle la gracia de guardar la Palabra en nuestro corazón, como la Virgen María, y decidirnos a poner en práctica lo que hemos recibido en esa meditación.

Quisiera terminar con un hermoso pasaje del monje copto Matta el Maskin: La meditación no es solo lectura vocal en profundidad, comprende también la repetición silenciosa de la Palabra muchas veces, con creciente profundidad hasta que el corazón se abrasa en el fuego divino. Eso está bien ilustrado por lo que dice David en el salmo 39: «Mi corazón ardía dentro de mí; en mi meditación se encendía el fuego». Aquí aparece el hilo sutil que une la práctica y el esfuerzo a la gracia y al fuego divino. El solo hecho de meditar varias veces la Palabra de Dios, lenta y calmadamente, conduce, por la misericordia de Dios y su gracia, al encendimiento del corazón. Así la meditación se convierte en el primer lazo normal entre el esfuerzo sincero de la oración y los dones de Dios y su inefable gracia. Por esta razón, la meditación se ha considerado como el primer y el más importante grado de la oración del corazón, a partir del cual el hombre puede elevarse al fervor del espíritu, y vivir allí toda su vida[68].

Último aviso sobre este asunto: en vez de la Escritura, es posible a veces tomar como base de la oración la meditación de alguna obra espiritual, o un escrito de un santo que nos toca especialmente en un momento de nuestra vida. Eso es legítimo en todo caso. Pero no nos privemos de un contacto directo con la Escritura santa: a veces es más difícil, pero lleva una unción y muestra tesoros mucho más ricos que cualquier obra humana.

8. Hacia la oración continua

Hablemos ahora de un camino de acceso a la oración contemplativa diferente de la meditación de la Escritura (no opuesto sino complementario): el de las distintas tradiciones de oración repetitiva, como la oración de Jesús (u oración del corazón), y el rosario. Tienen la ventaja de ser sencillas, utilizables durante los ratos de oración, y también fuera de ellos, de modo que la oración pueda llenar poco a poco toda nuestra vida. Ya mencioné este punto más arriba, pero querría volver sobre él.

Desde siempre los creyentes han buscado la oración continua. Ya en el Antiguo Testamento se encuentra esta aspiración: «Dichoso el hombre que […] se complace en la Ley del Señor, y noche y día medita en su Ley» (Ps 1, 2). «¡Cuánto amo tu Ley, Señor! Es mi meditación el día entero» (Ps 119, 97). Eso se manifiesta más aún en el mundo cristiano, donde muchos han querido responder a la llamada del Señor: «¡Orad 66

sin interrupción!».

El cristiano no puede contentarse con tener unos ratos de oración. Debe tender a rezar constantemente, a estar siempre unido a Dios, en amor y adoración, pues es ahí donde se encuentra su verdadera vida. Dios no deja de amarnos, de pensar en nosotros: es justo que nosotros deseemos hacer lo mismo respecto a Él y vivir siempre en su presencia. «Camina en mi presencia», le pidió a nuestro padre Abrahán (Gn 17, 1).

Conviene pensar en Dios con la mayor frecuencia posible, amarle y adorarle sin cesar en nuestro corazón. «Me parece que nunca he estado más de tres minutos sin pensar en el buen Dios», dice Teresa de Lisieux. Es deseable llegar, incluso en medio de nuestras ocupaciones ordinarias, a una atención continua del corazón a la presencia de Dios. Eso no es fácil, ¡estamos tan distraídos! Es una obra de largo recorrido, que pide una ayuda particular de la gracia divina. Nunca la alcanzaremos de modo perfecto, pero es hermoso tender a ella, ahí se encuentra la verdadera felicidad.

Así describe Matta el Maskin los esfuerzos convergentes que deben ponerse por obra para alcanzar ese objetivo:

 

— Reavivar el sentimiento de estar en la presencia de Dios, que ve todo lo que hacemos y oye todo lo que decimos.

— Intentar hablarle de vez en cuando, con frases cortas que expresen nuestra situación del momento.

— Asociar a Dios a nuestros trabajos, pidiéndole que esté en nuestras actividades; darle cuenta una vez terminadas; agradecerle si han salido bien; decirle lo que ha salido mal, buscando las razones: ¿quizá nos hemos alejado de él, o hemos omitido pedirle ayuda?

— Intentar percibir la voz de Dios a través de nuestros trabajos. Muy a menudo nos habla interiormente, pero al no estar atentos, perdemos lo esencial de sus orientaciones.

— En los momentos críticos, cuando recibimos noticias alarmantes, o cuando somos agredidos, pidámosle enseguida consejo; en la prueba, es el amigo más querido y el consejero más seguro.

— Cuando el corazón comienza a irritarse y los sentimientos se agitan, volvamos a él para calmar esta agitación nefasta antes de que invada nuestro corazón: envidia, cólera, juicio, venganza, todo eso nos hará perder la gracia de vivir en su presencia, pues Dios no puede convivir con el mal.

— Intentar en lo posible no olvidarle, volviendo otra vez a él, cuando nuestros pensamientos caen en flagrante delito de vagabundeo.

— No emprender ningún trabajo o dar una respuesta antes de recibir una incitación de Dios. Esta se hace cada vez más clara en la medida de la fidelidad de nuestro andar en su presencia y de nuestra determinación a vivir con él[69].

9. Las oraciones repetitivas

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Además de lo que acabamos de tratar, uno de los medios empleados para tender a la oración continua, en particular en los ambientes monásticos, ha sido la utilización de breves fórmulas, sacadas o inspiradas en la Escritura, que se repiten frecuentemente, durante los tiempos dedicados a la oración, pero también en otras ocasiones, en medio de las tareas, para mantenerse siempre en presencia de Dios. Según el testimonio de Juan Casiano, algunos monjes de Egipto en el siglo IV, repetían sin cesar la invocación del salmo: «¡Dios mío, ven en mi ayuda! ¡Señor, date prisa en socorrerme!» (Ps 70, 2).

El hermoso libro Relatos de un peregrino ruso ha popularizado en Occidente el conocimiento y la práctica de la «Oración de Jesús» u «oración del corazón». Cuenta la vida de un humilde campesino de Rusia, tocado por la exhortación de la Carta a los Tesalonicenses «¡Orad sin cesar!», y que se pregunta cómo poner en práctica estas palabras. Recorrerá toda Rusia en busca de un padre espiritual capaz de enseñárselo.

Será iniciado por un monje en esta tradición de oración que consiste en repetir sin cesar la frase «¡Señor Jesucristo, ten piedad de mí!», ayudándose de un rosario de lana, y acompasando el rezo de esa oración con el ritmo de la respiración, en una mirada interior dirigida al corazón. Experimentará poco a poco los beneficios: pacificación y purificación del corazón, gozo de la presencia divina, iluminación interior sobre el amor de Dios, compasión de todas las criaturas, mirada renovada hacia el mundo y la naturaleza… Esta tradición se remonta a los ambientes monásticos egipcios de los primeros siglos, y se difundió en toda la Ortodoxia, y también, en nuestros días, en el mundo occidental.

En Occidente es más familiar la devoción del rosario, con su repetición de los Padrenuestros y Avemarías.

Hoy la repetición no tiene siempre buena prensa. Estamos en un mundo que, por haber perdido el sentido de las cosas más elementales de la vida, está en búsqueda permanente de novedades. Es cierto que la repetición puede ser mecánica, rutinaria, pero puede significar también la inscripción del amor en la duración. Está intrínsecamente ligada a la vida: ¡felizmente para nosotros, el corazón no se cansa nunca de latir, ni la respiración olvida su ritmo!

Como ya hemos indicado, el ritmo tiene un papel fundamental en la existencia humana. Tiene un efecto pacificador, permite que una energía se despliegue en el tiempo sin desperdicio ni agotamiento. Permite que un deseo, una intención del alma, se exteriorice mediante el cuerpo y se enraíce al mismo tiempo en el corazón. Es la acogida de lo real, de la encarnación, de la inscripción de la condición humana en los ritmos de la naturaleza y de la vida. Es apertura a un sentido profundo que nos supera, más allá de las percepciones de la inteligencia racional. Nos hace alcanzar una cierta sabiduría, de inteligencia de la vida, en una dependencia consentida del Creador.

La oración está llamada a ser no una actividad entre otras, sino la actividad fundamental de nuestra existencia, el ritmo mismo de nuestra vida profunda, la respiración de nuestro corazón, por decirlo así. Las oraciones repetitivas nos ayudan en esto, en tanto que esfuerzo humano, búsqueda perseverante, en la esperanza de que la gracia conceda lo que mendiga el deseo, a través de la humilde e incansable repetición de las mismas palabras.

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Es legítimo en todo caso ocupar el tiempo que dedicamos a la oración en el empleo de estas oraciones repetitivas. En particular en los momentos en que, por razones de cansancio, de dificultad para poner en ejercicio las facultades intelectuales, nos sentimos movidos por el Espíritu Santo a una oración más pobre que la meditación, pero más sencilla, más dirigida a lo esencial, sin recurrir a la inteligencia discursiva o a la imaginación, para dar prioridad al corazón. Esta repetición debe hacerse suavemente, tranquilamente, sin esfuerzo tenso (que sería contraproducente), estando atentos a la presencia de Dios en nosotros, y ocupando el cuerpo y el espíritu en la fórmula de la oración empleada. El ritmo de la repetición puede favorecer el recogimiento. La fidelidad a la humilde y sincera búsqueda de Dios que se expresa en esta plegaria puede llevarnos poco a poco a recibir la gracia de entrar en una verdadera contemplación y unión amorosa con Dios.

Además de su simplicidad, la ventaja de estas oraciones repetitivas es que pueden llegar a convertirse en una especie de hábito, y suponen un buen recurso para orar en otros momentos de la jornada, fuera del tiempo dedicado a la oración propiamente dicha: en el coche, de paseo, en los ratos de insomnio, en el curso de actividades o trabajos en los que no necesitemos estar completamente absorbidos por la tarea que nos ocupa.

Veamos algunas reflexiones sobre la Oración de Jesús y sobre el Rosario.

10. La Oración de Jesús

En la base de la Oración de Jesús se encuentra una antigua y hermosa espiritualidad del nombre de Jesús, que hunde sus raíces en la Escritura[70]. El mismo Jesús nos llama a pedir en su nombre: «Si le pedís al Padre algo en mi nombre, os lo concederá» (Jn 16, 23), y los Hechos de los Apóstoles hablan con frecuencia de la fuerza del nombre de Jesús, afirmando que «no hay ningún otro nombre bajo el cielo dado a los hombres, por el que tengamos que ser salvados» (Hch 4, 12).

Desde los primeros siglos de la era cristiana se desarrolla esta hermosa tradición de invocar el nombre de Jesús en la oración, sea en fórmulas análogas a las del peregrino ruso, sea de manera simplificada donde no queda más que el nombre. Muchos textos lo atestiguan, por ejemplo este de san Macario el Egipcio, monje del siglo VI: Cuando yo era niño, veía a las mujeres masticar bétel para endulzar su saliva y evitar el mal olor de su boca. Así debe ser para nosotros el Nombre de Nuestro Señor Jesucristo: si masticamos este nombre bendito pronunciándolo constantemente, dará a nuestras almas toda dulzura, y nos revelará las cosas celestiales, él que es el alimento de la alegría, la fuente de salvación, la suavidad de las aguas vivificantes, la dulzura de todas las dulzuras; y arroja del alma todo mal pensamiento el nombre de Quien está en los Cielos, Nuestro Señor Jesucristo, el Rey de reyes, el Señor de los señores, celestial recompensa de los que le buscan de todo corazón[71].

Por lo que se refiere a la práctica de este modo de oración, se puede ver lo ya dicho en mi libro Tiempo para Dios, así como a los más amplios y excelentes consejos del ya 69

citado La Oración de Jesús.

11. El Rosario

El Rosario es muy diferente de la Oración de Jesús, pero se le puede también considerar en esta categoría de las oraciones sencillas, repetitivas, que conducen, si el corazón está bien dispuesto, a una profunda comunión con Dios y a la oración contemplativa.

Además de la humilde petición (¡Ruega por nosotros pecadores!), el Avemaría contiene una dimensión de alabanza y de acción de gracias. El Rosario es también un modo de recorrer, con la ayuda de María, todas las riquezas de los misterios de Cristo, aun sin aplicar forzosamente la inteligencia discursiva en una meditación de cada misterio.

Comporta también la gracia particular de la invocación a María, quien nos introduce en su propia oración, su propio recogimiento, su silencio y su escucha interior, su propia comunión con Dios. En un pasaje sobre la oración de simplicidad, el padre Jean Claude Sagne se expresa así:

La oración vocal se convierte progresivamente en una escuela de silencio, por una inmersión en el silencio de María; es la señal propia de la influencia maternal de María en la vida de los fieles: a los que le rezan, ella los atrae a su silencio, para la escucha de la palabra de Dios… La oración del rosario es así la preparación interior para entrar, llevados por el Espíritu Santo, en el lugar espiritual que es el seno de María, como tienda del encuentro, como lugar donde la Palabra de Dios es perfectamente oída y escuchada, creída y seguida[72].

El Rosario, como la Oración de Jesús, es una oración que afecta al cuerpo de manera sencilla pero profunda (ritmo de la repetición de las palabras, manos que pasan las cuentas, posición sosegada del cuerpo, respiración tranquila). Compromete también las actitudes esenciales del corazón y de la voluntad. Propone a la inteligencia un alimento «mínimo», muy pobre, en la simplicidad de la fórmula empleada. Devuelve así la inteligencia a sus límites y a su función esencial, que es estar capacitada para la acogida, como continúa diciendo en el texto siguiente:

La repetición es aquí el medio para fijar sin esfuerzo la atención de la inteligencia de modo que el corazón quede libre para escuchar y guardar la Palabra de Dios. La inteligencia está ocupada en repetir gestos sobrios y breves fórmulas sabidas de memoria, para hacer disponible la atención profunda del orante, situado así en la paz y la confianza por el silencio de la escucha.

La oración de simplicidad contiene una enseñanza discreta y profunda sobre lo que es la inteligencia humana. Es el recuerdo implícito de que la inteligencia humana es, ante todo, una capacidad infinita de acogida, pero que no contiene nada absolutamente en sí misma, en tanto no sea habitada por las palabras o las imágenes que recibe del «exterior», es decir, del mundo y de los demás. Se ve aquí que la prioridad debe darse siempre al escuchar sobre el decir, a la acogida sobre el hacer, a la apertura al don sobre la producción de una tarea. Esta parte fundamental permanente de la inteligencia humana, esta parte de la pasividad y de la dependencia, no solo está atestiguada, sino puesta por obra por el lugar del cuerpo en la 70

oración de simplicidad. Por el hecho mismo, lo que aquí se enseña y se pone en ejercicio, es también la base de la actitud espiritual de la oración cristiana: humildad del corazón en la espera del don de Dios. La participación mínima del cuerpo en la oración de simplicidad, junto a un ejercicio poco gratificante para la inteligencia creadora, contribuye a hacer de esta oración una verdadera escuela de la contemplación. La contemplación es la oración puramente producida por el Espíritu Santo en el orante, es pues la oración que es puramente recibida como un don de Dios.

En su simplicidad y su pobreza, el Rosario es una oración tan poderosa porque, a través de las manos maternales de María, nos coloca en las actitudes fundamentales que indiqué más arriba y que hacen fecunda la vida de oración: fe, humilde esperanza, amor sencillo y fiel.

 

58 Liturgia de las horas. Viernes después de ceniza.

59 Maximes spirituelles (MS), 6.

60 Moradas del Castillo interior. Quintas, cap. 3, 11.

61 Manuscrito C, folio 11 vº.

62 Ver la parte del Manuscrito C que sigue al folio citado en la nota anterior.

63 Manuscrito A, folio 80, rº.

64 Se puede ver en Internet, por ejemplo, « Los nueve modos de orar de santo Domingo».

65 Esta cuestión la trata Juan de la Cruz en profundidad cuando habla del paso de la meditación a la contemplación. Ver, por ejemplo, Subida del Monte Carmelo, caps. 12 y 13.

66 Vuelvo en este pasaje, adaptándolas un poco, a las páginas que escribí sobre este asunto en mi libro

« Llamados a la vida».

67 Cf. Lc 10, 38-42.

68 Matta el Maskin, L’expérience de Dieu dans la vie de prière, éditions du Cerf, p. 48.

69 Ibid., p. 248.

70 Para profundizar en este asunto se pueden consultar: Un moine de L’Église d’Orient, La prière de Jésus, Chevetogne, 1963. Y Jacques Serr et Olivier Clément, La prière du coeur, Abbaye de Bellefontaine, 1977.

71 Citado por Ivan Gobry, De saint Antoine à saint Basile. Fayard, p. 258.

72 Jean Claude Sagne, Viens vers le Père. Éditions de l’Emmanuel, p. 138.

71

 

 

V. LA ORACIÓN DE INTERCESIÓN

¡Qué grande es la fuerza de la oración!

Se diría que es una reina que tiene acceso libre al rey

en todo momento y puede obtener todo lo que pide.

 

Teresa de Lisieux[73]

 

 

Quiero tu oración ancha como el mundo.

 

Jesús a Sor María de la Trinidad[74]

 

 

La oración de petición es la más espontánea para nosotros: en la necesidad, nos volvemos fácilmente a Dios para pedirle ayuda. Nuestra oración, por supuesto, no debe limitarse a eso. Si queremos llegar a ser los «adoradores en espíritu y en verdad» que busca el Padre, y si queremos que nuestra oración nos conduzca a una profunda unión con Dios, debe ser ante todo una oración de alabanza y de adoración.

Dicho esto, la oración de petición y de intercesión tiene un lugar del todo legítimo en la vida cristiana; la Escritura lo muestra claramente. «Te encarezco ante todo que se hagan súplicas, oraciones, peticiones y acciones de gracias por todos los hombres», dice san Pablo en la primera carta a Timoteo (2, 1) y se podrían citar muchos otros pasajes análogos. El libro de los Salmos, que es la gran escuela de la oración de Israel y de la Iglesia, aunque termina con salmos de alabanza, contiene numerosas peticiones de ayuda dirigidas a Dios, por sí mismo o por otros.

Sin querer tratar esta cuestión en profundidad, diré algo en este capítulo sobre la oración de intercesión. Esta forma de oración contiene algunas de las expresiones más hermosas de confianza en Dios y de amor al prójimo.

«Lo que pidáis en mi nombre eso haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo» (Jn 14, 13). Esta frase de Jesús es en verdad para nosotros una incitación a presentar a Dios las necesidades de nuestros prójimos, de la Iglesia, del mundo entero.

Haciéndolo (con la alabanza y la ofrenda de nuestra vida) ejercemos de lleno el

«sacerdocio común» de todos los bautizados, que el Concilio Vaticano II ha vuelto a traer a la luz, y del que estamos aún lejos de haber comprendido todo su sentido e importancia.

Para meditar sobre esta vocación, conviene contemplar las hermosas figuras de intercesores que se encuentran en el Antiguo Testamento.

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Pensemos en Abrahán que, en el libro del Génesis, «negocia» mano a mano con el Señor el número mínimo de justos, en la ciudad culpable de Sodoma, para que, a pesar de su crimen abominable, la ciudad sea librada de la destrucción (Cf. Gn 18, 22-33).

Pensemos en diversos episodios de la vida de Moisés. Aquel en que el pueblo en marcha por el desierto es atacado por Amalec (personificación en el judaísmo del mal por excelencia)[75]; Josué y sus hombres combaten en la llanura mientras que Moisés se dedica a rezar en la cima de la colina, con los brazos levantados hasta la puesta de sol, con la ayuda de Aarón y de Hur cuando la fatiga se hace demasiado grande. Su oración obtiene la victoria.

El pasaje más emocionante de todos es sin duda la intercesión de Moisés por el pueblo después de la traición del becerro de oro (Ex 32, 1-14). Durante los cuarenta días que ha pasado Moisés en la cima del Horeb, donde Dios le da las tablas de la Ley, el pueblo ha pecado de idolatría (y, según la tradición judía, de todas las faltas que se derivan de ella: muertes, desenfrenos…). El Señor, airado, advierte entonces a Moisés que va a exterminar a este pueblo infiel, para hacer de Moisés una nueva nación:

— Anda, baja porque se ha pervertido tu pueblo, el que sacaste del país de Egipto. Pronto se han apartado del camino que les había ordenado. Se han hecho un becerro fundido y se han postrado ante él; le han ofrecido sacrificios y han exclamado: «Este es tu dios, Israel, el que te ha sacado del país de Egipto». […] Ya veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz.

Ahora, deja que se inflame mi cólera contra ellos hasta consumirlos; de ti, en cambio, haré un gran pueblo.

Moisés se esfuerza entonces en apaciguar a Dios, con argumentos bien elegidos:

— ¿Por qué, Señor, ha de inflamarse tu cólera contra tu pueblo, al que has sacado del país de Egipto con gran poder y mano fuerte? ¿Por qué dar pie a que digan los egipcios: «Por malicia los ha sacado para matarlos entre las montañas y exterminarlos de la faz de la tierra»? Aplaca el furor de tu cólera y renuncia al mal con que amenazas a tu pueblo. Acuérdate de Abrahán, de Isaac y de Israel, tus siervos, a quienes juraste por ti mismo diciendo:«Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo; y toda esta tierra que os he prometido se la daré a vuestra descendencia, para que la posean en herencia para siempre».

El Señor renunció al mal que había anunciado hacer contra su pueblo.

Se encuentran rasgos en este diálogo —así lo ven muchos rabinos— que tienen todas las características de una discusión entre amigos o esposos: Dios dice a Moisés

«deja» antes de que este haya abierto la boca. Y, como los padres que a propósito de un hijo que se ha portado mal se dicen el uno al otro: ¡mira lo que ha hecho tu hijo!, cada uno de los dos interlocutores del diálogo señala al pueblo culpable diciendo «¡tu pueblo, al que has sacado del país de Egipto!».

Es cierto que, desde el principio, Dios está dispuesto a perdonar a Israel, pero ha querido que este perdón se le conceda a través de la intercesión de su servidor y amigo Moisés. Dios no hace nada sin hablar con sus servidores los profetas. Ya cuando pensaba destruir Sodoma, decía para sí: «¿Cómo podré ocultar a Abrahán lo que voy a hacer?»

73

(Gn 18, 17).

Un poco más adelante en el mismo capítulo (Ex 32, 31-32) vemos de nuevo a Moisés interceder por su pueblo, de modo más incisivo aún, llegando incluso a pedir a Dios, que si no perdona al pueblo, le borre también a él de su libro de la vida.

Volvió, pues, Moisés hasta el Señor y dijo: — ¡Ay! Este pueblo ha cometido un pecado gravísimo, haciéndose un dios de oro. Ahora bien, si les perdonaras su pecado… Si no, bórrame a mí del libro que tú has escrito.

Moisés se había hecho amigo de Dios. En la Tienda del encuentro, «El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como se habla con un amigo» (Ex 33, 11).

Esta amistad con Dios daba una gran fuerza a su oración.

Todos estamos invitados a entrar en esta amistad divina. En el Evangelio, Jesús dice a sus apóstoles: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros, en cambio, os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer» (Jn 15, 15). A veces me digo, al leer este versículo del Evangelio, que Jesús se pone verdaderamente en una mala posición al decirnos esas palabras: a un servidor se le puede negar algo, pero a un amigo es imposible.

Esta amistad supone, por supuesto, por nuestra parte un verdadero deseo de fidelidad: «Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando», dice Jesús en el versículo anterior.

Estamos llamados a hacer en todo la voluntad de Dios, porque esta voluntad es nuestra vida y nuestra felicidad, y también porque hay una alegría profunda en complacer a quien amamos y en quien tenemos plena confianza. Pero es hermoso comprender que eso no es de sentido único: Dios nos pide hacer su voluntad para poder también hacer la nuestra, tener la alegría de satisfacernos. Un padre del desierto decía:

«La obediencia responde a la obediencia. Si alguien obedece a Dios, Dios responde a su petición». Teresa de Lisieux decía poco antes de morir, con su sencillez y audacia acostumbradas: «El buen Dios tendrá que hacer todas mis voluntades en el cielo, porque yo nunca ha hecho mi voluntad en la tierra»[76].

1. Dios no niega nada a quienes no le niegan nada

En un texto de Jean-Jacques Olier, una figura importante de la renovación sacerdotal del siglo XVII francés (fundador de los Sulpicianos, tuvo un papel importante en la creación de seminarios y la renovación de las parroquias), se encuentra algo sorprendente. Al redactar un proyecto de reglamento para los seminarios —que él veía ante todo como lugares de formación en la oración—, habla de la importancia de la oración y de la necesidad fundamental de formar en ella a los futuros sacerdotes[77].

Llega incluso a decir, basándose en un pasaje de san Gregorio Magno: Según san Gregorio antes de ser sacerdote se debe haber adquirido una tal familiaridad con Dios que no se pueda ser rechazado: de suerte que quien no tiene la experiencia de poder 74

aplacar al Señor cuando se irrita no debe hacerse sacerdote ni ser admitido para ser pastor en la Iglesia, pues una de sus principales obligaciones, después de su propia justificación y el amor al prójimo, es aplacar la cólera del Señor y reconciliar al mundo con él.

Yo no sé lo que los actuales superiores de seminarios pensarán de este criterio de admisión al sacerdocio. El lenguaje de este texto puede resultarnos chocante, pero hay una evidente alusión a la oración de Moisés, y una intuición hermosa y justa sobre el papel de intercesión del sacerdote, cuya primera tarea es suplicar sin cesar a Dios para que tenga misericordia de su pueblo.

Otros preciosos pasajes del Antiguo Testamento nos empujan a la intercesión, como el que nos invita a no dejar en paz a Dios hasta que cumpla todas sus promesas de salvación con Jerusalén:

Sobre tus murallas, Jerusalén, he puesto centinelas. Ni de día ni de noche, jamás callarán. Los que invocáis al Señor no os toméis descanso. No le deis descanso hasta que restaure y haga de Jerusalén la alabanza de la tierra (Is 62, 6-7).

Este texto va precedido de un magnífico versículo que expresa el amor esponsal entre Dios e Israel: «Como un joven se desposa con una virgen, contigo se desposará tu constructor, y como se alegra el novio con la novia se deleitará en ti el Señor».

El diálogo con Dios en la oración puede tener distinto carácter: el de la amistad, el de la unión nupcial, el de la relación filial. Jesús en el Evangelio, al enseñar el «Padre nuestro», insistirá mucho sobre el poder de la oración dirigida al Padre del cielo por los que él ha adoptado como sus hijos. «Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se lo pidan?» (Mt 7, 11).

La intercesión para la salvación del mundo entero es un servicio fundamental de la Iglesia. Sea a título de amigos, de esposas, de hijos de Dios, debemos suplicar sin descanso a Dios que tenga misericordia del mundo. Se encuentran en la vida de los santos innumerables testimonios de este papel de intercesores, y de la maternidad o paternidad espiritual que ahí se expresa. Pensemos en santo Domingo, que se pasaba todas las noches en oración, invocando así al Señor: «Dios mío, misericordia mía, ¿qué va a ser de los pecadores?». Teresa de Lisieux adolescente, antes de su entrada en el Carmelo, rezaba con mucho fervor por el asesino Pranzini, obtenía su conversión en el momento mismo de subir él al cadalso, y llamaba en su autobiografía «mi primer hijo»

al que toda la prensa llamaba monstruo[78]. Entre tantos otros hechos semejantes, no me resisto a citar un pasaje del diario espiritual de santa Faustina Kowalska, a quien Jesús reveló los secretos de su corazón misericordioso, donde encontramos una versión moderna y muy femenina de un «santo regateo» un poco análogo a los de Abrahán y Moisés:

Por la mañana, al acabar mis ejercicios espirituales, me puse a trabajar haciendo croché.

Sentía que Jesús reposaba en mi corazón silencioso. Y esta profunda y dulce conciencia de la presencia divina me ha llevado a decir al Señor: «Oh Santa Trinidad que habitáis en mi 75

corazón, conceded, os lo ruego, la gracia de la conversión a tantas almas como puntos de ganchillo daré hoy». Entonces oí en mi alma estas palabras: «Hija mía, tus exigencias son demasiado grandes». —«Jesús, os resulta más fácil dar más que dar poco. Pero cada conversión de un alma pecadora exige un sacrificio. Os ofrezco, dulce Jesús, mi trabajo concienzudo. No me parece que sea una ofrenda demasiado pequeña para un número tan grande de almas. Jesús, vos mismo habéis salvado almas con treinta años de trabajo, y como la santa obediencia me prohíbe las penitencias y las grandes mortificaciones, os ruego que aceptéis, Señor, estas cosas pequeñas, marcadas con el sello de la obediencia, como si fuesen cosas grandes». He oído entonces una voz en el alma: «Mi dulce hija, voy a satisfacer tu petición»[79].

2. La intercesión, lugar de combate y de crecimiento

Quisiera añadir algunas observaciones acerca de este ministerio de intercesión que el Señor propone a los cristianos, y por el cual desea asociarlos a su obra de la redención.

La intercesión es también un camino de crecimiento y de purificación personal. Es un lugar de gracias y de gozo, pero también de combate y de conversión.

Cuando se trata de interceder, lo hacemos espontáneamente por las personas a las que queremos y que nos son cercanas. Eso es por supuesto legítimo, pero podría también dejarnos encerrados en un círculo un poco estrecho. Nuestro corazón debe ensancharse a la medida del de Dios. Es hermoso que nos abramos a otros ámbitos de intercesión en los que no pensamos espontáneamente, y que el Señor desea confiarnos.

Esto puede ensanchar de modo adecuado nuestro corazón y los horizontes de nuestra vida. Interceder no es solamente pedir por alguien que forma parte de nuestro universo, es entrar en la intercesión misma de Jesús, que no cesa de presentar al Padre todas las necesidades de los hombres.

Me he encontrado con muchas personas que, de manera a veces inesperada, habían recibido una fuerte llamada del Espíritu a llevar algunas intenciones a su oración y sus ofrecimientos: por los sacerdotes, los jóvenes en dificultades, los cristianos perseguidos, el pueblo de Israel, tal o cual categoría de pecadores, los agonizantes… La apertura a estas llamadas del Espíritu puede dar sentido y fecundidad a la vida de muchas personas que, sin eso, se sentirían a veces inútiles. Y eso es lo peor que le puede pasar a cualquiera. Pidamos pues a Dios que nos ilumine sobre las personas, las diversas situaciones, que Él desea confiar a nuestra oración y nuestro amor.

3. Cuando Dios parece no oírnos

Con frecuencia se plantea una cuestión a propósito de la oración de intercesión: qué decir de todas esas ocasiones en que Dios parece sordo a nuestras plegarias, lo que parece desmentir las palabras del Evangelio en que Jesús nos dice que obtendremos todo lo que pidamos con fe. ¿Qué sentido dar a estas faltas de respuesta? No es fácil vivirlas ni comprenderlas, y pienso que quedará siempre una cierta parte de misterio en la 76

sabiduría divina. Respetando esto, hago algunas observaciones.

Ninguna de nuestras oraciones se pierde nunca. Pronto o tarde recibirá respuesta, quizá no en el momento o en la forma que imaginamos, sino cuando y como quiera Dios según sus planes, que nos superan. Nuestras peticiones no son siempre atendidas como querríamos, pero haber rezado nos acerca siempre a Dios, nos hace recorrer un cierto camino interior, y trae consigo una gracia que veremos algún día y nos maravillará.

Se encuentra un ejemplo en la segunda carta a los Corintios. Pablo suplica por tres veces al Señor que le libre de su «aguijón en la carne». El Señor le responde: «Te basta mi gracia, porque la fuerza se perfecciona en la flaqueza» (2 Co 12, 9). Pablo no ha sido escuchado materialmente, pero su oración no ha sido en vano. Por el contrario, le ha hecho entrar en diálogo con Dios, y eso le ha permitido penetrar más a fondo en la sabiduría divina. Lo más importante en la intercesión no es siempre su objeto material, sino más bien el lazo que se anuda y se desarrolla ahí con Dios, que será siempre fecundo, para nosotros y para aquellos por los que rezamos.

Dios no nos responde siempre como querríamos porque necesitamos comprobar de manera concreta que no podemos manipularle. Ese es el intento de todos los paganismos.

Podemos obtenerlo todo de Dios por la confianza y la oración, pero Dios sigue siendo el amo absoluto de sus dones, y estos son siempre totalmente gratuitos. Dios no se presta a ninguna manipulación, a ningún chantaje, a ningún cálculo humano, a ninguna reivindicación. Es bueno que de tiempo en tiempo tengamos esa experiencia, para que nuestra relación con Él sea a la vez sencilla, confiada, familiar, filialmente audaz, pero al mismo tiempo respetuosa de su soberanía absoluta. Dios no tiene que rendir cuentas al hombre. Paradoja de la vida cristiana: estamos llamados a vivir con Dios una tierna familiaridad que nos vuelve todopoderosos ante su corazón de Padre, pero no se puede entrar en ella más que en un respeto absoluto, y a veces mortificante, de su transcendencia y libertad soberanas. «¡Hombre, quién eres tú para contradecir a Dios!

¿Acaso le dice la vasija al que la ha moldeado: “Por qué me hiciste así”?», dice san Pablo en la carta a los Romanos (9, 20) meditando sobre el drama, tan doloroso para él, de la incredulidad de una parte de Israel.

No podemos reivindicar «derechos» frente a Dios. A veces tenemos el sentimiento de que, como nos hemos esforzado, como nos hemos cansado mucho por Él, Dios nos debe algo, y que tenemos un cierto derecho a sus bendiciones y a sus gracias. La parábola de los siervos inútiles del Evangelio nos recuerda que no es ese el caso (Lc 17, 7-10). Cuando hemos hecho el bien, cumplido con nuestro deber, debemos dar gracias a Dios, y guardarnos del pensamiento de que eso nos otorga algún privilegio. Nuestras buenas obras no nos confieren ningún «derecho», ni ante Dios ni ante los demás, contrariamente a lo que tenemos tendencia a pensar, de modo más o menos confesado.

Es saludable para nosotros que tengamos siempre una conciencia muy viva de la absoluta gratuidad de los dones de Dios, de otro modo nuestra relación con Él y con los demás puede falsearse, y salir de la lógica del amor para derivar hacia la de los cálculos humanos. Cuando Dios nos responde, no es en virtud de nuestros méritos, de nuestras cualidades, sino en virtud de su misericordia y de la gratuidad de su amor. La respuesta a 77

la oración no es algo debido, sino un don.

Nuestra oración debe ser perseverante, confiada, incluso audaz, pero siempre en una humilde sumisión al querer divino. Nuestras peticiones van a menudo mezcladas con ciertas expectativas humanas, que no son del todo puras. Sufrir que no haya respuesta inmediata, la necesidad de soportar y perseverar, la invitación a la paciencia, operan en nosotros un necesario proceso de purificación, de profundización, gracias al cual nuestra oración será más verdadera, más ajustada a la sabiduría divina, y por tanto, en definitiva, más eficaz y más fecunda. Hay toda una purificación y una educación de los deseos que es un paso importante en el crecimiento espiritual, y por ende en el de la oración.

«Asimismo también el Espíritu acude en ayuda de nuestra flaqueza: porque no sabemos lo que debemos pedir como conviene; pero el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables. Pero el que sondea los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu, porque intercede según Dios en favor de los santos» (Ro 8, 26-27).

Como conclusión de estas reflexiones, añadiría que uno de los medios más eficaces de vivir este proceso de purificación, así como de crecer en humildad y confianza, es que nuestra oración de intercesión, cualesquiera que sean sus «resultados», la vivamos en un clima de acción de gracias. Llama la atención ver en las cartas de san Pablo cómo une siempre la petición con la acción de gracias en un mismo movimiento: «Perseverad en la oración, velando en ella con acciones de gracias. Orad al mismo tiempo por nosotros para que Dios nos abra una puerta a la predicación, y podamos hablar del misterio de Cristo» (Col 4, 2-3). «No os preocupéis por nada; al contrario: en toda oración y súplica, presentad a Dios vuestras peticiones con acción de gracias» (Flp 4, 6). «Por eso, te encarezco ante todo que se hagan súplicas, oraciones, peticiones y acciones de gracias por todos los hombres» (1 Tm 2, 1).

La intercesión misma debe estar siempre «empapada de acciones de gracias». Eso es necesario para que nuestra oración tenga toda su hondura, su verdad, su fecundidad, que sea fuente de bendiciones para nosotros y para los demás. Nada purifica el corazón del hombre como la acción de gracias, para hacerle experimentar esta bienaventuranza:

«Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios» (Mt 5, 8).

 

¡Bendito sea por siempre su Nombre! Amén.

 

73 Manuscrito C. Folio 25 recto.

74 María de la Trinidad, Consens à n’être rien, Arfuyen, 2008. p. 77.

75 En efecto, se dice en el texto que el Señor está en guerra contra Amalec de generación en generación (Ex 17, 16), lo que no se dice de ningún otro pueblo.

76 Derniers Entretiens, en el 13 de julio.

77 Vivre pour Dieu en Jésus-Christ, textes choisis. Cerf 1995, p. 82.

78 Manuscrito A. Folio 46, recto.

79 Petit Journal de Soeur Faustine. Éditions Jules Hovine, p. 341.

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Índice

Portada

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Introducción

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I. Los motivos de la oración

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II. Las condiciones de la oración para dar fruto

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III. La presencia de Dios

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IV. Consejos prácticos para la oración personal

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V. La oración de intercesión

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Portada

Introducción

I. Los motivos de la oración

II. Las condiciones de la oración para dar fruto

III. La presencia de Dios

IV. Consejos prácticos para la oración personal

V. La oración de intercesión

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LA ORACIÓN, CAMINO DE AMOR

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Jacques Philippe

LA ORACIÓN,

CAMINO DE AMOR

EDICIONES RIALP, S.A.

MADRID

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Título original: Apprendre à prier pour apprendre à aimer

© 2013 by Éditions des Béatitudes, S.O.C. Nouan le Fouzelier (Francia)

© 2014 de la versión castellana, realizada por Miguel Martín, by EDICIONES RIALP, S. A., Alcalá, 290.

28027 Madrid

(www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopias, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-321-4359-5

ePub producido por Anzos, S. L.

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INTRODUCCIÓN

 

 

Hay muchos libros excelentes sobre la oración. ¿Es de verdad necesario otro más?

Sin duda, no. Ya escribí uno sobre el tema hace algunos años, y no estaba en mis planes hacer otro[1]. Sin embargo, a riesgo de repetirme en algunos puntos, me he sentido impulsado recientemente a redactar este librito, pensando que podría ayudar a algunos a perseverar en el camino de la oración personal, o a emprender ese camino. Tengo ocasión de viajar con cierta frecuencia por varios países para predicar retiros, y me ha impresionado comprobar la sed de oración que tienen hoy muchas personas, de todo estado y condición de vida, de toda vocación; pero he visto también la necesidad de ofrecer algunas orientaciones para asegurar la perseverancia y la fecundidad de la vida de oración.

Lo que más necesita el mundo de hoy es la oración. De ahí precisamente nacerán todas las renovaciones, las curaciones, las transformaciones profundas y fecundas que deseamos para nuestra sociedad. Nuestra tierra está muy enferma, y solo el contacto con el cielo la podrá curar. Lo más útil para la Iglesia hoy es contagiar a los hombres su sed de oración y enseñarles a orar.

Descubrir a alguien el gusto por la oración, ayudarle a perseverar en este camino no siempre fácil, es el mayor regalo que se le puede hacer. Quien tiene la oración lo tiene todo, pues a partir de ahí Dios puede entrar y actuar libremente en su vida, y operar las maravillas de su gracia. Cada vez estoy más convencido de que todo procede de la oración, y que entre todas las llamadas del Espíritu esta es la más urgente a la que debemos responder. Renovarse en la oración es ser renovado en todos los aspectos de nuestra vida, es encontrar una nueva juventud. Más que nunca, el Padre busca adoradores en Espíritu y en verdad (Jn 4, 24).

Es evidente que no todos tenemos en este asunto la misma llamada y las mismas posibilidades. Pero si hacemos lo que podemos, Dios es fiel. Conozco a laicos, muy ocupados por sus obligaciones profesionales y familiares, que reciben en veinte minutos de oración diaria tantas gracias como algunos monjes que dedican a la oración cinco horas al día. Dios está deseoso de revelarse, de manifestar a todos los pobres y pequeños, que eso somos nosotros, su rostro de Padre; para ser nuestra luz, nuestra curación, nuestra felicidad. Tanto más porque vivimos en un mundo difícil.

Siempre es útil hablar de la oración, pues es referirse a los aspectos más importantes de la vida espiritual, y también de la existencia humana.

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Querría dar en este libro algunas indicaciones muy sencillas y al alcance de todos, para animar a las personas que quieran responder a esta llamada, para guiarlas en su afán, para que se cumpla en su vida de oración el encuentro íntimo y profundo con Dios que es el objetivo de esa vida. Que puedan encontrar efectivamente en su fidelidad a la oración la luz, la fuerza, la paz que necesitan para que su vida produzca fruto abundante, según el deseo del Señor.

Hablaré sobre todo de la oración personal. La oración comunitaria, en particular la participación en la liturgia de la Iglesia, es una dimensión fundamental de la vida cristiana, y no pretendo subestimarla. Sin embargo, hablaré sobre todo de la oración personal, pues es ahí donde se encuentran mayores dificultades. Además, sin oración personal, la oración en común corre el riesgo de ser superficial y no alcanzar toda su belleza y su valor. Una vida litúrgica y sacramental que no se alimente del encuentro personal con Dios puede acabar siendo aburrida y estéril.

El mundo vive, y quizá vivirá cada vez más, tiempos difíciles. Es tanto más necesario enraizarse en la oración, como nos pide Jesús en el Evangelio: « Vigilad orando en todo tiempo, a fin de que podáis evitar todos estos males que van a suceder, y estar en pie delante del Hijo del Hombre» (Lc 21, 36).

 

1 Tiempo para Dios. Rialp. Col. Patmos.

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I. LOS MOTIVOS DE LA ORACIÓN

Nuestra vida valdrá lo que valga nuestra oración.

 

Marthe Robin

 

 

La fidelidad y la perseverancia en la oración (este es el punto fundamental que hay que asegurar y el objetivo principal del combate de la oración) suponen una fuerte motivación. Hay que estar bien convencido de que, aunque el camino no sea siempre fácil, vale la pena emprenderlo y que las ventajas de esta fidelidad superan sin medida las penas y dificultades que se encontrarán inevitablemente. Querría por eso en este primer capítulo recordar las principales razones por las que es necesario « orar siempre y no desfallecer», como nos dice Jesús en el Evangelio (Lc 18, 1).

Comencemos recogiendo una cita de san Pedro de Alcántara, un franciscano del siglo XVI que fue un apoyo importante para Teresa de Jesús en su obra de reformadora.

La cita viene de su Tratado de la oración y meditación y la toma a su vez el santo de otro doctor:

En la oración, se alimpia el ánima de los pecados, apaciéntase la caridad, certifícase la fe, fortalécese la esperanza, alégrase el espíritu, derrítense las entrañas, purifícase el corazón, descúbrese la verdad, véncese la tentación, huye la tristeza, renuévanse los sentidos, repárase la virtud enflaquecida, despídese la tibieza, consúmese el orín de los vicios, y en ella no faltan centellas vivas de deseos del cielo, entre los cuales arde la llama del divino amor[2].

No voy a comentar este sabroso texto, simplemente lo ofrezco como testimonio estimulante de una experiencia en la que podemos confiar. Quizá no notaremos eso sensiblemente todos los días, pero si somos fieles, experimentaremos poco a poco que todo lo que se promete en ese pasaje es rigurosamente cierto.

Quisiera ahora dar la palabra a un testigo más reciente, nuestro santo papa Juan Pablo II, citando un pasaje de la carta apostólica Novo Millenio ineunte. Esta carta, dirigida a todos los fieles, fue publicada el 6 de enero de 2001, como conclusión del año jubilar con el que el papa había querido preparar a la Iglesia para entrar en el milenio, exhortándola a guiar mar adentro (Cfr. Lc 5, 4).

Haciendo balance del año jubilar, el papa invitaba a contemplar el rostro de Cristo,

« tesoro y alegría de la Iglesia», mientras proponía una preciosa y rica meditación sobre el misterio de Jesús que debe iluminar el camino de cada fiel. En una tercera parte, nos exhortaba a « volver a partir de Cristo» para afrontar los desafíos del tercer milenio.

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Dejando a cada iglesia local la tarea de definir sus orientaciones pastorales, propone algunos puntos fundamentales, válidos para toda la Iglesia. Recuerda que todo programa pastoral debe permitir esencialmente a cada cristiano responder a la llamada a la santidad inserta en la vocación bautismal, recordando las palabras del Vaticano II: «Todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (LG 40).

Lo primero que se necesita para implantar en la vida de la Iglesia una «pedagogía de la santidad» debe ser la formación en la oración. Escuchemos a Juan Pablo II: Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración. El Año jubilar ha sido un año de oración personal y comunitaria más intensa. Pero sabemos bien que rezar tampoco es algo que pueda darse por supuesto. Es preciso aprender a orar, aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro, como los primeros discípulos: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1). En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos: «Permaneced en mí, como yo en vosotros» (Jn 15, 4). Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condición para toda vida pastoral auténtica. Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre.

Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial, pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas[3].

En este bello texto, Juan Pablo II nos recuerda puntos esenciales: la oración es el alma de la vida cristiana y la condición de toda vida pastoral auténtica. La oración nos hace amigos de Dios, nos introduce en su intimidad y en la riqueza de su vida, hace que permanezcamos en él y él en nosotros. Sin esta reciprocidad, sin esta relación de amor que realiza la oración, la religión cristiana se queda en un formalismo vacío; el anuncio del Evangelio no sería más que propaganda; el compromiso de la caridad, una obra de beneficencia que no cambia nada fundamental en la condición humana.

Es muy justa y muy importante también esta afirmación del Papa según la cual la oración es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro. La oración permite encontrar en Dios un vida siempre nueva, y dejarse regenerar y renovar continuamente. Cualesquiera que sean las pruebas, las desilusiones, el peso de las situaciones, los fracasos y las faltas, en la oración encontraremos la fuerza y la esperanza para asumir la existencia con una total confianza en el porvenir. Cosa por cierto bien necesaria hoy.

Un poco más adelante, el Papa evoca la sed de espiritualidad tan presente en el mundo actual, con frecuencia ambigua, pero que es también una oportunidad, y muestra cómo la tradición de la Iglesia responde de manera auténtica a esta sed: La gran tradición mística de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, puede enseñar mucho a este respecto. Muestra cómo la oración puede avanzar como verdadero y propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre.

Entonces se realiza la experiencia viva de la promesa de Cristo: «El que me ame será amado de 11

mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él» (Jn 14, 21).

Prosigue diciendo lo importante que es que toda comunidad cristiana (familia, parroquia, grupo carismático, asociación católica, etc…) sea ante todo un lugar de educación en la oración:

Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas «escuelas de oración», donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el «arrebato del corazón». Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparta del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios.

Esta llamada a la oración vale para todos, incluidos los laicos. Si estos no rezan, o se contentan con una oración superficial, están en peligro:

Se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no solo serían cristianos mediocres, sino «cristianos con riesgo». En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizá acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición.

Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral.

1. La oración como respuesta a una llamada

Lo primero que debe motivarnos y animarnos para entrar en una vida de oración, es que el mismo Dios nos lo pide. El hombre busca a Dios, pero Dios busca al hombre mucho más. Dios nos llama a tratarle, pues desde siempre, y mucho más de lo que podemos imaginar, desea ardientemente entrar en comunión con nosotros.

El fundamento más sólido de la vida de oración no es nuestra propia búsqueda, nuestra iniciativa personal, nuestro deseo (tienen su valor, pero pueden a veces faltar), sino la llamada de Dios: Orar siempre y no desfallecer (Lc 18, 1). Vigilad orando en todo tiempo (Lc 21, 36). Orando en todo tiempo movidos por el Espíritu (Ef 6, 18).

No oramos ante todo porque deseemos a Dios, o porque esperemos de la vida de oración unos beneficios estupendos, sino sobre todo porque es Dios quien nos lo pide. Y, pidiéndonoslo, sabe lo que hace. Su proyecto supera infinitamente cuanto podemos suponer, desear o imaginar. En la vida de oración hay un misterio que nos supera por completo. El motor de la vida de oración es la fe, en cuanto obediencia confiada a lo que Dios nos propone. Sin que podamos imaginar las inmensas repercusiones positivas a esta respuesta humilde y confiada a la llamada de Dios. Como Abrahán, que se puso en camino sin saber adónde iba, y que se convirtió así en padre de una multitud.

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Si se ora a causa de los beneficios que se espera alcanzar con la oración, se corre el riesgo de desanimarse cualquier día. Esos beneficios no son inmediatos ni medibles. Si se ora en una actitud de humilde sumisión a la palabra de Dios, se tendrá siempre la gracia de perseverar. Escuchemos estas palabras de Marthe Robin:

Quiero ser fiel, muy fiel a la oración cada día, a pesar de las sequedades, los aburrimientos, los disgustos que pueda tener… ¡a pesar de las palabras disuasorias, desanimantes y amenazantes que el demonio pueda repetirme!… En los días de turbación y grandes tormentos, me diré: Dios lo quiere, mi vocación lo requiere, ¡eso me basta! Haré la oración, me quedaré todo el tiempo que me han prescrito en oración, haré lo mejor que pueda mi oración, y cuando llegue la hora de retirarme me atreveré a decir a Dios: Dios mío apenas he rezado, apenas he trabajado, poco he hecho, pero os he obedecido. He sufrido, pero os he mostrado que os quería y que quería amaros.

Esta actitud de obediencia amorosa y confiada es la más fecunda que puede darse.

Nuestra vida de oración será tanto más rica y bienhechora cuanto más animada esté, no por el deseo de conseguir esto o lo otro, sino por esta disposición de obediencia confiada, de respuesta a la llamada de Dios. Dios sabe lo que es bueno para nosotros, y eso nos debe bastar. No podemos tener una visión utilitarista de la oración, encerrarnos en una lógica de la eficacia, de rentabilidad, que lo pervertiría todo. No tenemos que justificarnos ante nadie por el tiempo que dedicamos a la oración. Dios nos invita, por decirlo así, a «perder el tiempo» con él, eso basta. Será una «pérdida fecunda», diremos con palabras de Teresa de Lisieux[4]. Hay una dimensión de gratuidad que es fundamental en la vida de oración. Paradójicamente, cuanto más gratuita es la oración, más fruto reporta. Se trata de confiar en Dios y hacer lo que nos pide, sin necesitar otras justificaciones. «¡Haced lo que él os diga!» (Jn 2, 5), dijo María a los sirvientes en las bodas de Caná.

Salvaguardando siempre este fundamento de gratuidad, quiero exponer un conjunto de razones que legitiman el tiempo dedicado a la oración. San Juan de la Cruz afirma:

«Quien huye de la oración, huye de todo lo bueno»[5] . Expliquemos por qué.

2. La prioridad de Dios en nuestra vida

La existencia humana no encuentra su completo equilibrio y su belleza más que si tiene a Dios por centro. «¡El primer servido, Dios!», decía santa Juana de Arco. La fidelidad a la oración permite garantizar, de manera concreta y efectiva, esta primacía de Dios. Sin esa fidelidad, la prioridad otorgada a Dios corre el riesgo de no ser más que una buena intención, es decir, una ilusión. El que no ora, de un modo sutil pero cierto, pondrá su «ego» en el centro de su vida, y no la presencia viva de Dios. Se dispersará en multitud de deseos, solicitaciones, temores. Por el contrario, quien ora, aunque tenga que enfrentarse a la carga del ego, a las tendencias de repliegue sobre sí mismo y al egoísmo que nos afectan a todos, reaccionará saliendo de sí y volviendo a centrarse en Dios, 13

permitiéndole que poco a poco ocupe (o recupere) el lugar que le corresponde en su vida, el primero. Encontrará así la unidad y la coherencia de su vida. «El que no recoge conmigo, desparrama», dijo Jesús (Lc 11, 23). Cuando Dios está en el centro, todo encuentra el lugar que le corresponde.

Dar a Dios una prioridad absoluta frente a cualquier otra realidad (trabajo, relaciones humanas, etc.) es la única manera de establecer un orden justo respecto a las cosas, poniendo una sana distancia que permite salvaguardar la libertad interior y la unidad en nuestra vida. De otro modo se cae en la indiferencia, en la negligencia, o por el contrario en el apegamiento y la dispersión en inquietudes inútiles.

El lazo que se anuda con Dios en la oración es también un elemento fundamental de estabilidad en nuestra vida. Dios es la Roca, su amor es inconmovible, «el Padre de las luces, en quien no hay cambio ni sombra de mudanza» (St 1, 17). En un mundo tan inestable como el nuestro, que va a toda velocidad, donde los aparatos electrónicos quedan obsoletos un año después de salir al mercado, es aún más importante encontrar en Dios nuestro apoyo interior. La oración nos enseña a enraizarnos en Dios, a permanecer en su amor (Cfr. Jn 15, 9), a encontrar en él fuerza y seguridad, y nos permite también convertirnos en un apoyo firme para los demás.

Añadamos que Dios es la única fuente de energía inagotable. Por la oración,

«aunque nuestro hombre exterior se vaya desmoronando, nuestro hombre interior se va renovando día a día», por decirlo con palabras de san Pablo (2Cor 4, 16). Recordemos también al profeta Isaías: «Se cansan los muchachos, se fatigan, los jóvenes tropiezan y vacilan; pero los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, echan alas como las águilas, corren y no se fatigan, caminan y no se cansan» (Is 40, 30). Por supuesto, tendremos en nuestra vida tiempos de prueba y de cansancio, porque es necesario que experimentemos nuestra fragilidad, que nos sepamos pobres y pequeños. Sin embargo, sigue siendo cierto que Dios sabrá darnos en la oración la energía que precisemos para servirle y amarle, e incluso a veces las fuerzas físicas.

3. Amar gratuitamente

La fidelidad a la oración es muy valiosa, pues nos ayuda a preservar la gratuidad en nuestra vida. Como decía más arriba, orar es perder el tiempo con Dios. En definitiva, se trata de una actitud de amor gratuito. Este sentido de la gratuidad está muy amenazado hoy, cuando todo se piensa en términos de rentabilidad, de eficacia, de performance. Eso acaba por ser destructor para la existencia humana. El amor verdadero no puede encerrarse en la categoría de lo útil. Cuando el Evangelio de Marcos nos cuenta la elección de los Doce, nos dice que Jesús los eligió primero «para que estuvieran con él»

(Mc 3, 14). Y solamente luego para compartir sus tareas: predicar, expulsar a los demonios, etc. No somos solamente servidores, estamos llamados a ser amigos, en una vida y una intimidad compartidas, más allá de todo utilitarismo. Como en los orígenes, cuando a la caída de la tarde, Dios se paseaba por el jardín del Edén con Adán y Eva 14

(Gn 3, 8). Me gustan unas palabras que Dios dirigió a sor María de la Trinidad[6],

llamándola a una vida de oración totalmente gratuita, de adoración y de pura receptividad: «Es más fácil encontrar obreros para trabajar que niños para festejar».

Orar es pasar gratuitamente tiempo con Dios, por la alegría de estar juntos. Es amar, porque dar uno su tiempo es dar su vida. El amor no es ante todo hacer algo por el otro, es tenerle presente. La oración nos educa en tener presente a Dios, en una simple atención amorosa.

Lo estupendo es que, al aprender a estar presentes para Dios solo, aprendemos al mismo tiempo a estar presentes para los demás. En las personas que han tenido una larga vida de oración, se puede apreciar una especial facilidad de atención, de presencia, de escucha, de disponibilidad de la que no son con frecuencia capaces las personas que han sido absorbidas toda su vida por la actividad. De la oración nace una delicadeza, un respeto, una atención, que es un precioso regalo para los que encontramos en nuestro camino.

No hay escuela de atención al prójimo más hermosa y eficaz que la perseverancia en la oración. Poner en oposición o en competencia la oración y el amor al prójimo sería un sinsentido.

4. Anticipar el Reino

La oración nos hace anticipar el Cielo. Nos hace entrever y saborear una felicidad que no es de este mundo, que nada nos la puede ofrecer aquí abajo: la felicidad en Dios a la que estamos destinados, para la que fuimos creados. En la vida de oración se encuentran luchas, sufrimientos, arideces (ya hablaremos de eso). Pero si se persevera fielmente, se disfruta de tiempo en tiempo de una felicidad indecible, una paz y una satisfacción que son un anticipo del paraíso. «Veréis los cielos abiertos», nos prometió Jesús (Jn 1, 51).

La primera regla de la orden de los hermanos de Nuestra Señora del Monte Carmelo, fundada en Tierra Santa en el siglo XII, les invita a «meditar día y noche la ley del Señor», con esta ambición: «Gozar en cierta manera en nuestro corazón, experimentar en nuestro espíritu, la fuerza de la divina presencia y la dulzura de la gloria de lo alto, no solo después de la muerte sino incluso en esta vida mortal»[7].

Santa Teresa de Jesús recoge la misma idea en el libro de las Moradas: Pues en alguna manera podemos gozar del cielo en la tierra, que nos dé su favor para que no quede por nuestra culpa y nos muestre el camino y dé fuerzas en el alma para cavar hasta hallar este tesoro escondido, pues es verdad que le hay en nosotras mesmas[8].

La oración permite alcanzar estas realidades que anuncia san Pablo: «Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman» (1Co 2, 9).

Lo que también quiere decir que, en la oración, el hombre aprende en esta tierra lo 15

que será su actividad y su alegría durante toda la eternidad: extasiarse ante la belleza divina y la gloria del Reino. Aprende a hacer aquello para lo que ha sido creado. Pone en ejercicio las facultades más hermosas y profundas de las que dispone como ser humano, facultades que con frecuencia no utiliza, las de adoración, admiración, alabanza y acción de gracias. Recupera el corazón y la mirada de niño para maravillarse ante la Belleza que está por encima de toda belleza, ante el Amor que trasciende todo amor.

Orar significa también, por tanto, realizarnos como personas, según las facultades propias de nuestra naturaleza y las aspiraciones más secretas de nuestro corazón. Claro que esto no se vive sensiblemente todos los días, pero toda persona que se adentra con fidelidad y buena voluntad por el camino de la oración experimentará algo de esto, al menos en algunos momentos de gracia. Sobre todo hoy: hay tanta fealdad, tanto mal, tantos pesares en nuestro mundo, que Dios, que es fiel y quiere despertar nuestra esperanza, no deja de revelar a sus hijos los tesoros de su Reino. San Juan de la Cruz afirmaba en el siglo XVI: «Siempre el Señor descubrió los tesoros de su sabiduría y espíritu a los mortales; mas ahora que la malicia va descubriendo más su cara, mucho más los descubre»[9]. ¡Qué diría hoy!

Estoy admirado de las gracias de oración que reciben en este momento muchas personas, por ejemplo, gente sencilla en el curso de una adoración eucarística semanal en su parroquia. De eso no se habla en los periódicos, pero hay una verdadera vida mística en el pueblo de Dios, sobre todo entre los pobres y los pequeños. «Jesús se llenó de gozo en el Espíritu Santo y dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien» (Lc 10, 21).

Una cosa preciosa que debo señalar: al ponernos en comunión con Dios, la oración nos hace participar de la creatividad de Dios. La contemplación alimenta nuestras facultades creativas y nuestra inventiva. En particular en el dominio de la belleza. El arte contemporáneo está falto cruelmente de inspiración, produce con frecuencia obras de una penosa fealdad, teniendo el hombre tanta sed de belleza. Solo una renovación de fe y oración podrá permitir a los artistas reencontrar las fuentes de la verdadera creatividad para estar en condiciones de proporcionar al hombre la belleza que tanto necesita, como hicieran un Fra Angélico, un Rembrandt, un Juan Sebastián Bach.

5. Conocimiento de Dios y conocimiento de sí

Uno de los frutos de la oración es la entrada progresiva en el conocimiento de Dios y en el de uno mismo. Habría mucho que decir de este asunto, y existe una rica tradición en esto entre los autores espirituales. No podré tratar el tema sino brevemente.

La oración nos introduce poco a poco en un verdadero conocimiento de Dios. No el de un Dios abstracto, lejano, el «gran relojero» de Voltaire, o el Dios de los filósofos o de los sabios. Tampoco el de una cierta teología fría y cerebral. Sino en el del Dios vivo y verdadero, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, el Padre de nuestro Señor Jesucristo. El 16

Dios que habla al corazón, según la expresión de Pascal. No un Dios del que nos contentamos con algunas ideas heredadas de nuestra educación o nuestra cultura, o incluso un Dios que sería el producto de nuestras proyecciones psicológicas, sino el Dios verdadero.

La oración nos permite pasar de nuestras ideas sobre Dios, de nuestras representaciones (siempre falsas o demasiado estrechas) a una experiencia de Dios. Es algo bien distinto. En el libro de Job se encuentra esta bella expresión: «Solo de oídas sabía de ti, pero ahora te han visto mis ojos» (Jb 42, 5).

El objeto principal de esta revelación personal de Dios, fruto esencial de la oración, es que le conozcamos en cuanto Padre. Por Jesucristo, en la luz del Espíritu, Dios se revela como Padre. El pasaje de Lucas que hemos citado más arriba, en que Jesús exulta de alegría por la revelación escondida a los sabios e inteligentes y manifestada a los pequeños, prosigue con estas palabras: «Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre, ni quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo». Está bien claro que el objeto de esta revelación es el misterio de Dios como Padre. Dios como fuente inagotable de vida, como Origen, como don sin término, como generosidad, y Dios como bondad, ternura, misericordia infinitas.

El precioso pasaje del libro de Jeremías en el capítulo 31, que anuncia la Nueva Alianza, se termina con estas palabras: «Esta será la alianza que pactaré con la casa de Israel después de aquellos días —oráculo del Señor—: pondré mi Ley en su pecho y la escribiré en su corazón, y Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que enseñar el uno a su prójimo y el otro a su hermano, diciendo: “Conoced al Señor”, pues todos ellos me conocerán, desde el menor al mayor —oráculo del Señor—, porque habré perdonado su culpa y no me acordaré más de su pecado».

Este texto asocia de manera muy bella el conocimiento de Dios, concedido a todos, con la efusión de su misericordia, de su perdón.

Dios es conocido en su grandeza, su trascendencia, su majestad y su poder infinitos, pero al mismo tiempo en su ternura, su proximidad, su dulzura, su inagotable misericordia. Conocimiento que no es un saber sino una experiencia viva de todo el ser.

Este conocimiento de Dios, concedido a todos en los tiempos mesiánicos, lo anuncia también de manera muy sugestiva el profeta Isaías: «La tierra estará llena del conocimiento del Señor, como las aguas que cubren el mar» (Is 11, 9).

El conocimiento de Dios da también acceso al verdadero conocimiento de sí mismo.

El hombre no puede en verdad conocerse más que a la luz de Dios. Todo lo que puede saber de sí mismo a través de medios humanos (experiencia de la vida, psicología, ciencias humanas) no es nada despreciable. Pero eso solo le proporciona un conocimiento limitado y parcial de su ser. No tiene acceso a su identidad profunda más que en la luz de Dios, bajo la mirada que posa sobre él su Padre del Cielo.

Este conocimiento tiene dos aspectos: ante todo un aspecto negativo, pero que conduce a algo extremadamente positivo. Volveré sobre el asunto por extenso más abajo, pero quiero ahora evocarlo en pocas palabras.

El aspecto negativo se refiere a nuestros pecados, nuestra miseria profunda. No se 17

los conoce verdaderamente más que en la luz de Dios. Ante Él, no hay ya mentiras posibles, no hay escapatoria ni justificación, nada de máscaras. Estamos obligados a reconocer quiénes somos, con nuestras heridas, nuestras fragilidades, nuestras incoherencias, nuestros egoísmos, nuestra dureza de corazón, nuestras complicidades secretas con el mal…

Eso no es más que la consecuencia de estar expuesto ante la Palabra de Dios:

«Ciertamente, la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que una espada de doble filo: entra hasta la división del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y descubre los sentimientos y pensamientos del corazón. No hay ante ella criatura invisible, sino que todo está desnudo y patente a los ojos de Aquel a quien hemos de rendir cuenta» (Hb 4, 12-13).

Afortunadamente, Dios es tierno y misericordioso, y esta iluminación se hace poco a poco, a medida que somos capaces de soportarla. Dios nos muestra nuestro pecado al mismo tiempo que nos revela su perdón y su misericordia. Descubrimos la tristeza de nuestra condición de pecadores, pero también nuestra pobreza absoluta en cuanto criaturas: no tenemos más que lo que hemos recibido de Dios, y si lo hemos recibido es por pura gracia, sin que podamos atribuirnos absolutamente nada a nosotros mismos ni vanagloriarnos de nada.

Reconocer la verdad es necesario; no hay curación sin conocimiento de la enfermedad. Solo la verdad libera. Por fortuna, las cosas no paran ahí. Desembocan en algo aún más profundo e infinitamente bello: más allá de nuestros pecados y de nuestras miserias, descubrimos nuestra condición de hijos de Dios. Él nos ama tal como somos, con un amor absolutamente incondicional, y es ese amor lo que nos constituye en nuestra identidad más profunda.

Más hondo y más esencial que nuestra limitación humana y el mal que nos afecta, hay como un núcleo intacto, nuestra identidad de hijos de Dios. Soy un ser manchado, tengo urgente necesidad de purificación y conversión. Sin embargo, hay en mí algo absolutamente puro e intacto: el amor que Dios me tiene como mi Creador y Padre, fundamento de mi identidad, de mi condición inalienable de hijo muy amado. Llegar ahí en la fe es precisamente lo que abre y garantiza la posibilidad del camino de conversión y purificación del que no puedo prescindir.

Todo hombre, toda mujer, está en busca de su identidad, de su personalidad profunda. ¿Quién soy yo? Es una pregunta que a veces se hace con angustia en mitad de la vida. Ha procurado construirse una personalidad, realizarse, según sus aspiraciones íntimas, según también los criterios de éxito que propone el contexto cultural en que vive.

Se ha entregado en el trabajo, la familia, los amigos, en responsabilidades diversas… A veces hasta el agotamiento. Sin embargo, se ve vacío, insatisfecho, en la duda: ¿Quién soy en verdad? ¿Todo lo que he vivido hasta hoy expresa bien lo que soy?

Hay una parte de mi identidad que deriva de mi historia, de mi herencia, de las cosas que he sufrido y de las decisiones que tomé, pero eso no es lo más profundo. Eso no se revela y se despliega más que en el encuentro con Dios, que me raspa todo lo que hay de artificial y construido en mi identidad, para hacerme llegar a lo que soy en verdad, 18

al corazón de mi personalidad. Nuestra personalidad verdadera no es tanto una realidad que construir cuanto un don que recibir. No se trata de conquistar algo, sino de dejarse querer. «Tú eres mi hijo, el Amado, en ti me he complacido» (Lc 3, 22). En el evangelio de Lucas, estas palabras las dice el Padre a Jesús cuando se bautiza, pero podemos considerarlas dirigidas a nosotros en nuestro bautismo.

La esencia de mi personalidad consiste en dos realidades que estoy llamado a descubrir progresivamente, sencillas pero de una riqueza inagotable: el amor único que Dios me tiene, y el amor único que yo puedo tener por Él.

La oración y el encuentro con Dios me hace descubrir el amor único que Dios tiene por mí. Es una aspiración profunda de todo hombre (y más aún de toda mujer) sentirse amado de manera única. No ser amado de modo general, como un elemento entre otros de un grupo más amplio, sino ser apreciado, considerado, de manera única. La experiencia amorosa es tan fascinante porque nos hace entrever esto: un ser adquiere un valor para mí que no tiene ningún otro, y en respuesta yo tengo a sus ojos un valor único.

Eso es lo que realiza el amor del Padre. Bajo su mirada, cada uno de nosotros puede experimentar que es amado, elegido por Dios, de manera personal. A veces nos parece que Dios ama de un modo general: ama a todos los hombres, de los que yo formo parte, ¡debe de interesarse un poco por mí! Pero ser amado de manera «global», como elemento de un conjunto, no puede satisfacernos. Y no corresponde en absoluto a la realidad del amor del Padre, que es particular, único para cada uno de sus hijos. El amor de Dios es personal y personalizante. Cada uno de nosotros tiene perfecto derecho a decir: ¡Dios me ama como a nadie en el mundo! Dios no ama a dos personas de la misma manera, porque es precisamente su amor el que crea nuestra personalidad propia, que es diferente para cada uno. Hay muchas más diferencias entre las almas que entre los rostros, según santa Teresa de Jesús. Esta personalidad única está simbolizada en el

«nombre nuevo» del que habla la Escritura. En el libro de Isaías: «Te llamarán con un nombre nuevo, que pronunciará la boca del Señor» (Is 62, 2). Y en el del Apocalipsis:

«El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. Al vencedor le daré del maná escondido; le daré también una piedrecita blanca, y escrito en la piedrecita un nombre nuevo, que nadie conoce sino el que lo recibe» (Ap 2, 17).

Este amor único que Dios tiene por cada uno incluye el don de una respuesta única por parte de quien lo recibe. En muchos santos, y sobre todo santas, se encuentran palabras de este género: «¡Jesús, quisiera amarte como nunca nadie te ha amado! ¡Hacer por ti las locuras que todavía nadie ha hecho!».

Ante estas palabras, nosotros nos sentimos bien pobres, conscientes de que no podremos superar en amor a todos los que nos han precedido. Sin embargo, este deseo no es vano, puede realizarse en la vida de toda persona: aunque no soy Teresa de Jesús ni Francisco de Asís, puedo dar a Dios (y también a mis hermanos y hermanas, a la Iglesia, al mundo…) un amor que nadie les ha dado todavía. El que me corresponde ofrecer, según mi personalidad, en respuesta al amor que Él me demuestra, y a la gracia que recibo de Él. Tengo en el corazón de Dios, en el misterio de la Iglesia, un lugar 19

único, un cometido único e irremplazable, una fecundidad propia, que no puede ser asumida por nadie más.

Recibir como fruto de la oración esta doble certeza, la de ser amado de manera única y la de poder (a pesar de mi debilidad y mis limitaciones) amar de manera única es un don extremadamente precioso. Así se constituye el núcleo más profundo y sólido de nuestra identidad.

Se trata, por supuesto, de una realidad que sigue siendo misteriosa, inaprensible, en gran medida inexpresable. No es algo de lo que nos podamos apropiar, de lo que podamos gloriarnos, se vive en una gran humildad y pobreza. Es objeto de fe y de esperanza más que una posesión de la que servirse en provecho propio. Es, sin embargo, bastante real y segura y nos otorga la libertad y seguridad interiores que necesitamos para afrontar la vida con confianza.

A causa de lo que acabamos de decir, y por muchas otras razones, descubrir a Dios como Padre, fruto esencial de la fidelidad a la oración, es lo más precioso del mundo, el mayor de los dones del Espíritu. «Porque no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: “¡Abbá, Padre!”. Pues el Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios» (Ro 8, 15-16).

La paternidad de Dios es la realidad más profunda que puede darse, la más rica e inefable, un abismo inconcebible de vida y de misericordia. No hay nada más dichoso que ser hijo, vivir en el ámbito de esta paternidad, recibir el propio ser y recibirlo todo de la bondad y la generosidad de Dios. En cada instante de nuestra vida, esperarlo todo con confianza del don de Dios. «¡Qué dulce es llamar a Dios nuestro padre!», decía Teresa de Lisieux, derramando lágrimas de felicidad[10].

6. De la oración nace la compasión por el prójimo

Uno de los mejores frutos de la oración (y un criterio de discernimiento de su autenticidad) es hacernos crecer en el amor al prójimo.

Si nuestra oración es verdadera (veremos más adelante lo que eso significa), nos acerca a Dios, nos une a Él, y nos hace percibir y compartir el amor infinito que tiene a cada una de sus criaturas. La oración dilata y enternece el corazón. Donde falta la oración, los corazones se endurecen y el amor se enfría. Habría mucho que decir a este propósito, y se podrían aportar muchos testimonios. Me contentaré sencillamente con citar un bello texto de san Juan de la Cruz, un maestro de la mística, pero también (contra lo que han supuesto algunos) uno de los hombres más tiernos y compasivos que el mundo haya conocido.

Es evidente verdad que la compasión de los prójimos tanto más crece cuanto más el alma se junta con Dios por amor; porque cuanto más ama, tanto más desea que ese mismo Dios sea de todos amado y honrado. Y cuanto más lo desea, tanto más trabaja por ello, así en la oración como en todos los otros ejercicios necesarios y a él posibles. Y tanto es el fervor y fuerza de 20

su caridad, que los tales poseídos de Dios no se pueden estrechar ni contentar con su propia y sola ganancia; antes pareciéndoles poco el ir solos al cielo procuran con ansias y celestiales afectos y diligencias exquisitas llevar muchos al cielo consigo. Lo cual nace del grande amor que tienen a su Dios, y es propio fruto y efecto éste de la perfecta oración y contemplación[11].

7. La oración, camino de libertad

La fidelidad a la oración es un camino de libertad. Nos educa progresivamente para que busquemos en Dios (y encontremos, pues «el que busca encuentra», asegura el Evangelio) los bienes esenciales que deseamos: el amor infinito y eterno, la paz, la seguridad, la felicidad…

Si no aprendemos a recibir de la mano de Dios estos bienes que nos son tan necesarios, corremos el riesgo de ir a buscarlos en otra parte, y de esperar en vano de las realidades de este mundo (las riquezas materiales, el trabajo, las relaciones…) lo que ellas no nos pueden dar.

Nuestras relaciones con el prójimo son a veces decepcionantes porque, sin darnos cuenta, esperamos de ellos más de lo que pueden dar. De una relación privilegiada se espera una felicidad absoluta, un reconocimiento pleno, una seguridad perfecta. Ninguna realidad creada, ninguna persona humana, ninguna actividad, puede satisfacernos plenamente en esa espera. Como esperamos demasiado, y no recibimos, nos amargamos, decepcionados, y acabamos aborreciendo terriblemente a los que no han respondido a nuestras expectativas.

No es culpa de ellos, sino de nuestra espera desmesurada: pretendemos obtener de una persona los bienes que solo Dios nos puede conceder.

Al decir esto, no pretendo descalificar las relaciones interpersonales ni las diversas actividades humanas. Creo en el amor, en la amistad, en la fraternidad, en todo lo que podemos recibir unos de otros en nuestras relaciones. El encuentro con una persona y los lazos que nos entretejen con ella pueden ser a veces un magnífico regalo de Dios. Con frecuencia Él se complace en manifestarnos su amor a través de la amistad o de la solicitud de una persona que pone en nuestro camino. Pero es preciso que Dios siga siendo el centro, y que no exijamos de una pobre criatura humana, limitada e imperfecta, que nos procure lo que solo Dios puede darnos.

Tampoco digo que los bienes a los que me he referido (paz, felicidad, seguridad…) se nos vayan a conceder de modo inmediato en cuanto nos pongamos a hacer oración.

Pero sigue siendo cierto que la fidelidad a la oración indica de manera concreta que orientamos hacia Dios nuestra espera de esos bienes, en un movimiento de fe y esperanza, y que esperamos de su misericordia que nos los vaya concediendo poco a poco. Eso es un elemento fundamental de equilibrio en las relaciones humanas, y evita que exijamos a los demás lo que no pueden dar, con todas las consecuencias, a veces dramáticas, que pueden originarse de semejante actitud.

Cuanto más sea Dios el centro de nuestra vida, y más lo esperemos todo de Él, y 21

solo de Él, más oportunidad habrá para que nuestras relaciones humanas sean justas y equilibradas.

Esperar de una realidad cualquiera lo que solo Dios puede concedernos tiene un nombre en la tradición bíblica: la idolatría. Se pueden idolatrar muchas cosas sin darnos cuenta: personas, trabajo, la adquisición de un título, el reconocimiento de algunas competencias, el éxito, el amor, el placer… Pueden ser cosas buenas en sí mismas, pero no debemos pedirles más de lo que es legítimo pedirles. La idolatría nos hace perder siempre una parte de nuestra libertad. Los ídolos decepcionan; se acaba con frecuencia por odiar lo que antes se adoraba. Dios, en cambio, no nos decepcionará nunca. Nos llevará por caminos inesperados y a veces dolorosos, pero colmará nuestras expectativas.

«Solo en Dios está el descanso, alma mía» (Ps 62, 2).

La experiencia lo muestra: la fidelidad a la oración, aunque pase a veces por fases difíciles, momentos de aridez y de prueba, nos conduce progresivamente a encontrar en Dios una paz profunda, una seguridad, una felicidad que nos hacen libres respecto a los demás. Si encuentro mi felicidad y mi paz en Dios, seré capaz de dar mucho a mi prójimo, y también de aceptarlo tal como es, sin distanciarme de él cuando no responde a mis expectativas. Dios basta.

Añadiría que el hecho de encontrar en la oración un contento, incluso un cierto placer, diría yo, nos hace más libres respecto de esa búsqueda ansiosa de satisfacciones humanas, que es nuestra tentación permanente. Nuestro mundo sufre un gran vacío espiritual, y me impresiona ver cómo este vacío interior impulsa a una búsqueda frenética de satisfacciones sensibles. No tengo nada contra los placeres legítimos de la vida, las comidas apetitosas, las botellas de Bordeaux o los baños relajantes. Son un don de Dios, pero es preferible usarlos con mesura. Hay a veces en nuestro mundo una necesidad insaciable de sentir, de saborear, de experimentar emociones y sensaciones nuevas y cada vez más intensas, que puede conducir a comportamientos destructores, como se comprueba en los dominios de la sexualidad, de la droga, etc. La búsqueda de sensaciones cada vez más fuertes acaba a menudo por conducir a la violencia.

Cuando falta el sentido, se busca sustituirlo por la sensación. «¡Llene el depósito de sensaciones!», dice un anuncio reciente de automóviles. Pero es una calle sin salida, que no produce más que frustraciones, es decir, autodestrucción y violencia. Mil satisfacciones no hacen una felicidad…

Última consideración sobre este punto de la oración como camino de libertad: como veremos más adelante, la fidelidad a la oración nos hace experimentar poco a poco que los verdaderos tesoros son interiores, que tenemos dentro de nosotros el Reino y su felicidad. Este descubrimiento nos hará más libres respecto a los bienes de la tierra, nos liberará poco a poco de la necesidad excesiva de posesión, de esa tendencia actual de llenar la vida con una multitud de cosas materiales que terminan por complicarnos y endurecer nuestro corazón.

8. La oración construye nuestra unidad de vida

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A lo largo del tiempo, si somos fieles, la oración se revela como un maravilloso

«centro unificador» de nuestra vida. En el encuentro con Dios, la entrega confiada en sus manos de Padre constituye nuestra existencia día tras día; acontecimientos y circunstancias diversas por las que atravesamos, todo es como «digerido» poco a poco, integrado, arrancado al caos, a la dispersión, a la incoherencia. La vida encuentra entonces su unidad profunda. Dios es el Dios Uno, y el que unifica nuestro corazón, nuestra personalidad, toda nuestra existencia. El salmo 86, 11 formula esta bella petición:

«Mantén mi corazón entero en el temor de tu nombre». Gracias al encuentro regular con Dios en la oración, todo se convierte en positivo: nuestros deseos, nuestra buena voluntad, nuestros esfuerzos, pero también nuestra pobreza, nuestros errores, nuestros pecados. Las circunstancias felices o desgraciadas, las elecciones buenas o malas, todo queda como «recapitulado» en Cristo, y se abre a la gracia. Todo acaba por cobrar sentido e integrarse en un camino de crecimiento en el amor. «El amor es tan poderoso en obras que sabe sacar provecho de todo, del bien y del mal que encuentra en mí», dice santa Teresa del Niño Jesús[12] comentando a san Juan de la Cruz.

En los relatos de la infancia de Jesús, el evangelio de Lucas nos dice: «María guardaba todas estas cosas, ponderándolas en su corazón» (Lc 2, 19). Y también: «Su madre guardaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2,51). Todo lo que María vivía

—las gracias recibidas, las palabras que oía, los sucesos por los que pasaba, tanto luminosos como dolorosos o incomprensibles—, lo conservaba en su corazón y en su oración, y todo acababa cobrando sentido algún día, no en virtud de un análisis intelectual, sino gracias a su oración interior. No daba vueltas a las cosas en su cabeza, sino que las guardaba en un corazón confiado y orante, en el que todo terminaba por encontrar su sitio, por unificarse y simplificarse.

Por el contrario, sin fidelidad a la cita de la oración, nuestra vida corre el riesgo de no encontrar su coherencia: «El que no recoge conmigo desparrama», dice Jesús (Mt 12, 30).

 

2 Cfr. Col. Neblí n. 18. Rialp. Madrid 1999, p. 34.

3 Novo Millenio Ineunte, n. 32.

4 Poesía 17.

5 Dichos de luz y amor, n. 180.

6 Religiosa dominica (1903-1980) favorecida con altas gracias místicas, pero que padeció una grave y larga depresión antes de recuperar el equilibrio y la paz. Terminó su vida como ermitaña.

7 Citado por E. Renault, Ste. Thérèse d’Avila et l’expérience mystique. Seuil. Col. Maîtres spirituels. p. 126.

8 Moradas quintas. Cap. I, 3.

9 Dichos de luz y amor, n. 1.

10 Referido por su hermana Célina.

11 Dictámenes de espíritu, recogidos por Eliseo de los Mártires, 10.

12 Manuscrito A, 83.

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II. LAS CONDICIONES DE LA ORACIÓN PARA DAR

FRUTO

Yo os he elegido y os he puesto para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca.

 

Juan 15, 16

 

 

En este segundo capítulo, quisiera responder a la pregunta siguiente: ¿Qué es lo que permite a nuestra vida de oración alcanzar un verdadero encuentro con Dios, y, en consecuencia, dar frutos abundantes y duraderos?

En el prólogo de su obra Subida del Monte Carmelo, san Juan de la Cruz hace una afirmación sorprendente: «Hay muchas almas que piensan no tienen oración, y tienen muy mucha; y otras que piensan que tienen mucha y es poco más que nada»[13]. Dicho de otro modo, hay personas que piensan que hacen mal la oración, y la hacen muy bien, mientras que otras que se imaginan que la hacen bien, la hacen mal.

¿Cómo podemos ver la diferencia? ¿Con qué criterios?

No es fácil discernir la calidad de una vida de oración. Sobre todo si se trata de la de uno mismo. Sin embargo, me voy a meter en este terreno delicado, porque la cuestión es importante.

Para evaluar nuestra vida de oración, podemos partir de dos puntos de vista: el de los frutos, y el de la manera de proceder para orar. Me referiré a los dos sucesivamente.

1. La oración como lugar de paz interior

«El árbol se reconoce por sus frutos», dice el Señor en el Evangelio (Mt 12, 33). Si nuestra oración es auténtica, llevará frutos: nos hará más humildes, más mansos, más pacientes, más confiados… Hará brotar poco a poco en nuestra vida todos los «frutos del Espíritu» de los que san Pablo da una lista en la carta a los Gálatas: «Caridad, alegría, paz, longanimidad, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza…» (Ga 5, 22).

Sobre todo, la oración nos hará amar más a Dios y a nuestro prójimo. La caridad es el fruto y el criterio último de toda vida de oración. «Si no tengo caridad, nada soy», afirma con fuerza san Pablo (1Co 13, 2).

Sin querer quitar a este criterio su prioridad absoluta (pero, ¿se puede medir el grado 24

de amor?), me parece que en la práctica no está mal tomar como criterio el de la paz.

Se puede afirmar que, en conjunto, una vida de oración está «en su sitio» si se experimenta como un lugar de pacificación. Esa persona puede decir: «Mi oración no es fantástica, estoy lejos de ser un místico, tengo frecuentes distracciones y momentos de aridez. La mayor parte del tiempo no siento gran cosa, y no pretendo haber llegado a la cima de la vida espiritual. A pesar de todo, reconozco que estas citas regulares con el Señor me producen un efecto de pacificación interior. No es una paz que sienta siempre con la misma intensidad, pero es un resultado frecuente de mis ratos de oración. Eso me permite estar más tranquilo, más confiado, poner una cierta distancia respecto a los problemas y preocupaciones, dramatizar menos las dificultades que encuentro en la vida… Y me doy cuenta de que esta paz, este poner a distancia las inquietudes, no es fruto de mis reflexiones o esfuerzos psicológicos, sino que la recibo como un don, una gracia. A veces, de modo inesperado: tendría todas las razones del mundo para estar inquieto, pero mi corazón recibe una tranquilidad que me doy cuenta que no es cosa mía.

La fuente es Otro…».

Si se piensa un poco, no puede ser de otra manera: Dios es un océano, un abismo de paz. Si mi oración es sincera, y me pone verdaderamente en comunión con Él, no puede dejar de transmitirme una parte de esta paz divina. «La oración nos regala, cada día, una paz nueva», dice el padre Matta el Maskin, el gran artesano de la renovación monástica actual entre los coptos de Egipto[14].

Somos incapaces de medir la intensidad y la potencia de la vida que hay en Dios.

«El Señor tu Dios es un fuego devorador» (Dt 4, 24); y al mismo tiempo, hay en Dios una dulzura, una paz, de profundidad infinita, que se comunica, al menos en parte, a nuestro corazón cuando nos mantenemos en humilde apertura en su presencia. «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, que yo os aliviaré» (Mt 11, 28). «La paz de Dios que supera toda inteligencia, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Fil 4, 7).

Este don de la paz interior es precioso, pues el amor solo crece en ese clima de paz.

Una paz que nos abre a la acción de la gracia y facilita nuestro discernimiento en la percepción de las situaciones y de las decisiones que tengamos que tomar. No siempre se experimenta la paz de la misma manera; es normal que tengamos altibajos, que pasemos por momentos de prueba en los que la inquietud nos atrapa sin que nos podamos liberar fácilmente.

Pero lo que he dicho sigue siendo cierto: si, en conjunto, a largo plazo, experimentamos que nuestra vida de oración es la fuente habitual de nuestra paz interior, ese es un buen síntoma.

Si, por el contrario, no es así en nosotros, eso indica que hay que plantearse algunas preguntas: sin duda no rezamos lo suficiente, o lo hacemos con disposiciones interiores que no son las correctas. Abrirse en el acompañamiento espiritual me parece que será entonces necesario.

Completemos este punto diciendo que uno de los frutos preciosos de la oración es la pureza de corazón. La oración esconde una gran fuerza de purificación interior. En la 25

oración el corazón se apacigua, se simplifica, se reorienta hacia Dios. ¿Qué es un corazón puro sino un corazón enteramente vuelto a Dios, en la confianza, el deseo de amarle verdaderamente y hacer en todo su voluntad?

2. Las disposiciones que hacen fecunda la vida de oración Abordemos ahora la cuestión del discernimiento de la autenticidad de nuestra vida de oración desde otro punto de vista; no el de los frutos, sino el del modo de hacer la oración.

Una primera cosa que quiero afirmar (que deriva de lo que diré luego, pero que conviene anteponer) es que la principal cualidad de la oración debe ser la fidelidad. Jesús no nos pide rezar bien, nos pide rezar sin cesar.

La fidelidad —bien entendida, es decir, no como simple rutina, sino animada por un deseo sincero de encontrarse con Dios, de agradarle y amarle— hará el resto. La principal lucha en la vida de oración es la perseverancia. Como señala Teresa de Jesús, el demonio pone todo su empeño en desviar a la almas de esta fidelidad, usando todos los pretextos posibles e imaginables: eso no sirve para nada, tú no eres digno de orar, pierdes el tiempo, lo harás mañana mejor que hoy, hay otro asunto urgente que no puedes evitar, es una pena que te pierdas eso que dan en la tele, qué van a pensar de ti, etc. La santa explica que es lógico que el demonio nos ataque fuertemente en este asunto, pues un alma que es fiel a la oración, está ciertamente perdida para él. Sin duda caerá aún muchas veces, pero después de cada caída tendrá la gracia de levantarse más arriba de donde estaba. «¡Qué ceguedad tan grande, y qué bien acierta el demonio para su propósito en cargar aquí la mano! Sabe el traidor que el alma que tenga con perseverancia oración la tiene perdida y que todas las caídas que la hace dar la ayudan, por la bondad de Dios, a dar después mayor salto en lo que es su servicio; algo le va en ello»[15]. La santa nos invita a perseverar cueste lo que cueste: «…venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabaje lo que se trabajare […] siquiera me muera en el camino u no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo»[16].

3. Una oración animada por la fe, la esperanza y el amor La idea que vamos a desarrollar ahora es sencilla, pero muy importante, y puede proporcionarnos valiosos puntos de referencia para nuestro camino, en particular para hacer frente a las dificultades que se pueden encontrar en la vida de oración: nuestra oración será buena y fecunda si se fundamenta en la fe, la esperanza y el amor. Debe apoyarse sobre las tres «virtudes teologales»[17], que destacan en la Escritura (en particular en la doctrina de san Pablo), porque en ellas reside el dinamismo fundamental de la vida cristiana[18].

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Cuando decidimos hacer un rato de oración personal, podemos hacerlo de varias maneras: meditar un texto de la Escritura, recitar lentamente un salmo, dialogar libremente con el Señor, dejar que nuestro corazón cante, rezar el rosario o utilizar otra forma de oración repetitiva, quedarnos ante el Señor sin decir nada en una actitud de simple disponibilidad o adoración, etc. Volveremos más adelante sobre estas diferentes posibilidades, que somos muy libres de utilizar según nos convenga.

Lo esencial, sin embargo, no es emplear tal o cual método, sino verificar cuáles son las disposiciones profundas de nuestro corazón cuando oramos. Son estas disposiciones íntimas, y no una técnica o una fórmula particular, las que garantizan la fecundidad de la vida de oración.

Lo que importa a fin de cuentas es que, cuando nos ponemos a orar, cuando utilizamos uno u otro procedimiento, todo se apoye en disposiciones interiores de fe, esperanza y amor.

Vamos pues a repasar ahora cada una de estas tres virtudes teologales, su importancia y cómo intervienen en la oración.

4. La puerta de la fe

La oración es esencialmente un acto de fe. Es incluso el primer modo y el más natural de expresar nuestra fe. A una persona que diga: «Yo creo, pero no rezo», se le podría con razón preguntar: ¿En qué Dios crees tú? Si el Dios en quien tú crees es el Dios de la Biblia, el Dios vivo, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios con quien Jesús pasaba sus noches de oración llamándole «Abbá», ¿cómo es posible que no tengas el menor deseo de dirigirte a Él?

La fe se expresa, se renueva, se purifica, se refuerza al ejercerla en la oración.

Aunque no nos demos cuenta (como Monsieur Jourdan, el de Molière, que escribía en prosa sin saberlo), en cuanto nos ponemos a orar estamos haciendo un acto de fe: creer que Dios existe, que vale la pena dirigirle la palabra, escucharle, que nos ama, que es bueno dedicarle una parte de nuestro tiempo… En toda oración hay un acto de fe implícito, pero fundamental.

Nos puede animar mucho comprender que es este acto de fe lo que nos une a Dios.

«Cuanto más fe el alma tiene, más unida está con Dios», dice san Juan de la Cruz[19].

Lo que nos une a Dios no es la sensibilidad, ni la inteligencia, sino la fe. Expliquemos esto.

5. ¿Cuál es la función de la sensibilidad en la vida de oración?

La sensibilidad humana es una facultad muy valiosa, no la vamos a descalificar. El poder sentir, emocionarse, vibrar interiormente es esencial a la condición humana. Diría incluso que en la vida espiritual es absolutamente indispensable que tengan su parte la 27

sensibilidad y la afectividad. Si nunca he gustado sensiblemente la presencia y la ternura de Dios, será para mí un extraño, lejano y abstracto, una pura idea. Con frecuencia en la vida reciente de la Iglesia, los fieles han sufrido la ausencia de sensibilidad. El salmo nos dirige esta invitación: «Gustad y ved qué bueno es el Señor» (Ps 34, 9). Es legítimo pedir gracias sensibles, para poder gustar con nuestro cuerpo, nuestros sentidos, nuestra emotividad, algo del misterio de Dios, de las verdades de la fe. De otro modo no acabaremos de entenderlas y hacerlas entrar verdaderamente en nuestra vida de una manera dinámica. Todos los métodos de oración y de meditación que ponen en juego los sentidos y reclaman la capacidad de la persona humana de emocionarse son perfectamente legítimos. A veces pienso que muchas iglesias se han vaciado en Occidente en parte por demasiadas celebraciones frías y verbosas, incapaces de despertar otra emoción que el aburrimiento… Hay que poner empeño para que en la vida de la Iglesia, en la liturgia en particular, la belleza y el fervor sensible puedan manifestarse y tocar los corazones.

Dicho esto, es preciso también reconocer los límites de la sensibilidad. Es indispensable «gustar Dios», pero lo que gustamos de Dios no es Dios. Dios es infinitamente más grande, está infinitamente más allá de cuanto la sensibilidad puede captar. Y la búsqueda de lo sensible puede convertirse en un fin en sí mismo. Puede llevarnos a la gula, al apegamiento, a la falta de libertad. La sensibilidad necesita purificarse. En la oración, se trata de encontrar a Dios y no solamente los sentimientos que nos suscita la presencia de Dios. Es preciso aceptar por tanto que a veces nuestra sensibilidad se encuentre vacía, árida y seca. Y acordarnos en esos momentos de que lo que importa no es lo que sintamos, sino lo que creemos. El acto de fe va mucho más allá de la conmoción emotiva, y nos hace encontrar verdaderamente a Dios, incluso cuando la sensibilidad se encuentra en el vacío más completo, cuando nuestro corazón nos parece seco como las dunas del Sáhara, sin el menor gusto de fervor sensible.

Añado una observación que recupera lo que he dicho más arriba sobre la oración como camino de libertad. Ser fiel a la oración a pesar de las arideces, ejercitar la fe en la oración, hace que entremos progresivamente en una libertad respecto a la sensibilidad.

Somos capaces de poner plenamente en juego nuestra sensibilidad y nuestra afectividad, e incluso dejar que se despierten facultades inéditas en este campo, hacer que vibre nuestro corazón con emociones nuevas (las «cuerdas musicales que estaban hasta ahora en el olvido», según la expresión de Teresa del Niño Jesús[20]), sin quedar sin embargo presos de ellas. Nuestra cultura moderna empuja a las personas a dejarse gobernar únicamente por la sensibilidad, y eso conduce a muchas formas de inmadurez, es decir, de esclavitud. Cuando la relación con otro, por ejemplo, no se fundamenta más que en el placer que nos procura, se está en el infantilismo puro y simple. La verdadera libertad consiste en amar al otro, me complazca o no; la fidelidad cueste lo que cueste a la oración supone una valiosa educación en este aspecto.

6. Función y límites de la inteligencia

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Una reflexión análoga puede hacerse respecto de la inteligencia. Tiene una función básica en la vida humana y espiritual; la fe no puede prescindir de la razón. Lo que creemos debemos comprenderlo en la medida de lo posible mediante la inteligencia, pues es preciso que la inteligencia pueda apropiarse del contenido de la fe. Ese es el cometido de la teología. Cuanto más comprendamos lo que creemos, más será para nosotros la fe una luz y una fuerza. Digamos también que en nuestra vida de oración recibiremos con frecuencia luces que iluminarán nuestra inteligencia, en muchos aspectos: comprensión de algunos rasgos del misterio de Dios, percepción más viva de la persona de Cristo, del sentido del destino humano… Tendremos a veces luces muy bellas y valiosas para comprender el sentido de cierto texto de la Escritura. Además de estas luces de orden general sobre el contenido de la fe, la inteligencia recibirá también iluminaciones más particulares sobre nuestra existencia concreta: qué decisión tomar, cómo gobernar nuestra vida en tal circunstancia, qué consejo dar a tal persona que nos lo ha pedido, etc.

Cada vez que nuestra inteligencia es así iluminada, es un don precioso, y es necesario poner todo de nuestra parte para vivir la fe de manera inteligente, y poner en movimiento nuestras facultades de reflexión, de comprensión, de análisis… Las luces que iluminan la inteligencia han de pedirse y buscarse, no se puede prescindir de ellas. La pereza intelectual y la vitalidad espiritual no hacen buena pareja.

Dicho esto, hay que reconocer que la inteligencia tiene también sus límites. Es bueno intentar comprender las verdades que se refieren a Dios, pero también conviene recordar que todo lo que comprendemos de Dios no es Dios… Porque Dios está infinitamente más allá de todo lo que nuestra inteligencia puede percibir o representarse de Él. Ningún concepto sobre Dios se corresponde verdaderamente con lo que es Dios.

«¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Qué incomprensibles son sus juicios y qué inescrutables sus caminos! »[21].

La inteligencia puede acercarnos a Dios, pero no nos permite llegar a lo que verdaderamente es Dios en sí mismo. Solo la fe puede hacerlo. En algunos momentos de la vida cristiana, la inteligencia no puede hacer otra cosa que callarse y confesar su impotencia. El mayor teólogo de la historia de la Iglesia, santo Tomás de Aquino, reconoció al fin de su vida que todo lo que había escrito no era más que paja.

Es pues normal, e incluso necesario, que en nuestro camino cristiano, en la vida de oración en particular, la inteligencia se encuentre a veces en una cierta oscuridad. A propósito de cuestiones relativas a la fe, al misterio de Dios, o respecto al sentido que pueda tener tal o cual acontecimiento de la vida del mundo o de nuestra vida personal, sucede a veces que nuestra inteligencia se encuentra completamente perdida. Son momentos difíciles, pues no comprender suscita siempre una dolorosa frustración. Pero es inevitable. Nos puede ayudar entonces recordar que no es la inteligencia lo que nos da acceso a Dios, es la fe, y que ella debe bastarnos, aunque la inteligencia agonice. Estas fases de tinieblas en la inteligencia son necesarias para purificarla y afinarla. En efecto, en el ejercicio de la inteligencia, en el deseo de comprender, se mezclan a menudo muchas cosas de las que necesitamos librarnos: la curiosidad, mucho orgullo, pretensiones, voluntad de poder (saber es dominar), así como una búsqueda humana de seguridad 29

(comprender es manejar, controlar…).

Para saberlo todo, tenemos que pasar por un no saber… No hay verdadero crecimiento humano y espiritual sin pasar por momentos en que la inteligencia sea dolorosamente humillada.

Sabemos también que el pensamiento, la reflexión, pueden acercarnos a Dios, ser un camino hacia Él, pero no pueden darnos a Dios mismo. Eso no es posible con Dios, no se puede «pensar» a Dios, convertirle en un objeto más de nuestro pensar. Es la fe, el amor, la adoración lo que nos pone en contacto con Dios. A veces la vida espiritual se ha intelectualizado en exceso en Occidente.

De lo que acabamos de decir una cosa queda clara: la sensibilidad y la inteligencia son facultades preciosas y útiles, pero no pueden convertirse en el fundamento de nuestra relación con Dios y de nuestra vida de oración. El único fundamento debe ser la fe. Cuando la sensibilidad está embotada o la inteligencia ciega, la fe debe bastarnos para ir adelante. La fe es libre. Sabe alimentarse de lo que percibe la sensibilidad e ilumina la inteligencia, pero sabe también prescindir de ellas.

Estas consideraciones tienen una consecuencia práctica, a fin de cuentas muy consoladora. Hay momentos en nuestra vida de oración en que nos vemos bastante pobres. Pese a nuestra buena voluntad y nuestros esfuerzos, seguimos áridos, fríos, no sentimos nada, no entendemos nada, no tenemos ninguna luz… Lo que tenemos entonces es la tendencia a desanimarnos, a pensar que debemos estar bien lejos de Dios.

Envidiamos a los que experimentan delicadas emociones y profundos pensamientos, y nos sentimos una «nulidad» completa comparándonos con lo que nos cuentan las vidas de santos sobre su fervor y sus gracias místicas. Nos creemos muy alejados de Dios, porque no tenemos ni fervor sensible ni ninguna luz sobre Él.

Si eso llega, querido lector, es necesario entonces que recuerdes lo que he dicho: poco importa lo que sientas o no, lo que entiendas o no. Si la sensibilidad o la inteligencia no te dan a Dios, la fe te lo dará. Basta que hagas un acto de fe, humilde y sincera, para que ya estés en contacto con Dios de manera absolutamente cierta. La fe, y solo ella, establece el contacto real con la presencia viva de Dios. Cuando todo lo demás falta, la fe basta. Si avanzamos valientemente en esa dirección. acabaremos por comprobar lo cierto que es, y cómo nos es dado verdaderamente lo que recibimos por un acto de fe.

«Grande es tu fe. Que sea como tú quieres», no deja de decir Jesús en el Evangelio.

Una observación importante: en ese paso necesario por las pruebas, no se trata de anular o suprimir la función de la sensibilidad o de la inteligencia en la vida de fe, sino de darles su justo lugar. Las facultades humanas conocen momentos de «crisis» dolorosas en el itinerario espiritual, no para ser destruidas, sino para ser purificadas, afinadas, y que su ejercicio no vuelva a ser un obstáculo para la unión con Dios. Deben pasar por las tinieblas para acostumbrarse a una nueva y más profunda percepción de Dios y de su sabiduría. Ser empobrecidas para ser enriquecidas.

7. Tocar a Dios

30

Se podría proponer una analogía interesante entre el papel de la fe en la vida espiritual y el del tacto en la vida sensible. De nuestros cinco sentidos, el tacto es el primero que se desarrolla, ya en el seno materno, y está en el origen de todos los demás.

No tiene la riqueza de alguno de los otros, como la vista (con toda la diversidad de imágenes, colores, que se pueden contemplar) o el oído (variedad de sonidos, timbres, melodías…). El tacto es primordial, y esencial para la vida y la comunicación. Y sobre todo posee una ventaja que no tienen los demás sentidos: la reciprocidad. En efecto, no se puede tocar un objeto sin ser tocado por él al mismo tiempo. Mientras que se puede ver sin ser visto, u oír sin ser oído. El contacto que crea el tacto es más íntimo e inmediato que el de los demás sentidos. Es el sentido de la comunión por excelencia.

De manera análoga, la fe se caracteriza por una cierta pobreza (creer no es por fuerza ver, ni entender, ni sentir), pero es lo más vital que hay en la vida espiritual. Por la fe, podemos —de manera misteriosa pero real— «tocar a Dios» y dejarnos tocar por Él, entrar en comunión íntima con Él y dejarnos transformar poco a poco por su gracia.

La fe practicada en la oración nos da un conocimiento de Dios que sigue siendo oscuro, misterioso, que sobrepasa todo entendimiento. La fe no satisface todas nuestras curiosidades humanas. Da sentido ciertamente a todo lo que vivimos, pero no responde a todas nuestras preguntas. Sin embargo, de modo paradójico, el conocimiento que nos procura de Dios es más capaz de abrasarnos en amor que un conocimiento claro y distinto desde el punto de vista de la inteligencia. Juan de la Cruz utiliza esta bella expresión: «en la fe amamos a Dios sin entenderle»[22].

8. La fe que abre todas las puertas

Hay algo maravilloso en la fe, y no advertimos suficientemente su importancia y su fuerza. Es una realidad humilde, con frecuencia escondida, una secreta disposición del corazón y de la voluntad, una simple adhesión a la palabra y a las promesas de Dios, en actitud de sumisión y confianza. Sin embargo, es este acto humilde, y solo él, el que nos da poco a poco acceso a toda la riqueza del misterio de Dios. Se comprende que Jesús insista tanto en el Evangelio sobre la importancia y la fuerza de la fe. Todas nuestras limitaciones en la vida interior derivan, de un modo u otro, de nuestra falta de fe, y no hay nada más urgente ni más fecundo que crecer en la fe.

Para concluir este asunto, traigo aquí un bello texto de Luis María Grignion de Montfort. En su Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, propone la consagración a María como camino eficaz de santidad, basándose en la siguiente intuición: si nos entregamos enteramente a María, ella se nos entregará a su vez completamente[23], y nos hará compartir las gracias que ella ha recibido del Todopoderoso, en particular su fe. Ya sabemos cuánto ha valorado esta fe de María el Concilio Vaticano II. He aquí cómo describe nuestro santo esta fe que compartiremos gracias a la maternidad de la Virgen respecto a nosotros, y que compara a una misteriosa llave que abre todas las puertas:

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La santa Virgen os dará compartir su fe, que ha sido más grande en la tierra que la fe de todos los patriarcas, profetas, apóstoles y todos los santos… una fe pura, que hará que no os ocupéis apenas de lo sensible y lo extraordinario; una fe viva y animada por la caridad, que conseguirá que no actuéis sino por puro amor; una fe firme e inconmovible como una roca, que os hará firmes y constantes en medio de las tempestades y tormentas; una fe operativa y penetrante que, como una misteriosa llave maestra, os dará entrada en los misterios de Jesucristo, en el fin último del hombre y en el corazón mismo de Dios; una fe valiente, que os hará emprender y conseguir grandes cosas por Dios y la salvación de las almas, sin vacilar; una fe, en fin, que será vuestra antorcha encendida, vuestra vida divina, vuestro tesoro escondido de la divina Sabiduría, y vuestra arma todopoderosa de la que os serviréis para iluminar a quienes están en las tinieblas y en la sombra de la muerte, para encender a los que están tibios y necesitan el oro ardiente de la caridad, para dar la vida a los que han muerto por el pecado, para tocar y convertir, por vuestras palabras dulces y poderosas, los corazones de mármol y los cedros del Líbano y, en fin, para resistir al diablo y a todos los enemigos de la salvación[24].

9. Oración y Esperanza

Después de tratar de la fe como fundamento de la oración, pasemos ahora al papel también esencial de la esperanza.

Orar es un acto de esperanza: es reconocer que tenemos necesidad de Dios, que no podemos salir adelante solos ante los desafíos de la vida, que contamos con Dios más que con nuestros propios recursos y talentos, y esperamos de Él confiadamente lo que necesitamos. En la oración se manifiesta la esperanza, se hace más honda y se robustece.

Vamos a desarrollar esta idea. Eso nos conducirá a tratar de la humildad y de la pobreza de espíritu, que no se pueden disociar de la virtud de la esperanza.

En el fondo, el acto de esperanza consiste en esta actitud: me considero pequeño y pobre ante Dios, pongo en Él mi esperanza, y por tanto lo espero todo de Él con plena confianza. Mi pobreza no es entonces un problema, sino una oportunidad.

La vida espiritual nos conduce necesariamente a una experiencia de pobreza, a veces muy dolorosa, pero que no debemos temer, pues se revela al fin muy beneficiosa.

Partamos de lo vivido. Cuando decido dedicar a la oración personal silenciosa media hora o una hora, en mi habitación o en una iglesia, paso a veces un rato muy bello y dulce, disfruto de una felicidad, una alegría y una paz más preciosas que todo lo que el mundo me puede ofrecer. Pero no siempre suceden así las cosas. Ese tiempo de oración puede ser un tiempo difícil. Por el hecho de estar solo, en silencio, fuera de mis ocupaciones habituales, me encuentro a veces enfrentado a todo lo que no va bien en mi vida. Suben a la superficie mis miserias, mis caídas y errores, mi dificultad para el recogimiento, mis remordimientos por el pasado, mis inquietudes ante el porvenir… La lista podría ser larga. Lejos de vivir el rato de oración como algo positivo, lo vivo más bien como una confrontación dolorosa con todo lo que me parece negativo en mi existencia. Eso podría conducir al desánimo, a la tentación de abandonar la oración para dedicarnos a ocupaciones más gratificantes o diversiones más agradables. De hecho, hay que reconocer que mucha gente renuncia a la oración, huyen de la soledad y el silencio, 32

porque temen este inevitable encuentro consigo mismos que parece obligado en la oración.

Esta experiencia no debe darnos miedo, es normal, e incluso absolutamente necesaria. Jesús dijo un día a san Luis rey de Francia: «¡Tú querrías orar como un santo, y yo te invito a orar como un pobre!».

La oración nos pone inexorablemente ante lo que en verdad somos. Toda persona tiene su lado sombrío, esa parte de sí mismo que le pesa a veces, que le da vergüenza, y es fuente de inquietud y sentimientos de culpa: limitaciones humanas, fragilidad psicológica, heridas afectivas, complicidades con el mal, impotencias, caídas de diversa naturaleza… La oración nos hace entrar cada vez más profundamente en la luz de Dios, y esta, como el rayo de sol que atraviesa una habitación oscura y revela la menor partícula de polvo en suspensión en el aire, pone en evidencia nuestras imperfecciones y nuestro pecado.

Evidentemente no solo la oración nos hace experimentar nuestra miseria, es toda la vida y sus situaciones difíciles las que ponen de relieve nuestras limitaciones, fragilidades, heridas y pecados. Pero la oración intensifica la conciencia de todo eso, y nos obliga a afrontarlo sin escapatoria posible.

¿Qué hacer entonces? Sobre todo, no asustarse. «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos; no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores», ha dicho Jesús (Mc 2, 17).

La puerta de nuestra salvación reside en una doble actitud: la humildad y la esperanza. Se trata de consentir plenamente en lo que somos, aceptar la revelación cruel de nuestras limitaciones y nuestras faltas, aprovechar para aprender a poner solo en Dios toda nuestra confianza y nuestra esperanza, y nunca más en nuestras cualidades y buenas acciones.

«Todo el que se ensalza será humillado, y todo el que se humilla será ensalzado»

(Lc 18, 14). Con estas palabras el Evangelio nos invita a reconocer y aceptar plenamente nuestra miseria, por profunda e inquietante que sea, y arrojarnos en los brazos de Dios con una confianza ciega en su misericordia y su poder. Debemos aceptarnos como radicalmente pobres, y transformar esa pobreza en grito, en espera, en esperanza invencible. Dios vendrá entonces en nuestro socorro. «Cuando el pobre invoca, el Señor le escucha, y lo salva de todas sus angustias» (Ps 34, 7). «Pues no desprecia ni desdeña la miseria del mísero, ni le oculta el rostro; cuando a Él clama, le escucha»

(Ps 22, 25).

La única oración que Dios escucha es la del pobre. No la del fariseo, satisfecho de sí mismo y de sus buenas acciones, que agradece a Dios ser mejor que los demás, sino la del publicano que se queda a distancia y se golpea el pecho diciendo: «¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador!» (Lc 18, 13). La oración que sube al cielo, toca el corazón de Dios, atrae su gracia; es la que brota de lo hondo de nuestra miseria y nuestro pecado. « Desde lo más profundo, te invoco, Señor. Señor, escucha mi clamor»

(Ps 130, 1).

33

10. El poder de la humildad

La experiencia dolorosa de nuestra pobreza radical debe impulsarnos a la humildad y a la esperanza, que son en el fondo indisociables. La humildad nos lleva a reconocer que todo lo que somos y tenemos es un don totalmente gratuito del amor de Dios, que no podemos atribuirnos absolutamente nada: «¿Qué tienes que no hayas recibido?», dice san Pablo (1Co 4, 7). Es también aceptar tranquilamente nuestras limitaciones y fragilidades. «Amar tu pequeñez y tu pobreza», según la expresión de Teresa de Lisieux[25].

Es vital para nosotros comprender la fuerza inusitada de la humildad y de la esperanza. Dice san Pablo: «La esperanza no defrauda» (Ro 5, 5). San Juan de la Cruz afirma que «el alma tanto alcanza de Él cuanto ella de Él espera»[26]. Son las palabras más consoladoras que puede haber: por la esperanza podemos de manera cierta obtenerlo todo de Dios. Consiste, en la pobreza radical, en esperarlo todo de Dios con plena confianza. Él nos dará, no según nuestras virtudes, cualidades, méritos o buenas obras sino según nuestra esperanza. Lo mismo puede decirse de la humildad: «Dios resiste a los soberbios, y a los humildes da la gracia» (1P 5, 5). «El Señor engalana a los humildes con la salvación» (Ps 149, 4). La humildad tiene un poder absoluto sobre el corazón de Dios, atrae toda la plenitud de su gracia. Unida a la esperanza, «obliga», por así decir, a Dios a descender para ocuparse de nosotros.

Si comprendiéramos de verdad la fuerza que tiene la humildad, consideraríamos el mayor tesoro todo lo que nos obliga a ser humildes: nuestras miserias, nuestras incapacidades, nuestras caídas. «Cuanto más afligida está el alma, despojada y profundamente humillada, más conquista, con la pureza, la aptitud para las alturas. La elevación de la que llega a ser capaz se mide por la profundidad del abismo en que tiene sus raíces y cimientos», dice Ángela de Foligno[27]. Si queremos subir muy alto, tenemos antes que descender muy bajo. Teresa de Jesús se expresa así: «Tengo por mayor merced del Señor un día de propio y humilde conocimiento, aunque nos haya costado muchas aflicciones y trabajos, que muchos de oración»[28]. Y en otro lugar dice también: «Lo que yo he entendido es que todo este cimiento de la oración va fundado en la humildad, y que mientras más se abaja un alma en la oración, más la sube Dios»[29].

He leído recientemente unos textos de una monja francesa del siglo XVII, Catherine de Bar, que a lo largo de su vida fundó diez monasterios de Benedictinas del Santísimo Sacramento. Habla de manera muy bella de este poder de la humildad para atraer la gracia de Dios:

Nosotros no sabemos, o no queremos saber el secreto para encantar el corazón de Dios.

Abájate y despréciate a ti mismo[30], no de palabra sino en el fondo y de verdad. Si haces lo que te digo, todo el cielo vendrá a tu interior, y abundarás de tantas gracias que tendrás suficiente para convertir al mundo entero. Nadie puede conocer ni gustar de Dios más que

«humildemente»[31].

Siempre se quiere ser algo, si no es entre las criaturas, es en Dios, y no hay nada más raro que 34

encontrar a una persona que se contente con no ser nada en todo para que Dios sea todo en ella. Todo es en Dios, y Dios es para sí mismo. Esta es mi distinción y mi único gozo que nada puede quitarme, ni siquiera mis imperfecciones y pecados. No esperes nada de ti, pero espéralo todo de Nuestro Señor Jesucristo[32].

La pequeña Teresa de Lisieux expresa también cuánto atrae la humildad la gracia divina:

Ah, permanezcamos bien lejos de todo lo que brilla, amemos nuestra pequeñez, amemos no sentir nada, entonces seremos pobres de espíritu y Jesús vendrá a buscarnos; por muy lejos que estemos, nos transformará en llamas de amor…[33]

Es nuestra falta de humildad, y solo ella, lo que impide que Dios nos llene todo lo que querría y podría, pues esa falta nos hace considerar como algo propio lo que es un regalo gratuito de su misericordia:

Dios no quiere otra cosa que llenarnos de sí mismo y de sus gracias, pero nos ve tan llenos de orgullo y de nuestra propia estima, y eso es lo que impide que se nos comunique. Pues si un alma no está asentada en la verdadera humildad y desprecio de sí misma, es incapaz de recibir los dones de Dios. Su amor propio los devoraría, y Dios se ve obligado a dejarla en sus miserias, en sus tinieblas y esterilidades para convencerla de su nada, pues tan necesaria es esta disposición de humildad[34].

La humildad no se impone, no puede ser más que el fruto de una confrontación dolorosa con nuestras limitaciones y nuestra debilidad, el fruto de un desprendimiento de todas las pretensiones humanas, de todas las reivindicaciones del «ego». «La humildad no consiste en tener pensamientos humildes, sino en llevar el peso de la verdad, que es el abismo de nuestra extremada miseria, cuando place a Dios hacérnosla sentir»[35].

Estas palabras tienen un tono austero, pero esconden un misterio muy dulce. Una de las experiencias más extrañas y más preciosas de la vida espiritual es esta: en los momentos en que nos parece estar aplastados por nuestra miseria, y la reconocemos y aceptamos plenamente, cuando consentimos en «vivir nuestra nada», si se puede hablar así, y no salir nunca de ella (porque esa es la verdad…), Dios entonces nos visita con una consolación muy tierna, y sentimos claramente que todas las riquezas de su amor y su misericordia nos pertenecen. Nuestra pobreza nos hace inmensamente ricos.

«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos» (Mt 5, 3). Teresa de Lisieux dice que «no hay alegría comparable a la que disfruta el verdadero pobre de espíritu»[36].

Para concluir este punto, veamos las hermosas palabras de un cartujo (en un artículo a propósito de la oración del corazón), sobre el sentido profundo y positivo de esta experiencia de pobreza y debilidad inherente a la vida espiritual. Esa experiencia es el fundamento del verdadero amor.

Incluso en el orden natural, todo amor auténtico es una victoria de la debilidad. Amar no consiste en dominar, en poseer, en imponerse a quien se ama. Amar quiere decir que se acoge sin defensa al otro que viene a nosotros; en contrapartida, se tiene la certeza de ser plenamente 35

acogido sin ser juzgado, ni condenado, ni comparado. No hay ninguna prueba de fuerza entre dos seres que se aman. Hay una especie de entendimiento mutuo interior, gracias al cual no se puede temer ningún peligro que venga del otro.

Esta experiencia, aunque sea siempre imperfecta, es ya bien convincente. Sin embargo, no es más que un reflejo de la realidad divina. A partir del momento en que empezamos a creer de verdad en la ternura infinita del Padre, nos sentimos de algún modo obligados a rebajarnos cada vez más en una aceptación positiva y gozosa de no-tener, no-saber, no-poder. No hay en eso ninguna auto humillación malsana. Entramos sencillamente en el mundo del amor y de la confianza[37].

11. Profundizar en uno mismo

Para expresar de otro modo cuanto acabo de decir, y dar a entender lo que se vive si se persevera en la oración, como sufrimiento y felicidad al mismo tiempo, voy a utilizar una imagen.

Quien persevera día tras día en la oración es como un hombre que ha comprado una vieja casa en el campo, y en el huerto de esta casa hay un pozo. Ese pozo no se ha utilizado quizá desde hace cien años y está cegado. El hombre considera que sería bueno volver a ponerlo en servicio. Y se pone entonces a cavar. Al principio no es cosa agradable: encuentra hojas muertas, piedras, barro, toda suerte de detritus, algunos bastante repugnantes. Pero si no se cansa y continua con su penoso trabajo, acaba por aflorar agua limpia y pura en el fondo del pozo, fresca y saludable.

Eso mismo nos pasa a nosotros: la fidelidad a la oración nos obliga a una penosa confrontación con lo que hay en nuestro corazón. Encontramos allí cosas bien pesadas, agobiantes y sucias. Pero llega un día en que, más profundamente que nuestras heridas psíquicas, más que nuestros pecados y manchas, alcanzamos una fuente hermosa y pura, la presencia de Dios en el fondo de nuestro corazón, a partir de la cual toda nuestra persona puede purificarse y renovarse. «De las entrañas de quien cree en mí brotarán ríos de agua viva» (Jn 7, 38). El hombre no se purifica desde el exterior, sino desde dentro. No tanto por un esfuerzo moral como descubriendo en su interior una Presencia y dándole libre curso.

Mediante la fidelidad a la oración, encontramos en nosotros un espacio de pureza, de paz, de libertad, la presencia de Dios más íntima a nosotros que nosotros mismos. El centro del alma es Dios, dice Juan de la Cruz. Aprendemos poco a poco a vivir a partir de ese centro, y ya no a partir de nuestra periferia psíquica herida: miedos, amarguras, agresividades, concupiscencias…

La interiorización que es fruto de la oración es mucho más que un asunto de simple recogimiento, es descubrir y unirnos a una Presencia íntima que se convierte en nuestra vida y en la fuente de todos nuestros pensamientos y acciones. Hablaremos de eso más adelante.

36

12. La oración como acto de amor

Después de haber tratado de la oración como acto de fe y como acto de esperanza, abordaremos ahora la tercera «virtud teologal», que es también un fundamento de la vida de oración: el amor.

La oración es uno de los lugares privilegiados donde se ejerce el amor, pues allí se hace más hondo y se purifica. Es una maravillosa y eficaz escuela de amor. Es una escuela de paciencia, de fidelidad, de humildad, de confianza, actitudes que son las expresiones más auténticas del verdadero amor. Es una escuela de amor de Dios, de amor al prójimo y también (cosa que no carece de importancia) de caridad con uno mismo.

Si nos preguntamos por el lugar que ocupa el amor en la vida de oración, se puede afirmar que el amor es el fin de la oración, pero que es también, junto con la fe y la esperanza, el principal medio. Esto puede parecer paradójico, pero así ocurre con muchos aspectos del dinamismo propio de la vida espiritual. Los movimientos del alma son circulares, dice el Pseudo Dionisio, un padre griego del siglo VI.

Santa Teresa de Jesús insiste sobre este punto en sus enseñanzas sobre la oración: no se trata de pensar mucho, sino de amar mucho. Gracias a Dios, dice ella, pues todas las almas no están dotadas para imaginar, pero todas lo están para amar.

La oración es un acto de amor de Dios. Orar es acoger con confianza el amor de Dios. Orar no es hacer algo por Dios, sino recibir su amor, dejarse amar por Él. Nos cuesta vivir eso, pues no creemos lo bastante en ese amor, nos sentimos con frecuencia indignos de este amor, y estamos más centrados en nosotros mismos que en Él. En nuestro sutil orgullo, podemos tratar de hacer cosas buenas para Dios, en lugar de interesarnos ante todo en lo que Dios quiere hacer por nosotros, gratuitamente. Lo esencial es mantenernos en presencia de Dios, pequeños y pobres, pero abiertos y receptivos a su amor. Dar a Dios, por decirlo así, permiso para amarnos, en lugar de querer hacer algo por nuestra propia iniciativa. La actividad que más cuenta en la oración no es la nuestra, sino la de Dios. Se nos pide recibir, eso es todo. La definición que da Teresa de Jesús de la oración como «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama»[38] da prioridad al amor que Dios nos tiene, y no al que nosotros le tenemos. «El mérito no consiste en hacer o dar mucho, sino más bien en recibir, en amar mucho», dice santa Teresa de Lisieux[39].

En un pasaje de su autobiografía, nuestra santa carmelita, que tenía el defecto de dormirse con frecuencia en la oración (no por mala voluntad sino por debilidad de su juventud y su falta de sueño) dice: «Verdaderamente estoy lejos de ser una santa, solo esto ya es una prueba; en lugar de alegrarme de mi sequedad, debería atribuirla a mi poco fervor y fidelidad, debería estar desolada por dormirme (desde hace siete años) durante mis oraciones y acciones de gracias; pues bien, no estoy desolada… pienso que los niños pequeños gustan tanto a sus padres cuando duermen como cuando están despiertos»[40].

Con humor, este texto pone en evidencia que amar a Dios no consiste ante todo en 37

hacer cosas por Él (¿qué necesitaría?) sino en primer lugar en dejarse amar por Él, en creer en su amor por nosotros; eso es lo que más le agrada. Nada le gusta más que la confianza de los pequeñitos.

Es verdad, por supuesto, que la oración es también una respuesta por nuestra parte al amor que Dios nos da. Orar es darle nuestro tiempo, y el tiempo es la vida. Además, en la oración nos ofrecemos a Dios, le damos nuestro corazón y toda nuestra vida, para pertenecerle enteramente, nos mostramos disponibles a su voluntad, le expresamos nuestro amor, tomamos resoluciones en ese sentido…

La oración es también un acto de amor al prójimo. A veces de manera explícita y consciente, cuando pedimos por él. Pero incluso en una oración de adoración en que las necesidades del prójimo no ocupan nuestro pensamiento, vivimos un verdadero amor de caridad hacia él. En efecto, la oración nos apacigua, nos amansa, nos hace más humildes y misericordiosos, y las personas que Dios pone en nuestro camino se benefician de esto ciertamente. Diría además que el simple hecho de volvernos a Dios, de acercarnos a Él en la fe y el amor, hace que automáticamente, si se puede hablar así, todas las personas que llevamos en el corazón, e incluso las que, sin que lo sepamos, están ligadas a nosotros por los mil hilos invisibles pero reales de la «comunión de los santos», sean acercadas a Dios y beneficiarias de nuestra oración. Escuchemos lo que dice Teresa de Lisieux sobre este asunto:

Una mañana durante mi acción de gracias, Jesús me ha dado un medio sencillo de cumplir mi misión. Me ha hecho comprender estas palabras del Cantar de los cantares: «Atráeme, corramos tras el olor de tus perfumes» (Ct 1, 4). Oh, Jesús, ni siquiera es necesario decir:

«¡Atrayéndome, atrae a las almas que yo quiero!». Esa simple palabra: «Atráeme», basta.

Señor, lo comprendo, cuando un alma se deja cautivar por el olor embriagador de tus perfumes, no podría correr sola, todas las almas que ella ama son atraídas tras ella; eso sucede sin violencia, sin esfuerzo, es una consecuencia natural de su atracción hacia ti[41].

Tenemos tendencia a considerar la oración como un «deber». No advertimos suficientemente que sobre todo es una oportunidad: la oración nos permite de manera segura alcanzar a toda persona en sus necesidades y sufrimiento. Es un gran consuelo: el mayor sufrimiento de la vida (los padres lo saben bien…) es no poder ayudar a quien se ama cuando es desgraciado. Humanamente estamos a veces completamente impotentes e inermes para socorrer a los que amamos. Gracias a Dios que tenemos entonces la oración. ¡Qué regalo de Dios!

La oración es, en fin, un acto de amor por nosotros mismos. Orar nos hace el mayor de los bienes. Nos procura el bien más esencial, Dios mismo, y todo lo que podemos encontrar en Él: confianza, paz, luz y fuerza, crecimiento… Como he señalado antes, la oración es también una escuela de reconciliación con uno mismo, de aceptación de la propia debilidad. Nos lleva poco a poco a descubrir nuestra verdadera identidad, la gracia de ser hijo de Dios. Hay una manera mala de amarse a sí mismo, hecha de egoísmo, de orgullo, de narcisismo, pero hay una buena y necesaria manera de amarse a sí mismo, de perseguir uno su propio bien, y la oración es una de las fuentes principales del justo amor a uno mismo.

38

Aunque se trate de un asunto fundamental, no voy a decir más sobre la oración como ejercicio de amor, y por tanto lugar de crecimiento en el amor de Dios, del prójimo y de sí mismo. Simplemente concluiré con la cita de una carta de sor María de la Trinidad a una de sus novicias, que pone bien en evidencia el primado que debe tener el amor sobre el pensamiento en la vida de oración. Conviene volver a decirlo, pues en Occidente estamos marcados por un cierto intelectualismo, que tiende a confundir la vida espiritual con la actividad del pensamiento. Me adelanto un poco así al próximo capítulo, que se refiere a los métodos de oración.

El todo es pues ir al Señor, y eso lo hacemos sobre todo mediante la oración, donde nos acercamos para estar con Quien habita en nosotros.

Pensando esta mañana en vos, me parecía que os convendría aplicaros sobre todo a una oración llena de amor, de modo que os ocupéis más de Nuestro Señor por el afecto de la voluntad que de meditar largamente. En efecto, nuestro espíritu es tan mudable que en el momento en que lo creéis centrado, he aquí que se escapa ¡Dios sabe adónde!… Nuestro amor es de otro modo: cuando se expresa, desea, busca, no mira más que lo que ama, y cuanto más mira lo que ama más se inflama y se centra, apartándose de todo lo demás. El espíritu para comprender cualquier asunto debe recurrir a muchas ideas, razonamientos, etc., pero el amor lo hace todo a la inversa y deja todo por aquello que ama, y cuando lo ha encontrado, queda como sumergido en ello, dándose y entregándose todo entero como en un solo acto.

Es necesario al comenzar la oración dar una luz a nuestro amor: misterio de la fe, promesa de Jesucristo, ejemplos y virtudes del Hijo, el muy amado del Padre; pero desde que el alma se siente pendiente de Dios, que se ocupe en amarle según lo que ella ve en Él, y el amor le descubrirá nuevos esplendores.

La oración debe referirse toda entera al amor que es toda su perfección, debe tener por efecto centrarnos en Dios, no sensiblemente, sino con la voluntad, y apartarnos de todo lo que le contrista en nosotros, y conducirnos a ser cada vez más fieles, con mayor amor cada vez, a su muy santa y muy amable voluntad[42].

13. Conclusión sobre las virtudes teologales en la oración Acabamos de ver cómo el ejercicio de la fe, la esperanza y el amor son la base de la vida de oración. Cuanto más firme sea la fe, más confiada la esperanza, más fuerte el deseo de amar, más nos unirá a Dios la oración y más fruto tendrá. No necesitamos nada más. Este ejercicio de la fe, la esperanza y el amor en la oración puede tener formas infinitamente variadas, ya hablaremos de eso. Pero estemos atentos a centrarnos bien en esas virtudes, y no apegarnos a cosas secundarias, a complicaciones inútiles. Aunque no sintamos nada especial, aunque la imaginación y la inteligencia estén vacías o un poco distraídas, desde el momento en que nos ponemos en presencia de Dios con estas disposiciones en el corazón, a veces reducidas a una sola y simple actitud de confianza amorosa, nuestra oración será fecunda. Dios se comunicará con nosotros en secreto, con 39

independencia de toda percepción sensible y de cualquier luz intelectual, y depositará tesoros en nuestro corazón, de los que poco a poco tomaremos conciencia. A veces la oración es muy árida y pobre. Sin embargo, porque somos fieles, Dios nos instruye secretamente, sin que lo advirtamos. Y, en el momento de la acción, cuando hay que decidir, de aconsejar a una persona, se nos da luz en ese instante. Teresa de Lisieux ha experimentado esto, según testimonia en este texto:

Jesús no necesita libros ni doctores para instruir a las almas; Él, el Doctor de los doctores, enseña sin ruido de palabras… Nunca le he oído hablar, pero siento que Él está en mí; en cada instante, Él me guía y me inspira lo que debo decir o hacer. Justo en el momento en que lo necesito, descubro luces que no había visto aún, y no es lo más frecuente que durante la oración sean estas luces más abundantes, es más bien en medio de las ocupaciones de mi jornada[43].

13 Prólogo, 6.

14 Matta el Maskin, L’expérience de Dieu dans la prière.

15 Libro de la Vida, Cap. 19, 5.

16 Camino de perfección, Cap. 35 (21), 2.

17 Teologal significa que tiene a Dios como objeto, o que nos une a Dios.

18 Ver por ejemplo 1Te 1, 3; 1Te 5, 8; 1Co 13, 13.

19 Subida del Monte Carmelo, Libro 2, Cap. 9, 1.

20 Utiliza esta expresión en un bello pasaje del manuscrito C, donde evoca la intensa alegría de haber recibido como «hermanito» (ella que no había tenido más que hermanas) a un misionero confiado a su oración.

Manuscrito C, 32.

21 Ro 11, 33.

22 Prólogo del Cántico Espiritual.

23 «María se da toda entera y de una manera inefable al que le da todo». Op. cit.

24 Idem.

25 Carta 197.

26 Noche oscura, cap. 21, 8.

27 El libro de la visiones e instrucciones, cap. 19.

28 Libro de las Fundaciones, cap. 5, 16.

29 Libro de la vida, cap. 22, 11.

30 Esta invitación a despreciarse debe ser bien entendida, sobre todo hoy cuando muchas personas, por razones psicológicas tienen tendencia a despreciarse, a infravalorarse, incluso a odiarse. Eso no tiene nada que ver con la humildad evangélica, que consiste por el contrario en aceptar ser pobre, en reconciliarse con la propia debilidad.

Despreciarse se debe entender aquí como: reconocer su pobreza radical, pero aceptándola tranquilamente, con una total confianza en Dios.

31 Catherine de Bar, Adorer et adhérer. Cerf, Paris 1994, p.112.

32 Id, p. 116.

33 Carta 197.

34 Catherine de Bar, op. cit. p. 113.

35 Id, p.111.

36 Manuscrito C, 16 vº.

37 Paroles de Chartreux. Cerf, Paris 1987, p. 99.

38 Libro de la vida, cap. 8, 5.

39 Carta 142 a su hermana Céline.

40 Manuscrito A, folio 75 vº.

41 Manuscrito C, folio 3 rº.

42 Christiane Sanson, Marie de la Trinité, de l’angoisse à la paix, Cerf, Paris 2005.

43 Manuscrito A, folio 83 vº.

40

41

 

 

III. LA PRESENCIA DE DIOS

¡Señor Dios mío!, no eres tú extraño

a quien no se extraña contigo;

¿cómo dicen que te ausentas tú?

 

Juan de la Cruz[44]

 

 

Orar es acoger una presencia. Es por tanto útil reflexionar sobre los diferentes modos en que Dios se nos presenta. Lo hace, en efecto, de múltiples maneras: en la creación, en su Palabra transmitida por la Escritura, en el misterio de Cristo, en la Eucaristía, inhabitando en nuestro corazón… Estas diferentes modalidades de la presencia de Dios no son de la misma naturaleza. Es preciso distinguirlas y no se pueden poner todas en el mismo plano. Todas tienen sin embargo su importancia, y pueden orientar nuestro modo de orar. Vamos a interesarnos por ellas ahora.

Aclaremos una cosa. Allí donde Dios está presente, está al mismo tiempo oculto. Ya sea en la naturaleza, en la Eucaristía o en el fondo de nuestra alma, Dios está realmente presente, pero con una presencia que no es accesible por los medios habituales de la percepción humana. Ninguna observación, ningún psicoanálisis, ningún experimento científico, ningún microscopio o scanner puede detectar en ningún sitio la presencia divina. El único «instrumento», por decirlo así, que puede dar acceso a esta presencia, revelarla, es ese del que hemos hablado largamente en el capítulo anterior: «la fe empapada de amor», por retomar una expresión de sor María de la Trinidad.

Dios está íntimamente presente a toda realidad, nada desea tanto como revelarse, pero es un Dios escondido. «Verdaderamente Tú eres el Dios escondido, el Dios de Israel, el Salvador» (Is 45, 15). El único modo de hacerle salir de su escondite es la búsqueda amorosa. La fe y el amor le «descubren» allí donde todos los demás medios resultan ineficaces. A Dios no se le puede encontrar y poseer más que por la fe y el amor, pues no quiere unirse a nosotros de otro modo que en un encuentro de amor. Por su misma naturaleza, el amor no es objeto de prueba material o científica, es objeto de confianza. A veces nos gustaría que la presencia de Dios fuese más visible, más convincente, que se pudiese demostrar de manera irrefutable, de modo que los no creyentes quedasen confundidos, pero eso no es posible en esta tierra. No puede ser de otra manera, si no Dios dejaría de ser un Dios mendigo de nuestro amor y respetuoso de nuestra libertad. Dios no quiere que estemos atados a Él por otros lazos que los del amor.

Dios se nos revela, no a través de manifestaciones o pruebas contundentes, sino 42

mediante signos discretos, indicios, llamadas, suscitando en nosotros una libre adhesión de fe. Nunca se nos dispensa de un acto de fe para captar la presencia divina.

Pero a partir del momento en que se abren los ojos de la fe, cuando sinceramente la ponemos en acto, toda la realidad de su presencia y la riqueza de su amor se hacen accesibles.

Sin pretender ser exhaustivo, quisiera ahora evocar algunos aspectos de la presencia de Dios, importantes para orientar nuestra vida de oración.

1. Presencia de Dios en la naturaleza

La primera palabra de Dios es su creación. Él expresa su bondad, su poder, su sabiduría a través del mundo que nos rodea. San Juan de la Cruz llevaba con frecuencia a sus novicios a hacer oración en la naturaleza. El padre Alexander Men decía (es una frase muy fuerte en boca de un ruso ortodoxo) que una hoja de árbol vale más que mil iconos. Sale directamente de la mano del creador, por así decir. El futuro san Juan de Cronstadt cuando era niño amaba mucho la naturaleza (también pertenecía a la iglesia ortodoxa rusa), se detenía a veces ante una flor y murmuraba: «¡He aquí a Dios!»[45].

No se trata evidentemente de caer en un panteísmo (Dios y su creación son bien distintos) ni en una sacralización de la naturaleza, sino de reconocer en ella una huella del amor divino. Es conmovedor ver lo mucho que se han maravillado los santos ante la belleza del mundo, y cómo han percibido el amor y la sabiduría de Dios en las cosas creadas. Conocemos el Cántico de las criaturas del hermano Francisco y los poemas místicos de san Juan de la Cruz, quienes, contemplando la naturaleza, ven en ella rasgos de la belleza divina.

 

¡Oh bosques y espesuras

plantadas por la mano del Amado!

¡Oh prado de verduras

de flores esmaltado!

¡Decid si por vosotros ha pasado!

 

Mil gracias derramando

pasó por estos sotos con presura

y yéndolos mirando

con sola su figura

vestidos los dejó de hermosura[46].

 

El hombre contemporáneo está con frecuencia lejos de la naturaleza, el mundo en que vive se reduce a un universo de asfalto, hormigón y pantallas de todas clases.

Permanece prisionero de un mundo fabricado, virtual, proyección de sus fantasías, en lugar de estar en contacto con la creación. A veces está apartado de Dios (y de sí mismo) a causa de eso.

El salmo 19 nos dice: «Los cielos pregonan la gloria de Dios». Desde los tiempos bíblicos, los creyentes han contemplado siempre en la belleza de la creación un reflejo de la gloria de Dios. El racionalismo moderno nos ha hecho un tanto incapaces de eso; y es una pena, porque con el desarrollo de los conocimientos científicos tenemos mil veces más razones que el hombre de la Biblia o el de la Edad media para maravillarnos ante la sabiduría y el poder de Dios. Las imágenes de las galaxias lejanas que nos envía el telescopio espacial Hubble, las vistas del mundo submarino, los conocimientos asombrosos de que disponemos sobre el código genético, del Big Bang y de la estructura del átomo, dan motivos para maravillarse al creyente que sabe que todo eso no es producto del azar ni de la necesidad, sino el fruto de un amor creador. Sobre todo si se está convencido con Grignion de Monfort de que Dios despliega más poder y sabiduría para conducir a la salvación a una sola alma que para la creación de todo el universo[47].

Hace algunos años tenía que tomar el avión para el Líbano, para predicar allí un retiro. Como no llevaba nada para leer en el viaje, compré en el aeropuerto el libro de Hubert Reeves Últimas noticias del Cosmos. Soy de formación científica, pero desde mi entrada en religión no había disfrutado del placer de informarme de los últimos desarrollos de la investigación en cosmología. Este libro lo escribe un astrofísico agnóstico, pero que habla con mucho entusiasmo de lo que la ciencia del siglo XX ha descubierto sobre el origen y la evolución del universo. Tengo que decir que ese libro me hizo más bien que diez obras de espiritualidad. Se entera uno allí de cosas realmente fantásticas, como saber que el universo actual, de millares y millares de años luz en extensión, pudo estar concentrado en sus orígenes en una cabeza de alfiler, o que nuestro cuerpo está constituido por átomos que pertenecieron a estrellas que explosionaron en su extinción, hace algunos millones de años, y proyectaron en el cosmos la materia que sirvió para hacer la tierra y sus habitantes. Al descubrir todo eso, yo me decía que tenía motivos para estar orgulloso de mi Dios.

Más sencillamente, la belleza de una puesta de sol sobre el mar, el gracioso juego de las ardillas saltando de rama en rama, el esplendor de una noche estrellada son claramente palabras que nos dirige Dios para que confiemos en Él y nos abandonemos sin temor en su sabiduría. La naturaleza contemplada con una mirada de fe tiene una gran fuerza de consolación y sosiego. Pasearnos por un bello paisaje, acoger con todos los sentidos el mundo tal como se nos entrega, dar gracias por la belleza de la tierra y del cielo puede alimentar nuestra oración muchas veces, y hemos de saber aprovechar eso.

El contacto con la naturaleza puede ser fácilmente el modo de acoger la presencia sabia y amorosa de Dios en nuestra vida y alimentar así nuestro amor y nuestra confianza.

2. Dios se entrega en la humanidad de Cristo

En la economía propia del cristianismo, el medio esencial por el que Dios se hace presente a los hombres es la humanidad de Cristo. «En Él habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad» (Col 2, 9). Por la encarnación de su Hijo, Dios se hace, de la manera más fuerte, el Emmanuel, el Dios con nosotros.

Todo lo que, de un modo u otro, nos pone en contacto con la humanidad de Cristo nos hace acoger la presencia de Dios. La humilde invocación del nombre de Jesús, la contemplación de los acontecimientos de su vida, desde la encarnación hasta su ascensión gloriosa, la meditación de sus gestos y sus palabras, la mirada a un icono o crucifijo, el diálogo de amistad con Jesús considerándole a nuestro lado como el mejor y más fiel de nuestros amigos, la adoración eucarística, el rezo del rosario… Desde los tiempos evangélicos hasta hoy, el pueblo cristiano, guiado por el Espíritu Santo y por la inventiva del amor, de mil y una manera diferentes, ha sabido apropiarse la vida y la persona de Jesús, y acoger así el misterio de Dios. Esta convicción está en el origen de muchas formas distintas de oración y de devoción que alimentan la vida de la Iglesia.

La humanidad de Jesús es la puerta humilde, y desgraciadamente oculta aún para muchos, que nos da acceso a toda la riqueza del misterio de Dios, a toda la profundidad de la vida trinitaria. Habría una infinidad de cosas que decir sobre esto, y la Iglesia no terminará nunca de sondear todos los tesoros de luz y de gracias que se contienen en Jesús, y de apropiárselos por la fe y el amor. San Juan de la Cruz afirma que todo lo que los doctores y las almas santas han descubierto como tesoros escondidos en la humanidad del Verbo no son nada al lado de lo que nos queda aún por descubrir[48], pues «en Él se esconden todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios» (Col 2, 3).

Todo lo que nos une a Jesús, de un modo u otro, por el cuerpo, los sentidos, el corazón, por la inteligencia o la voluntad, nos hace entrar en comunión con la presencia y la vida de Dios. Esta es una dimensión fundamental de la oración cristiana.

3. Dios presente en nuestro corazón

Uno de los aspectos más determinantes de la presencia divina, en lo que se refiere a la vida de oración, es la presencia de Dios en nuestro corazón. Ya tuvimos ocasión de tratar un poco este asunto en el capítulo anterior a través de la imagen del «pozo», pero ahora lo veremos más despacio.

Es una verdad de fe que Dios habita en nosotros, con una presencia oculta pero real. «El Reino de Dios está dentro de vosotros», afirma Jesús (Lc 17, 21). Pablo dice que «Cristo habita en nuestros corazones por la fe» (Ef 3, 17) y que nuestro cuerpo es «templo del Espíritu Santo» (1Co 6, 19).

«¡Tú eres un templo, no busques un sitio!», dice un monje griego medieval[49].

Dios está presente en nosotros en cuanto que es nuestro creador, ya que «en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 28), pero también por una presencia de gracia, de amor, tanto más intensa cuanto más crece el amor en nuestro corazón. «Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos nuestra morada en él» (Jn 14, 23). Por el bautismo, la Trinidad viene a habitar en nosotros, su presencia se revela y se intensifica con el crecimiento de la fe y del amor.

La consecuencia sencilla, pero absolutamente fundamental, de esta verdad es que una de las dimensiones esenciales de la oración consiste en el movimiento de recogimiento, de interiorización, por el cual nos retiramos dentro de nosotros mismos para unirnos a la presencia que nos habita. Esta presencia no es objeto de experiencia, de sensación, es ante todo objeto de fe. Pero si ponemos este acto de fe y, en coherencia con esta fe, hacemos el esfuerzo de recogernos dentro de nosotros para encontrar a Quien allí nos espera, esta fe nos llevará poco a poco a una verdadera experiencia, y verificaremos que tenemos en lo más íntimo de nosotros una fuente inagotable de paz, de santidad, de pureza, de felicidad… Dios mismo con toda la plenitud de su vida y de sus dones.

Teresa de Jesús, que durante largos años, antes de convertirse en la gran mística que conocemos, tuvo tantas dificultades en la oración, nos dice que este descubrimiento de la presencia de Dios en ella revolucionó su vida de oración. Veamos su texto: Pues mirad que dice san Agustín, que le buscaba en muchas partes y que le vino a hallar dentro de sí mismo. ¿Pensáis que importa poco para un alma derramada entender esta verdad y ver que no ha menester para hablar con su Padre Eterno ir al cielo ni para regalarse con Él, ni ha menester hablar a voces? Por paso que hable, la oirá; ni ha menester alas para ir a buscarle, sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí y no extrañarse de tan buen huésped; sino con grande humildad hablarle como a padre, pedirle como a padre, regalarse con Él como con padre, entendiendo que no es digna de serlo[50].

Y este otro pasaje:

Reiránse de mí por ventura; dirán que bien claro se está esto —y tendrán razón—, porque para mí fue oscuro algún tiempo. Bien entendía que tenía alma; mas lo que merecía esta alma y quién estaba dentro de ella (si yo no me tapaba los ojos con las vanidades de la vida) no lo entendía. Que a mi parecer, si como ahora con verdad entiendo que en este palacio pequeñito de mi alma cabe tan gran Rey, que no le dejara tantas veces solo, alguna me estuviera con Él, y más procurara que no estuviera tan sucio. Mas ¡qué cosa de tanta admiración, quien hinchera mil mundos con su grandeza, encerrarse en cosa tan pequeña! Así quiso caber en el vientre de su sacratísima Madre. Como es Señor, consigo trae la libertad, y como nos ama, hácese a nuestra medida. Cuando un alma comienza, por no la alborotar de verse tan pequeña para tener en sí cosa tan grande, no se da a conocer hasta que va ensanchando esta alma poco a poco, conforme a lo que entiende es menester para lo que pone en ella. Por eso digo que trae consigo la libertad, pues tiene el poder de hacer grande este palacio.

Todo el punto está en que se le demos por suyo con toda determinación y le desembaracemos para que pueda poner y quitar como en cosa suya; esta es su condición, y tiene Su Majestad razón; no se lo neguemos[51].

A riesgo de alargarme un poco, no me resisto a citar también un hermoso texto de san Juan de la Cruz que, en un estilo bien diferente, expresa la misma realidad: Es de notar que el Verbo Hijo de Dios, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, esencial y presencialmente está escondido en el íntimo ser del alma; por tanto al alma que le ha de hallar conviene salir de todas las cosas según la afección y voluntad, y entrarse en sumo recogimiento dentro de sí misma, siéndole todas las cosas como si no fuesen.

[…] Está pues Dios en el alma escondido, y ahí le ha de buscar con amor el buen contemplativo, diciendo: ¿Adónde te escondiste?

¡Oh, pues, alma, hermosísima entre todas las criaturas, que tanto deseas saber el lugar donde está tu Amado para buscarle y unirte con él!, ya se te dice que tú misma eres el aposento donde él mora y […] el escondrijo donde está escondido; que es cosa de grande contentamiento y alegría para ti ver que todo tu bien y esperanza está tan cerca de ti, que esté en ti, o por mejor decir, tú no puedas estar sin él[52].

Se podría citar una infinidad de textos espirituales cristianos que expresan esa misma maravilla, y la misma invitación a unirse por la fe a Dios que está en nuestro corazón.

Hay en nuestra vida momentos de mucha acción, de relación interpersonal, pero hay que saber también encontrar esos otros momentos en que nos separamos de todo para buscar a Dios en nosotros, en un rato de silencio, de recogimiento, de atención interior a la presencia que nos habita. Si adquirimos la costumbre (de manera prolongada en los tiempos de oración, pero también de modo breve y frecuente en medio de nuestras jornadas), veremos que poco a poco, incluso en «el fragor de la batalla» del trabajo ordinario, seguimos unidos a Dios, y sacamos de esta presencia íntima toda la energía, toda la sabiduría, toda la paz. Ya no vivimos de manera superficial, agitada, desordenada, impulsiva, sino apoyados en nuestro verdadero centro, nuestro corazón habitado por Dios.

Sabiendo separarnos de vez en cuando de todo y de todos para encontrar a Dios en nosotros, estaremos unidos a todo y a todos de la manera más efectiva.

Dichosa el alma que ha encontrado a Dios en sí, es más feliz que si hubiera conquistado toda la tierra[53].

Repitamos para concluir: el verdadero tesoro es interior. Descubrir en nosotros las verdaderas riquezas nos hará más libres respecto a los bienes de la tierra.

4. Orar con la Palabra[54]

Otra modalidad de la presencia de Dios es fundamental para la vida de oración: su presencia en la Sagrada Escritura. Dios se comunica a través de las palabras de la Biblia.

Dios habita en su palabra; recibirla y meditarla en nuestro corazón nos hace acoger el don de su presencia y de su amor. Si una persona pregunta: «¿Qué debo hacer para aprovechar bien el tiempo que dedico a la oración?», me parece que la mejor respuesta es aconsejarle que comience meditando la Escritura. Sin excluir evidentemente otras formas de oración, según veremos en el próximo capítulo, conviene que el alimento esencial de nuestra vida de oración sea la Palabra de Dios.

Una de las mejores cosas que tiene la Biblia es que no solamente Dios se dirige allí a nosotros, habla a nuestro corazón, sino que además nos da las palabras para responderle.

Los salmos, por ejemplo, son de una riqueza inagotable para expresar nuestra oración y situarnos cara a cara con Dios en una actitud apropiada. La Escritura santa es así la base de todo diálogo auténtico con Dios. Cuanto más se nutra nuestra vida de oración de la Escritura, más justa y profunda será, más nos hará encontrar en verdad a Dios.

Como bien sabemos, el Concilio Vaticano II, mientras que en el pasado los católicos tenían poco acceso a la Biblia, ha querido ponerla de nuevo en el corazón de la vida cristiana. Recordemos las palabras de la constitución Dei Verbum sobre este asunto: La Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues sobre todo en la sagrada liturgia nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo. La Iglesia ha considerado siempre como suprema norma de su fe la Escritura unida a la Tradición, ya que, inspirada por Dios y escrita de una vez para siempre, nos transmite inmutablemente la palabra del mismo Dios; y en las palabras de los Apóstoles y los Profetas hace resonar la voz del Espíritu Santo. Por tanto, toda la predicación de la Iglesia, como toda la religión cristiana, se ha de alimentar y regir con la Sagrada Escritura. En los Libros sagrados, el Padre, que está en el cielo, sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos. Y es tan grande el poder y la fuerza de la palabra de Dios, que constituye sustento y vigor de la Iglesia, firmeza de fe para sus hijos, alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual. Por eso se aplican a la Escritura de modo especial aquellas palabras: «La palabra de Dios es viva y enérgica» (Hb 4, 12), «puede edificar y dar la herencia a todos los consagrados» (Hch 20, 32; cf. 1Ts 2, 13). Los fieles han de tener fácil acceso a la Sagrada Escritura[55].

Notemos los términos fuertes del Concilio que hemos destacado en letra cursiva: la Palabra de Dios constituye firmeza de fe, alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual. Establece también una analogía entre la Eucaristía y la Palabra. El lenguaje de la Biblia es un lenguaje humano, a veces con sus limitaciones, sus oscuridades, pero a través de él Dios se comunica realmente con nosotros. Meditar la Escritura es mucho más que reflexionar sobre un texto, sacar ideas… Es acoger, en una actitud de oración y de fe, una Presencia que se nos entrega. La simple consideración de algunos versículos, si se hace con fe y amor, puede introducirnos en una profunda comunión con Dios. Como en la hostia, Dios se nos entrega en alimento por su Palabra.

La escucha de la Palabra nos hace entrar en la intimidad con Dios. En la vida de una pareja que se ama, el diálogo y las palabras que se dicen crean una intimidad, un espacio de comunión, de don mutuo, a veces consumado por el don recíproco de los cuerpos. Del mismo modo, la escucha de la Palabra, el eco que despierta en nuestro corazón, la respuesta de oración que hace brotar, alimentada ella misma por la Escritura, permiten que se cree entre Dios y cada uno de los creyentes un verdadero espacio de intimidad y de don mutuo.

Todo cristiano que lee la Escritura buscando allí a Dios en una humilde y sincera actitud de fe, vivirá de vez en cuando esta hermosa experiencia: un pasaje, escrito hace tantos siglos, en un contexto histórico muy diferente al mío, me conmueve y me habla con una precisión extraordinaria, se ajusta exactamente a lo que estoy viviendo hoy y me dice con claridad lo que necesito oír de parte de Dios. Tengo verdaderamente la impresión de que este texto de Isaías, este versículo de un salmo o de una epístola, ¡ha sido escrito para mí, y nada más que para mí! Esta no es una experiencia reservada a los grandes místicos o a los especialistas en exegesis, todo cristiano está llamado a vivirla.

Sobre todo hoy: nuestra vida de creyentes se desenvuelve en un contexto difícil, y Dios abre más que nunca a los pequeños y a los pobres las riquezas de su Palabra. Estoy absolutamente convencido de que el más sencillo e inculto de los creyentes puede descubrir en la Biblia tesoros de luz y de sabiduría que nadie ha descubierto antes que él.

La Escritura habla al corazón de cada uno de manera única y personal.

Me permitiré un breve testimonio personal. Hace algunos años pasaba por un periodo difícil: cansancio, desánimo, sentimiento doloroso de mi propia miseria. Fui a pasar algunos días a un monasterio benedictino, para presentar a Dios mi desasosiego, mis preguntas sin respuesta… Participando en los oficios, me dejaba mecer por el ritmo del canto de los salmos. Y al hilo de la salmodia se presenta el versículo siguiente:

«¡Alma mía, vuelve a tu sosiego, que el Señor ha sido benigno contigo! »[56]. He sentido entonces que a través de estas palabras tan sencillas Dios se dirigía directamente a mi corazón, y he encontrado ahí un gran consuelo.

5. Palabra y discernimiento

«Antorcha es tu palabra ante mis pasos, luz en mi sendero», dice el salmo 119. El encuentro regular con la Palabra de Dios es vital porque solo ella puede sacar a la luz la verdad de nuestra vida. Esta capacidad de discernimiento propia de la Palabra de Dios se muestra de modo evidente en el pasaje de la Carta a los Hebreos que ya hemos citado: La palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que una espada de doble filo: entra hasta la división del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y descubre los sentimientos y pensamientos del corazón. No hay ante ella criatura invisible, sino que todo está desnudo y patente ante los ojos de Aquel a quien hemos de rendir cuenta (Hb 4, 12-13).

La Escritura es como un espejo que permite al hombre conocerse en verdad, para bien o para mal: denuncia nuestros compromisos con el pecado, nuestras ambigüedades, nuestras actitudes contrarias al Evangelio, pero hace también brotar lo mejor que hay en nosotros para liberarlo y fomentarlo. Alcanza la frontera entre el alma y el espíritu; dicho de otro modo, permite discernir entre lo que es construcción psíquica (lo que proviene de nuestra humanidad herida) y lo que es espiritual, lo que procede del dinamismo del amor.

Utilizando esta imagen del espejo, Santiago nos invita a inclinarnos ante la Palabra, a la que llama «ley perfecta de libertad», para adherirnos a ella y encontrar la felicidad llevándola a la práctica (St 1, 25).

Nos conviene exponernos regularmente a la Palabra de Dios. Solo ella puede realizar un profundo trabajo de discernimiento, de verdad, en nuestra existencia. No es el hombre quien trabaja la Biblia, es la Biblia la que le trabaja a él. Es necesario, día tras día, que nos dejemos trabajar y modelar por ella, por tal o cual pasaje preciso. Eso significa correr un riesgo, porque la Palabra puede decirnos a veces cosas que 49

preferiríamos no oír. Pero, a fin de cuentas, opera en nosotros una labor de vida, de libertad, de paz. Nos corrija o nos consuele, nos comunica la vida. Escuchemos a Juan Pablo II en Novo Millenio Ineunte, n. 39:

Es necesario, en particular, que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia.

En la Escritura no todo es comprensible inmediatamente. Algunos pasajes nos parecen oscuros e incluso pueden resultarnos chocantes. Pero si nuestra búsqueda es sincera, con frecuencia se nos concederá una luz, tal o tal versículo se encenderá y hablará a nuestro corazón. Cristo resucitado nos dará por su Espíritu Santo, como a los discípulos, la «inteligencia de las Escrituras» (Cf. Lc 24, 45). Esta iluminación tendrá que ser progresiva, pero es una experiencia real.

¿Qué es lo que permite esta iluminación interior que nos da acceso a la riqueza de la Palabra? Me parece que lo esencial es un verdadero deseo de conversión. Si leemos la Escritura en la oración, con la confianza de que Dios nos escucha allí, y con un sincero deseo de que su Palabra toque nuestro corazón, nos haga ver nuestro pecado, nos conduzca a una verdadera conversión, si estamos decididos a poner en práctica lo que nos diga, entonces la Escritura se iluminará para nosotros. Ese es el principal secreto de la buena exegesis.

No quiero decir con esto que otras cosas sean inútiles. Será bueno que hagamos estudios bíblicos si tenemos esa posibilidad. A la pequeña Teresa de Lisieux le hubiera gustado conocer el griego y el hebreo. Una formación exegética puede ser muy valiosa.

Pero no hay que olvidar nunca que los tesoros de la Escritura no se abren tanto a los sabios y prudentes como a los que buscan solo una cosa: amar más a Dios y convertirse al Evangelio.

6. La Palabra, arma en el combate

Esta familiaridad con la Palabra de Dios es tanto más necesaria por cuanto es un arma esencial en el combate espiritual. En el sexto capítulo de la Carta a los Efesios, Pablo exhorta a sus destinatarios a emprender con confianza y valor la lucha que supone toda vida cristiana auténtica:

Reconfortaos en el Señor y en la fuerza de su poder; revestíos con la armadura de Dios para que podáis resistir las insidias del diablo (Ef 6, 10-11).

Pablo describirá un poco más adelante cuáles son las piezas de esta armadura de que hay que revestirse para «resistir en el día malo» y permanecer firme. La última que menciona, y no la menos importante, es «la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios».

Esto nos lleva a tomar conciencia más viva del lugar que ocupa la Escritura santa, 50

como ayuda indispensable para atravesar las luchas y las pruebas de esta vida.

Es vital que nos podamos apoyar en la Sagrada Escritura durante nuestras luchas. El santo papa Juan Pablo II decía que un cristiano que no reza es un cristiano en peligro[57]. Yo diría de manera análoga que un cristiano que no lee regularmente la Palabra de Dios es un cristiano en peligro. «No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Dt 8, 3). Hay demasiada confusión en las mentalidades que nos rodean y en los discursos con que nos golpean los medios, y demasiada debilidad en nosotros, para que podamos prescindir de la fuerza que sacamos de la Biblia.

Los evangelios sinópticos, en particular el de Marcos, muestran el impacto que producía en las multitudes la autoridad de la Palabra de Jesús: «Y se quedaron admirados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas» (Mc 1, 22). Y un poco más adelante: «¿Qué es esto? Una enseñanza nueva con potestad. Manda incluso a los espíritus impuros y le obedecen» (Mc 1, 27).

Esta autoridad que impresiona tanto a los oyentes presenta dos aspectos. Por una parte, Jesús habla en nombre propio, y sin apoyarse en la autoridad de ningún otro. Se aparta así de la enseñanza habitual de los rabinos de su época, que no afirmaban nada sin referirse a los sabios que les habían precedido (añadiendo algo de su parte, por supuesto). Jesús no es un eslabón en la transmisión de la Palabra, es la Palabra misma, en su fuente y su discurrir. El otro aspecto de esta autoridad de la Palabra de Jesús es su fuerza y su eficacia. Cuando expulsa a un demonio, este huye sin poderse resistir.

Cuando ordena a la mar revuelta: «¡Calla, enmudece!», se produce una gran calma (no solo en las olas, sino también en el corazón agitado e inquieto de los discípulos). Cuando dice a una pobre pecadora: «¡Tus pecados son perdonados!», la mujer se siente inmediatamente cambiada, purificada y reconciliada con Dios y con ella misma, revestida de una dignidad nueva, feliz de ser quien es.

No es esta una autoridad que se proponga abrumarnos, muy al contrario, es autoridad contra el mal, contra nuestros enemigos, contra el Acusador. Autoridad a nuestro favor, para nuestra edificación y nuestro consuelo. Es indispensable aprender a apoyarnos en esta autoridad de la Palabra de Dios, que muestra una fuerza como no tiene ninguna palabra humana.

Habrá momentos en nuestra vida en que esta autoridad bienhechora de la Palabra de Dios será nuestra tabla de salvación. En algunos periodos de prueba, la única manera de aguantar será apoyarnos, no en nuestros pensamientos y reflexiones (que manifestarán su radical fragilidad), sino en una palabra de la Escritura. El mismo Jesús, tentado en el desierto por el diablo, se sirvió de la Escritura para rechazarlo. Si nos quedamos en el plano de los razonamientos y consideraciones humanas, el Tentador acabará siendo más astuto y más fuerte que nosotros. Solo la Palabra de Dios es apta para desarmarlo.

Todos hemos tenido esta experiencia, o la tendremos algún día: en momentos de inquietud, de duda, de prueba, si nos quedamos en el nivel de la reflexión, no podemos librarnos de esas preocupaciones. En situaciones de inquietud que se refieren por ejemplo a nuestro porvenir, si intentamos calmar esa preocupación a golpe de razonamientos, nos 51

arriesgamos a no encontrar salida. En efecto, entre los motivos que tenemos para inquietarnos y los que tenemos para tranquilizarnos, no sabemos nunca cuáles van a predominar, nuestra razón no es capaz de preverlo todo y menos aún de controlarlo todo.

El único modo de inclinar la balanza del lado bueno (el de la confianza, de la esperanza, de la paz) no es multiplicar los argumentos (siempre aparecerá uno en sentido contrario), sino traer a nuestro espíritu unas palabras de la Escritura y apoyarnos con fe en ellas:

«No os inquietéis por el mañana» (Mt 6, 34), o también: «No temas, pequeño rebaño, pues vuestro Padre se ha complacido en daros el Reino» (Lc 12, 32), o bien: «Todos los cabellos de vuestra cabeza están contados» (Lc 12, 7).

La verdadera paz no procede de la conclusión de un razonamiento humano. No puede venir más que del asentimiento del corazón a las promesas de Dios que nos comunica la Palabra. Cuando, en un momento de duda o confusión, nos apoyamos mediante un acto de fe en unas palabras de la Escritura, la autoridad propia de estas palabras se convierte para nosotros en un fuerte respaldo. No se trata de una varita mágica que nos inmunizaría contra cualquier perplejidad o angustia. Pero en la adhesión confiada a la Palabra de Dios, se encuentra misteriosamente una fuerza que ninguna otra cosa nos puede procurar. Esa Palabra tiene la capacidad de afianzarnos en la esperanza y en la paz, suceda lo que suceda. La Carta a los Hebreos menciona, a propósito de la promesa de Dios a Abrahán, esta «garantía del juramento que pone fin a todo litigio»

(Hb 6, 16). La Palabra de Dios, recibida en la fe, tiene la virtud de poner término a nuestra irresolución y al vaivén de nuestros razonamientos inciertos, para afianzarnos en la verdad y en la paz. La esperanza que nos procura esta Palabra es «ancla segura y firme de nuestra vida» (Hb 6, 19).

Son incontables los ejemplos de las palabras de la Escritura que pueden ser un punto de apoyo precioso en nuestras luchas. Si me siento solo y abandonado, la Escritura me grita: «¡Aunque una madre se olvide de su hijo, yo no te olvidaré!» (Cf. Is 49, 15).

Si me parece que el Señor está lejos, me dice: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Si me siento humillado por mi pecado, me responde: «Yo no recordaré tus pecados» (Is 43, 25). Si me parece que no tengo lo que necesito para salir adelante en la vida, el salmo me invita a hacer este acto de fe: «El Señor es mi pastor, nada me falta» (Ps 23, 1).

No dejemos pasar un día sin dedicar al menos unos minutos a meditar un pasaje de la Escritura… A veces nos parecerá un poco árida y oscura, pero si la leemos con fidelidad, en la sencillez y la oración, penetrará en nuestra memoria profunda incluso sin darnos cuenta. Y el día en que lo necesitemos, en un momento de adversidad, un versículo vendrá a la memoria y serán precisamente las palabras en que nos podremos apoyar para recuperar la esperanza y la paz.

 

44 Dichos de luz y amor, 49. En lenguaje actual sería “no te apartas de quien no se aparta de ti”.

45 Jean de Cronstadt, Ma vie en Christ. Bellefontaine 1979, p. 11.

46 Cántico espiritual, estrofas 4 y 5.

47 Cfr. el comienzo de Secret de Marie.

48 5 Cfr. Cántico espiritual, 37.

49 La prière de Jésus, ed. Chevetogne 1963, p. 34.

52

50 Camino de perfección, cap. 46, 2 (Códice de El Escorial, passim).

51 Id. cap. 48, 3-4.

52 Cántico espiritual B, Canción 1, 6-8.

53 Catherine de Bar, op. cit. p. 36.

54 Vuelvo en este capítulo a las reflexiones que desarrollé más extensamente en mi libro Llamados a la vida, cap.

3.

55 Dei Verbum, VI, 21-22. La cursiva es nuestra.

56 Ps 116, 7.

57 Novo Millenio Ineunte, n. 34.

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IV. CONSEJOS PRÁCTICOS PARA LA ORACIÓN

PERSONAL

El bien supremo es la oración, la charla familiar con Dios.

 

Homilía del s. IV[58]

 

 

En este capítulo me gustaría dar algunos consejos prácticos para la oración personal.

Naturalmente hay que tomarlos con cautela y adaptarlos a cada situación particular. Lo importante es comenzar, echarse al agua, por decir así, y descubrir poco a poco hacia qué modo de oración nos lleva el Espíritu Santo. Hay llamadas y gracias bien diferentes en este asunto, y a cada uno corresponde abrirse al don particular que se le hace.

Comencemos por algunas observaciones sobre la relación entre los ratos de oración y el resto de la vida.

1. En el tiempo de oración

La calidad de la oración personal está evidentemente condicionada por lo que se vive fuera de los ratos de oración. No podemos unirnos a Dios en los tiempos de oración si no buscamos estar unidos a Él en el resto de nuestras actividades: realizarlas en su presencia, buscando agradarle y hacer su voluntad, confiarle las opciones y las decisiones, dejarnos guiar por la luz del Evangelio en todo lo de nuestra vida, actuar con amor desinteresado…

Pero también, según hemos visto, dedicar un tiempo regularmente a la oración conduce a intensificar las disposiciones de fe, esperanza y amor que son valiosas no solo en el propio rato de oración, sino que deben constituir el soporte y la orientación fundamental de toda nuestra existencia y de cada una de nuestras actividades.

Mucho se podría decir sobre la implicación recíproca entre la oración y el resto de la vida, pero insistiré solo en dos puntos: vivir en presencia de Dios y practicar la caridad.

Para vivir el primer punto, esforcémonos poco a poco en convertir toda nuestra existencia en un diálogo con Dios. Con sencillez, sin tensiones, pero buscando la comunión constante con Él. No vamos a sentir por eso nada especial, pero pondremos en práctica las actitudes sencillas de fe, esperanza y amor de las que ya hemos hablado.

Todo lo que constituye nuestra vida, sin excepción, puede alimentar nuestro diálogo 54

con Dios: lo que nos parece bueno, para una breve acción de gracias; lo que nos preocupa, para pedirle su ayuda; las decisiones difíciles, para invocar la luz de su Espíritu… Incluso nuestros pecados, para pedirle perdón. Hay que hacer fuego con toda madera. Dios no nos pide de entrada que ya seamos perfectos, sino que convivamos con Él. Traigo aquí unas palabras del hermano Laurent de la Resurrección, carmelita parisino del siglo XVII, cocinero y zapatero en su convento, hombre sencillo pero de una gran sabiduría. Toda su vida espiritual consistió en este deseo de vivir continuamente en la presencia de Dios.

La práctica más santa, la más común y más necesaria en la vida espiritual es la presencia de Dios, es complacerse y acostumbrarse a su divina compañía, hablando humildemente y conversando con él amorosamente en todo tiempo, en todos los momentos, sin regla ni medida, sobre todo en los tiempos de tentaciones, de penas, arideces, disgustos, e incluso infidelidades y pecados. Hay que insistir continuamente para que todas nuestras acciones sean pequeñas charlas con Dios, sin elaborarlas, tal como vienen de la pureza y sencillez del corazón…

Durante nuestro trabajo y otras actividades, incluso durante nuestras lecturas, aunque ya sean espirituales, durante nuestras devociones exteriores y oraciones vocales, debemos parar un momentito, con la mayor frecuencia que podamos, para adorar a Dios en el fondo de nuestro corazón, disfrutándolo de paso y, como sin afectación, alabarle, pedirle ayuda, ofrecerle nuestro corazón y darle gracias. ¿Qué puede ser más agradable a Dios que dejemos así mil y mil veces al día a todas las criaturas para retirarnos y adorarle en nuestro interior?

No es necesario estar en la iglesia para estar con Dios. Podemos hacer un oratorio de nuestro corazón, en el que nos retiremos de vez en cuando para conversar allí con él. Todo el mundo es capaz de estos encuentros familiares con Dios[59].

El segundo punto, sobre el que conviene insistir también, es la importancia de la práctica concreta de la caridad como condición indispensable del crecimiento en la vida de oración. ¿Cómo pretendemos encontrarnos con Dios y unirnos a Él en la oración si somos indiferentes ante las necesidades de nuestro prójimo? ¿Cómo pretendemos amar a Dios si no amamos a nuestro hermano? Escuchemos a Teresa de Jesús: Cuando yo veo almas muy diligentes a entender la oración que tienen y muy encapotadas cuando están en ella (que parece no se osan bullir ni menear el pensamiento, porque no se les vaya un poquito de gusto y devoción que han tenido), háceme ver cuán poco entienden del camino por donde se alcanza la unión. Y piensan que allí está todo el negocio.

Que no, hermanas, no; obras quiere el Señor, y que, si ves una enferma a quien puedes dar algún alivio, no se te dé nada de perder esa devoción y te compadezcas de ella; y si tiene algún dolor, te duela a ti; y si fuere menester, lo ayunes porque ella lo coma, no tanto por ella como porque sabes que tu Señor quiere aquello; esta es la verdadera unión con su voluntad[60].

La falta de amor al prójimo, cerrar nuestro corazón a sus necesidades, guardar rencores voluntariamente contra alguien, la negativa a perdonar pueden esterilizar nuestra vida de oración; hay que tenerlo muy en cuenta.

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Por el contrario, los gestos de misericordia y de bondad con nuestros semejantes florecen en nuestra relación con Dios, de modo particular en la oración. No olvidemos las magníficas promesas del capítulo 58 de Isaías a los que practican el amor al prójimo:

¿El ayuno que yo prefiero […] no es compartir tu pan con el hambriento, e invitar a tu casa a los pobres sin asilo? Al que veas desnudo, cúbrelo y no te escondas de quien es carne tuya.

Entonces tu luz despuntará como la aurora, y tu curación aparecerá al instante, tu justicia te precederá y la gloria del Señor cerrará tu marcha. Si […] ofreces tu propio sustento al hambriento, y sacias el alma afligida, entonces tu luz despuntará en las tinieblas y tu oscuridad será como el mediodía. El Señor te guiará de continuo, saciará tu alma en las regiones áridas, dará fuerza a tus huesos, y serás como huerto regado, como manantial cuyas aguas no se agotan (Is 58, 6-11).

Si queremos que el huerto de nuestro corazón esté bien regado por la gracia divina, amemos con obras al prójimo.

Hemos mencionado más arriba las diferentes modalidades de la presencia divina.

Hay una de la que no he hablado aún, pero en la que insiste mucho el Evangelio: la presencia de Dios en el pobre, en el que me necesita. «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40).

Si sabemos descubrir la presencia de Jesús en nuestros hermanos, nos será más fácil verle también en la oración. Y a la inversa…

Hay arideces en la oración, una ausencia de alegría sensible, que puede ser a veces una llamada a buscar en otra parte la presencia divina, en particular en los actos de caridad. Eso no quiere decir que haya que dejar la oración, sino que Jesús nos espera también en otra parte, y que debemos estar más atentos a su presencia en los que necesitan nuestro amor, especialmente los pobres y los pequeños. No olvidemos tampoco que a veces se pueden dar quimeras en la oración, pero no las hay en la caridad. Se encuentra a Dios de manera cierta cuando se cuida al prójimo.

Al final de su vida, Teresa del Niño Jesús padeció una prueba muy dura de la fe y la esperanza, estaba llena de tentaciones que le quitaban toda alegría sensible en esos campos. De modo sorprendente, es en ese mismo periodo cuando descubre intensamente la importancia de la caridad fraterna: «Este año, mi querida Madre, el buen Dios me ha hecho la gracia de comprender lo que es la caridad; antes la entendía, es verdad, pero de una manera imperfecta…»[61]. Se trata del año 1897, el de su muerte… Las últimas grandes luces que recibirá nuestra pequeña «doctora de la Iglesia» se refieren a este misterio de la caridad, que ella practicará con renovado fervor en el último periodo de su vida, y sobre la caridad escribirá cosas magníficas[62].

Hablamos ahora del tiempo dedicado a la oración señalando un punto capital: hay que conseguir que forme parte de los ritmos normales de nuestra vida.

2. Necesitamos un ritmo

La existencia humana esta hecha de ritmos: el de la respiración, de los días y las 56

noches, de las semanas y de los años… Si queremos ser fieles a la oración, esta debe encontrar su sitio en nuestros ritmos de vida. Debe convertirse para nosotros en una costumbre hacer la oración a tal o cual hora de la jornada, reservar un tiempo particular para Dios en tal momento de la semana… La costumbre puede acabar en rutina o pereza, pero puede ser también una fuerza. Evita poner las cosas en discusión, o tener que preguntarte a cada paso qué haces o dejas de hacer… Si la oración fuese una actividad ocasional, si esperásemos tener tiempo para orar, rezaríamos muy poco y de manera superficial. Hay que fijar el tiempo de la oración, e incluirlo en los ritmos de nuestra existencia, como todas las actividades que consideramos esenciales de la vida: la comida, el sueño… ¡Nadie se ha muerto nunca de hambre por carecer de tiempo para comer! Decir que no tenemos tiempo para la oración solo significa que no constituye una de nuestras prioridades. Cada uno debe pues, sin rigideces, fijar un tiempo para la oración en su plan diario o semanal, dejando siempre abierta la excepción de la caridad urgente. Ese ritmo debe ser suficiente y compatible con las responsabilidades familiares y profesionales. Por ejemplo, 20 minutos de meditación cada mañana o cada tarde, una hora de adoración en la parroquia al final de la tarde del jueves, una tarde de retiro mensual…

Es evidente que no tenemos todos las mismas posibilidades; será más fácil para un jubilado que para quien está sobrecargado de trabajo. Hagamos lo que podamos: como ya he dicho, Dios puede darle tanto a quien no puede dedicar cada día más de diez minutos a la oración, porque está sujeto a labores que son voluntad de Dios, como a un monje que reza cinco horas diarias. Pero, en todo caso, seamos generosos con el Señor.

Dicen las estadísticas que un francés pasa ante la televisión ¡una media de 3.32 horas diarias!, y en el resto de Europa no será muy diferente. Sin duda, ese tiempo puede reducirse en favor de un mayor tiempo para Dios sin poner la vida en peligro. No nos dejemos agarrar por el demonio, que siempre hará lo imposible, con mil y una buenas razones, para alejarnos de la oración… ¡Sin olvidar que Dios devuelve lo que le damos al ciento por uno!

3. Comienzo y fin de la oración

Nos ocupamos ahora del momento mismo que hemos elegido para hacer un rato de oración. ¿Cómo gestionar ese tiempo? Algunas indicaciones sencillas.

Comenzaré por decir que vale la pena cuidar el comienzo, y cuidar el final, y entre los dos ¡se hace lo que se puede!

El principio es importante. Lo que cuenta sobre todo es ponerse de verdad en presencia de Dios. Según los casos, podemos pensar en Dios presente en nuestro corazón, o imaginarnos a Cristo como un amigo con el que estamos, o ponernos bajo la mirada amorosa de nuestro Padre del cielo, o dirigir una mirada llena de fe a la Eucaristía, si estamos ante un sagrario…

Este acto decidido de «ponernos en presencia» pide a veces un esfuerzo; es preciso 57

dejar de lado nuestras preocupaciones, todo lo que nos llena la cabeza y ocupa nuestra imaginación, para volvernos resueltamente hacia Dios, y orientar hacia Él nuestra atención y nuestro amor. Antes, un cierto «cedazo» que nos permita dejar atrás la agitación precedente para entrar en la oración, para limpiar un poco la cabeza, puede a veces ser útil: un paseo de cinco minutos, unos momentos de descanso o de respiración profunda, incluso tomar tranquilamente un té… Tenemos necesidad a veces de pasar antes de la oración por un cierto umbral psicológico, que nos permita una transición del stress cotidiano a esta actividad de naturaleza bien diferente, que consiste más bien en receptividad, como es la oración.

El acto de presencia de Dios al comienzo de la oración nos lo pueden facilitar algunas prácticas habituales, un pequeño «rito» que establecemos por nuestra cuenta y que nos facilita el arranque del tiempo de la oración: una postura habitual, un sitio determinado, invocar al Espíritu Santo, rezar un salmo o una oración preparatoria que nos gusta, o una oración a la Virgen María para encomendarle este rato de oración… Lo que Dios inspire a cada uno, y que le pueda ayudar…

Una palabra ahora sobre el final de la oración. El primer consejo que puedo dar es, como regla general, mantener el tiempo completo que nos hemos fijado para el rato de oración. Si he decidido, por ejemplo, hacer media hora de oración todos los días, no debo acortar ese tiempo. Salvo, claro está, un caso excepcional de gran cansancio, o una urgencia de caridad. Ante todo, por una cuestión de fidelidad: lo que he decidido dar a Dios no hay por qué quitárselo. Luego, porque acortar fácilmente la oración cuando nos aburre puede tener como consecuencia privarnos de lo mejor que hay en ella; sería como levantarse de la mesa antes del postre. Esta no es evidentemente una regla absoluta, pero la experiencia muestra que a veces es en estos últimos minutos de la oración cuando Dios nos visita. Ha visto nuestra fidelidad, y aunque la oración haya sido pobre y difícil durante casi todo el tiempo, en sus últimos momentos hay como una visita de Dios, una gracia sencilla de paz, de ánimo, de satisfacción del corazón, que nos es concedida. Sería una pena que nos privásemos de ella.

Otro consejo: nunca terminemos descontentos de la oración. Aunque haya sido difícil, aunque me parezca que no he hecho nada bueno porque no he sentido nada, estaba distraído con frecuencia, me dormí… hay que irse contento. He pasado un rato con Dios, eso basta. Yo no he hecho nada por mi parte, pero Él seguro que ha hecho algo en mí, y, en un acto de humildad y de fe, se lo agradezco. Como quiera que haya sido mi oración, debe acabar siempre en acción de gracias. E iré viendo poco a poco que no me equivoco al actuar así.

Tampoco está de más, al acabar la oración y antes de la acción de gracias, hacer algunos propósitos. Es posible que durante el rato de oración me haya impresionado un versículo de la Escritura, tal o cual verdad se haya impuesto a mi conciencia, o se haya hecho sentir una llamada. Es bueno entonces hacer el propósito de vivir lo que he visto, y encomendarme a Dios para que me ayude a seguir la invitación que este rato de oración ha despertado en mi corazón. No nos desalentemos si luego no conseguimos ser plenamente fieles a este propósito. Dios ve nuestro deseo y eso es lo más importante.

58

Los buenos propósitos no se hacen tanto para cumplirlos con un esfuerzo voluntarista, como para expresar un deseo, una sed, que Dios mismo tendrá en cuenta y, en el tiempo oportuno, llevará a su realización efectiva.

Quisiera concluir este punto citando algunas palabras de Teresa de Lisieux. Ella tropezaba con frecuencia con problemas de sequedad o de sueño en la oración, en particular en el tiempo de acción de gracias después de la Eucaristía, aunque procurase poner de su parte para acoger a Jesús en su alma, invocando la ayuda de María. Así es como ella reaccionó:

Todo eso no impide que las distracciones y el sueño vengan a visitarme, pero al terminar la acción de gracias viendo que la he hecho tan mal, hago el propósito de estar el resto del día en acción de gracias… Ya veis, mi querida Madre, que estoy lejos de ser llevada por la vía del temor, siempre sé encontrar el modo de estar contenta y de aprovecharme de mis miserias…

sin duda eso no desagrada a Jesús, pues parece que Él me anima a seguir por ese camino[63].

4. El rato de oración

Hablemos ahora del «cuerpo» de la oración, entre el acto de presencia de Dios y la conclusión. ¿Cómo ocupar este tiempo lo mejor posible?

Eso puede ser muy diferente según las personas, las etapas de la vida, las llamadas del Espíritu.

Ante todo diría que lo esencial es comenzar y perseverar. Si lo hacemos con buena voluntad y fidelidad, Dios nos guiará. Démosle total confianza.

Me voy a permitir sin embargo algunos consejos, que se deben recibir con mucha libertad. Solo puedo dar indicaciones generales, cada uno debe encontrar poco a poco su propia manera de orar. De lo que voy a decir ahora, que tome el lector lo que le ayude, y deje de lado el resto sin preocuparse.

Propongo dos indicaciones, una de tipo humano y otra espiritual: En el plano humano y psíquico, hay que utilizar lo que favorezca el recogimiento.

¿Cómo definir el recogimiento? Se podría decir que se compone de dos cosas: de una parte un estado de tranquilidad, de relajación, de receptividad, y de otra parte un estado de atención a una realidad hacia la cual estoy orientado por completo.

Para estar recogido en la oración, es necesario por una parte estar tranquilo, abandonado, y por otra parte atento a la presencia divina, bajo una de las modalidades a las que me he referido más arriba. Por ejemplo, estoy en una iglesia, estoy calmado y pacífico y pendiente por completo en mi corazón del Santísimo Sacramento expuesto. O

bien, sentado en mi habitación, leo un pasaje del Evangelio, tranquilamente, acogiendo lo que me dice ese texto y guardándolo en mi memoria.

Salvo gracia particular, un recogimiento total no es generalmente posible. Pero es necesario procurarlo en la medida que dependa de nosotros. Hay un recogimiento activo: hacer lo que depende de mí, según mis posibilidades actuales, para estar distendido —

físicamente (relajado, sin tensiones o crispaciones del cuerpo) y espiritualmente 59

(abandonado en Dios)— y para centrarme en la presencia divina, en la Palabra que medito, en la Eucaristía que adoro, en mi propio corazón en el que profundizo… según hemos visto más arriba, dependiendo de la orientación de mi oración.

En esta búsqueda de recogimiento activo, lo que favorezca la distensión física y psicológica no carece de importancia. Pero no hay que darle tanta que convirtamos el rato de oración en una técnica psico-física, eso sería un grave error. Con todo, somos seres de carne y hueso, y lo físico influye sobre lo espiritual. Una posición corporal adecuada puede facilitar la oración. La clave de todo es procurarnos un estado de receptividad.

Progresivamente, podemos recibir la gracia de un recogimiento que llamaré

«pasivo», porque no es solo fruto de lo que ponemos de nuestra parte, sino más bien un don de Dios, una gracia sobrenatural. Estado de paz profunda, abandono, e intensa atención a lo que Dios nos hacer ver de Él, que puede tener un impacto variable en nosotros. Podemos quedar ligeramente tocados, rozados o completamente «atrapados»

por la gracia, con todos los intermedios posibles. Sabiendo que la atención a Dios de la que aquí se trata es más un acto de la voluntad, del corazón, del amor, que un acto de la inteligencia. Según vimos en un texto precedente, es más fácil para el corazón, por el amor, centrarse en Dios que para la inteligencia, que es más propensa a la distracción y tiene dificultades para fijarse. Una cierta atención de la inteligencia es evidentemente necesaria para despertar y alimentar el amor, pero, salvo una gracia particular, no es en general posible aquietarla completamente en un estado de atención a Dios. Sería incluso peligroso querer conseguirlo a todo precio, pues supone una fuente de tensión psíquica y de cansancio.

En el plano espiritual, como ya hemos visto más arriba, hay que acordarse siempre de que lo esencial no es tal o cual método, o la manera de proceder, sino las disposiciones interiores del corazón: fe, confianza, humildad, aceptación de la propia debilidad, deseo de amar… Las múltiples maneras de «declinar» la fe, la esperanza y el amor. La finalidad de cualquier procedimiento en la oración es alimentar, mantener, expresar estas actitudes fundamentales. Supongamos que recibimos la gracia (porque no es algo que dependa de nuestro esfuerzo) de estar en la presencia de Dios en el silencio y la calma, sin ideas particulares, sin especial emoción, pero en una actitud profunda y sencilla: una orientación del corazón hacia Dios en un único acto que combina fe, esperanza y amor, eso bastará. No hay por qué buscar otra cosa: eso es suficiente para que haya comunicación real con Dios, y los frutos aparecerán antes o después…

Otro apunte sobre las actitudes corporales. La oración no es un ejercicio de penitencia corporal. Las posturas incómodas, en las que el cuerpo se queja, no son evidentemente deseables. Son preferibles las que nos permiten estar tranquilos y favorecen el recogimiento de que ya hemos hablado. Dicho esto, puede haber momentos en la oración en que —para despertar la atención, para expresar el amor, para formular una petición u otras disposiciones interiores— sintamos la necesidad de fortalecer esa actitud exteriorizándola mediante una postura o gestos particulares: ponernos de rodillas, postrarnos, juntar las manos… Con discreción y prudencia, es beneficioso hacerlo.

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Cuando el espíritu se expresa mediante el cuerpo, se fortalece. Hay un «lenguaje del cuerpo» que tiene su lugar en la oración, en la litúrgica, pero también en la oración personal[64]. Necesitamos redescubrirlo en Occidente, donde se ha convertido a veces la oración en un ejercicio puramente intelectual, sin integrar en ella los recursos del cuerpo.

Una justa actitud del cuerpo induce una justa actitud del corazón.

En el ambiente propio del cristianismo, ser espiritual no significa evadirse o desprenderse del cuerpo, sino por el contrario habitarlo plenamente. El cuerpo nos pone en relación con la realidad que nos rodea, y es nuestro primer medio de comunicación. El cuerpo nos obliga a un sano realismo, esencial para la vida espiritual. Es también una condición para vivir en el presente. El cuerpo tiene sus miserias, su pesantez, sus limitaciones, pero tiene la gran ventaja de estar en lo real, en el instante presente.

Permite, por decirlo así, «lastrar» el espíritu, y obligarlo a estar en el presente. Hay en el cuerpo humano una humilde sabiduría a la cual el espíritu debe someterse. No se puede encontrar a Dios en la oración más que situándose en el instante presente, y el estar en el cuerpo es una ayuda preciosa en ese sentido. Para orar hay que estar en el corazón y para estar en el corazón hay que estar en el cuerpo.

5. Cuando no se plantea la pregunta de «qué hacer»

Para tratar la cuestión «qué hacer durante el rato de oración», quisiera comenzar por desbrozar el terreno, refiriéndome a las circunstancias en que esa pregunta no se plantea.

Comencemos por una observación: cuanto más crezca nuestro amor por Dios, menos se planteará esa pregunta. Cuando dos personas se aman con un amor intenso, no suelen tener problemas para saber cómo ocupar el tiempo que pasan juntas. El amor resuelve muchas preguntas. Tenemos que pedir sin cesar amar más; dicho de otro modo, que Dios nos dé un corazón nuevo. Bienaventurado quien pueda decir «que ya solo en amar es mi ejercicio», como la esposa en la canción 28 del Cántico espiritual (B) de san Juan de la Cruz. Este amor vale más y aprovecha más a la Iglesia que todas las obras del mundo, añade él.

Hay momentos en que la oración marcha sola, por razones diversas. Gozamos de un gran fervor sensible (ese es a veces el caso después de una fuerte gracia de conversión o de efusión del Espíritu), estamos contentos con la oración, tenemos mil cosas que decir al Señor… Otras veces la oración marcha porque estamos tan desolados que toda nuestra vida se convierte en una súplica constante. Después de todo, eso también es una gracia.

Existe también otra circunstancia en la que no tenemos que plantearnos la pregunta del «qué hacer». Tiene lugar cuando Dios ha empezado a introducirnos en una cierta gracia de oración contemplativa. Hay que decir algo de eso, pues esta gracia es a veces bastante imperceptible en sus comienzos, y se pueden tener escrúpulos por estar en una actitud más pasiva que activa. Actitud que es, sin embargo, la que Dios nos pide y que 61

nos une más profunda y realmente a Él[65].

Esto no es fácil de describir con palabras, pero se podría decir lo siguiente: no tengo emociones espirituales intensas, ni tampoco luces particulares que capten mi entendimiento. Sin embargo, tengo cierta inclinación a quedarme tranquilamente y en reposo ante Dios sin hacer gran cosa, pero con una cierta satisfacción de estar en su presencia. La inteligencia y la imaginación divagan un poco a derecha e izquierda como de costumbre, están lejos de quedar fijadas, pero, en lo que se refiere a mi corazón, siento que está poseído por una cierta orientación, una atención amorosa a Dios, bastante general, sin que se trate de un punto en particular (una verdad, un aspecto del misterio cristiano). Atención amorosa y general a Dios, más allá de ideas precisas, imágenes o razonamientos discursivos.

Si me encuentro en esa situación, debo quedarme ahí. Mi única actividad será quizá mantenerla dulce y tranquilamente, con un pequeño acto de vez en cuando para reorientar el corazón a Dios, o una breve consideración para avivar la fe, la esperanza o el amor, o incluso una palabra con la que digo a Dios lo que tengo en el corazón. Un poco como un pájaro que alterna los momentos en que bate las alas y los momentos en que planea… O incluso mi actividad será solamente seguir las mociones particulares del Espíritu que puedan darse eventualmente sobre esta base de oración receptiva.

Hay temporadas en la oración en que nos conviene estar activos, alimentarla, de lo contrario caeríamos en una cierta pereza espiritual, pero también hay tiempos, que debemos saber reconocer, en que el Espíritu Santo nos invita a dejar toda actividad, y quedarnos de manera más pasiva bajo su influjo, en una simple actitud de disponibilidad interior. Mantenernos en una «dulce respiración de amor», según la expresión de Juan de la Cruz. Esta actitud me parece bien descrita en el salmo 131: Señor, mi corazón no se ha engreído,

ni mis ojos se han alzado altivos.

No he marchado en pos de grandezas,

ni de portentos que me exceden.

He moderado y acallado mi alma

como un niño en el regazo de su madre.

Como niño satisfecho está mi alma.

¡Espera, Israel, en el Señor,

desde ahora y para siempre!

 

Esta oración contemplativa a la que acabo de referirme es una gracia, un don particular, más que el resultado de nuestros esfuerzos humanos por recogernos y alimentar la oración. Pero pienso que se le concede a muchas personas.

6. Cuando se trata de estar activo en la oración

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Cuando no estamos en una de las situaciones que acabo de describir, en que la oración discurre sola —sea en forma de diálogo espontáneo, sea porque somos favorecidos con una gracia de recogimiento contemplativo como acabo de decir—, tenemos que ser más activos para no caer en la pereza espiritual y en el desperdicio del tiempo de oración.

No pretendo explorar todas las posibilidades que caben para ocupar el rato de oración, se encuentran muchas pistas en los autores espirituales. Me voy a limitar a dos

«vías» que nos ofrece la tradición de la Iglesia, y que me parecen en la práctica las más indicadas.

Podemos emplear las dos, según nuestra inclinación y según las circunstancias o los momentos que nos parezcan más adecuados. Se trata de la meditación de la Escritura y las distintas formas de oración repetitiva.

7. La meditación de la Escritura

Nos unimos aquí a la muy antigua tradición de la lectio divina, es decir, una lectura de la Escritura que busca encontrar a Dios y abrirnos a lo que nos quiera decir hoy a través de ella. La lectio divina puede tener diferentes formas y orientaciones, pero quiero tratarla aquí como un método de oración[66].

Tiempos y momentos

El mejor momento para practicarla, cuando eso es posible, es la mañana. Nuestro espíritu está más fresco y mejor dispuesto, en general menos cargado por las preocupaciones que al final de la jornada. ¿No dice el salmo 90 «Sácianos de mañana con tu misericordia, exultaremos y nos alegraremos todos nuestros días»? El libro de Isaías dice también (en la traducción litúrgica): «Para saber decir al abatido una palabra de aliento, cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los iniciados» (Is 50, 4).

Otra ventaja: hacer la lectio divina por la mañana quiere decir que la tarea más urgente de nuestra vida es ponernos a la escucha de Dios. Esta práctica también nos sitúa desde por la mañana en una actitud interior de escucha, y eso nos permite conservar más fácilmente la disponibilidad para el resto de la jornada, y percibir mejor las llamadas que Dios pueda dirigirnos.

Dicho esto, no se trata de absolutizar el consejo. Es claro que mucha gente no tiene la posibilidad de tomarse ese tiempo por la mañana y no pueden hacerlo más que en otros momentos del día. Eso no impedirá que Dios les hable si tienen sed de Él.

¿Qué texto meditar?

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Hay varias posibilidades. Se puede meditar un texto de manera continua —un evangelio, una epístola de san Pablo u otro texto de la Biblia—, día tras día. Conozco a un laico casado, padre de familia, que hace todas las mañanas un rato de oración con la Palabra de Dios. Lleva dos o tres años con el Evangelio de san Juan.

Sin embargo, el consejo que doy a los principiantes es hacer la lectio con los textos que la Iglesia propone para la misa de cada día. Eso tiene la ventaja de ponernos en armonía con la vida de la Iglesia universal, y con los tiempos litúrgicos, y prepararnos para la Eucaristía si participamos en ella. También disponemos así de tres textos diferentes escogidos (primera lectura, salmo, evangelio), y hay menos riesgo de tropezar con textos demasiado áridos o difíciles de interpretar. Es muy raro que entre los tres textos no haya al menos un pasaje que nos hable. Practicar la lectio interesándose simultáneamente por varios textos es con frecuencia la ocasión de entrever la profunda unidad de la Escritura. Al leer la Biblia, es una gran alegría comprobar cuántos textos —

muy diferentes unos de otros por el estilo, la época de composición, el contenido—

pueden desplegar armonías nuevas y aclararse mutuamente al reunirlos. Cuando interpretan los textos de la Escritura, a los sabios de la tradición rabínica les gusta resaltar la riqueza de su significado «ensartando collares». Las perlas son versículos tomados de distintas partes de la Escritura, la Torah, los Profetas y los Escritos (los demás libros, salmos y escritos sapienciales). Es lo que el mismo Jesús hará para los discípulos después de la Resurrección, como nos dice el Evangelio de Lucas (Lc 24, 27 y 24, 44). Esta tradición de reunir textos diferentes para que se iluminen unos a otros será evidentemente seguida por todos los Padres de la Iglesia y los comentaristas espirituales hasta hoy.

¿Cómo proceder concretamente?

Como ya hemos subrayado, la fecundidad de la lectio divina responde a las actitudes interiores y no a la eficacia de un método. Es importante comenzar sin precipitarse sobre el texto, preparándose un rato suficiente en las disposiciones previas de la oración, de fe y de deseo. Veamos las etapas que se pueden sugerir.

Como siempre que se trata de hacer oración, hay que comenzar por recogerse, y ponerse en presencia de Dios. Dejar a un lado los cuidados y preocupaciones: lo único necesario, como para María de Betania, es estar a los pies del Señor para escuchar su palabra[67]. Para eso tenemos que situarnos en el instante presente. A veces nos cuesta mucho. Quizá sea oportuno, si es el caso, utilizar los recursos del cuerpo y de las sensaciones. A veces viene bien comenzar por una preparación corporal antes de empezar a leer: cerrar los ojos, entrar en nuestro cuerpo, hacer que se distienda (relajar los hombros, los músculos que puedan estar tensos…), tomar conciencia de la respiración y respirar lenta y profundamente, sentir el contacto del cuerpo con el mundo material en el que estamos: contacto de los pies en el suelo, del cuerpo sobre el asiento, de las manos con la Biblia o el misal que vamos a emplear para la lectura. El primer contacto con la Palabra debe ser un contacto físico. El tacto es ya una escucha. ¿No dice san Juan «Lo que hemos tocado del Verbo de Vida…»? (1 Jn 1, 1).

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Una vez que nos parece que estamos relajados, en contacto con nuestro cuerpo, situados en el instante presente, tenemos que volver nuestro corazón a Dios para agradecerle por anticipado este rato que nos concede y en el que saldrá a nuestro encuentro mediante su palabra. Pedirle luz para comprenderla, que nos dé «la inteligencia de las Escrituras» (Cf. Lc 24, 45) como a sus discípulos, y sobre todo pedirle que esta palabra suya nos visite en profundidad, convierta nuestro corazón, denuncie nuestros compromisos con el pecado, nos ilumine y nos transforme en lo que sea hoy necesario para que nos sumemos al proyecto divino sobre nuestra vida.

Estimular nuestro deseo y nuestra voluntad en este sentido.

Cuando ya estamos bien preparados —hay que tomarse sin dudarlo el tiempo conveniente, pues es esencial— podemos abrir los ojos y comenzar la lectura del texto sobre el que vamos a hacer la lectio. Debemos leer lentamente, aplicando nuestra inteligencia y nuestro corazón a lo que leemos, y meditándolo. Pero «meditar» en la tradición bíblica (véase el salmo primero: «Dichoso el hombre que noche y día medita la Ley del Señor») no significa tanto reflexionar como musitar, repetir, rumiar. Al comienzo es más una actividad física que intelectual. No hay que tener reparo en repetir muchas veces un versículo que llama nuestra atención, pues con frecuencia, a fuerza de rumiarlo, destila su sentido profundo, lo que Dios quiere decirnos hoy a través de ese versículo. La inteligencia reflexiva también tiene su función, por supuesto y se puede preguntar al texto: ¿Qué me dice sobre Dios? ¿Qué me dice sobre mí mismo? ¿Qué buena nueva contiene? ¿Qué invitación para mi vida concreta puedo sacar de aquí? Si un versículo parece oscuro, podemos ayudarnos con las notas o una explicación, pero evitando convertir el tiempo de la lectio en un tiempo de estudio. No importa que estemos un rato largo con un versículo que adquiere para nosotros un sabor particular y, a partir de lo que nos sugiere, entrar en diálogo con Dios. La lectura debe convertirse en oración: dar gracias por un versículo que nos anima, invocar la ayuda de Dios por un pasaje que nos invita a una conversión que nos parece difícil… En algunos momentos, si se nos concede esa gracia, se puede dejar la lectura, detenerse en una actitud de oración más contemplativa, que se reduce a una simple admiración de la belleza de lo que Dios nos hace descubrir a través del texto. Un versículo puede, por ejemplo, hacerme sentir profundamente la dulzura de Dios, o su majestad, o su fidelidad, o el esplendor de Cristo, e invitarme sencillamente a contemplar eso y darle gracias. El objetivo último de la lectio no es leer kilómetros de texto, sino introducirnos todo lo posible en esta admiración contemplativa, que alimenta en profundidad nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor. Eso no se nos da siempre, pero cuando es el caso, hay que saber interrumpir la lectura y contentarse con la simple presencia amorosa ante el misterio, que se nos desvela en el texto.

En lo que acabamos de decir, podemos reencontrar las cuatro etapas de la lectio divina según la tradición medieval: Lectio (lectura), Meditatio (meditación), Oratio (oración) y Contemplatio (contemplación). Estas no son otras tantas etapas sucesivas que debamos recorrer, sino más bien modalidades particulares que podemos practicar.

Tanto más porque las tres primeras dependen de la actividad de hombre, pero la cuarta 65

no está en nuestra mano: es un don de la gracia que debemos desear y acoger, pero que no siempre se nos concede. Además, como ya he dicho, puede haber tiempos de aridez, de sequedad, como en toda oración. No hay que desanimarse nunca: quien busca acaba encontrando.

Otro consejo: en el curso de la meditación conviene también anotar algunas palabras que nos tocan más particularmente, en un cuaderno al efecto. Escribir ayuda a que la Palabra penetre más profundamente en el corazón y la memoria.

Una vez terminado el tiempo de la lectio, hay que agradecer al Señor el rato que hemos pasado con Él, pedirle la gracia de guardar la Palabra en nuestro corazón, como la Virgen María, y decidirnos a poner en práctica lo que hemos recibido en esa meditación.

Quisiera terminar con un hermoso pasaje del monje copto Matta el Maskin: La meditación no es solo lectura vocal en profundidad, comprende también la repetición silenciosa de la Palabra muchas veces, con creciente profundidad hasta que el corazón se abrasa en el fuego divino. Eso está bien ilustrado por lo que dice David en el salmo 39: «Mi corazón ardía dentro de mí; en mi meditación se encendía el fuego». Aquí aparece el hilo sutil que une la práctica y el esfuerzo a la gracia y al fuego divino. El solo hecho de meditar varias veces la Palabra de Dios, lenta y calmadamente, conduce, por la misericordia de Dios y su gracia, al encendimiento del corazón. Así la meditación se convierte en el primer lazo normal entre el esfuerzo sincero de la oración y los dones de Dios y su inefable gracia. Por esta razón, la meditación se ha considerado como el primer y el más importante grado de la oración del corazón, a partir del cual el hombre puede elevarse al fervor del espíritu, y vivir allí toda su vida[68].

Último aviso sobre este asunto: en vez de la Escritura, es posible a veces tomar como base de la oración la meditación de alguna obra espiritual, o un escrito de un santo que nos toca especialmente en un momento de nuestra vida. Eso es legítimo en todo caso. Pero no nos privemos de un contacto directo con la Escritura santa: a veces es más difícil, pero lleva una unción y muestra tesoros mucho más ricos que cualquier obra humana.

8. Hacia la oración continua

Hablemos ahora de un camino de acceso a la oración contemplativa diferente de la meditación de la Escritura (no opuesto sino complementario): el de las distintas tradiciones de oración repetitiva, como la oración de Jesús (u oración del corazón), y el rosario. Tienen la ventaja de ser sencillas, utilizables durante los ratos de oración, y también fuera de ellos, de modo que la oración pueda llenar poco a poco toda nuestra vida. Ya mencioné este punto más arriba, pero querría volver sobre él.

Desde siempre los creyentes han buscado la oración continua. Ya en el Antiguo Testamento se encuentra esta aspiración: «Dichoso el hombre que […] se complace en la Ley del Señor, y noche y día medita en su Ley» (Ps 1, 2). «¡Cuánto amo tu Ley, Señor! Es mi meditación el día entero» (Ps 119, 97). Eso se manifiesta más aún en el mundo cristiano, donde muchos han querido responder a la llamada del Señor: «¡Orad 66

sin interrupción!».

El cristiano no puede contentarse con tener unos ratos de oración. Debe tender a rezar constantemente, a estar siempre unido a Dios, en amor y adoración, pues es ahí donde se encuentra su verdadera vida. Dios no deja de amarnos, de pensar en nosotros: es justo que nosotros deseemos hacer lo mismo respecto a Él y vivir siempre en su presencia. «Camina en mi presencia», le pidió a nuestro padre Abrahán (Gn 17, 1).

Conviene pensar en Dios con la mayor frecuencia posible, amarle y adorarle sin cesar en nuestro corazón. «Me parece que nunca he estado más de tres minutos sin pensar en el buen Dios», dice Teresa de Lisieux. Es deseable llegar, incluso en medio de nuestras ocupaciones ordinarias, a una atención continua del corazón a la presencia de Dios. Eso no es fácil, ¡estamos tan distraídos! Es una obra de largo recorrido, que pide una ayuda particular de la gracia divina. Nunca la alcanzaremos de modo perfecto, pero es hermoso tender a ella, ahí se encuentra la verdadera felicidad.

Así describe Matta el Maskin los esfuerzos convergentes que deben ponerse por obra para alcanzar ese objetivo:

 

— Reavivar el sentimiento de estar en la presencia de Dios, que ve todo lo que hacemos y oye todo lo que decimos.

— Intentar hablarle de vez en cuando, con frases cortas que expresen nuestra situación del momento.

— Asociar a Dios a nuestros trabajos, pidiéndole que esté en nuestras actividades; darle cuenta una vez terminadas; agradecerle si han salido bien; decirle lo que ha salido mal, buscando las razones: ¿quizá nos hemos alejado de él, o hemos omitido pedirle ayuda?

— Intentar percibir la voz de Dios a través de nuestros trabajos. Muy a menudo nos habla interiormente, pero al no estar atentos, perdemos lo esencial de sus orientaciones.

— En los momentos críticos, cuando recibimos noticias alarmantes, o cuando somos agredidos, pidámosle enseguida consejo; en la prueba, es el amigo más querido y el consejero más seguro.

— Cuando el corazón comienza a irritarse y los sentimientos se agitan, volvamos a él para calmar esta agitación nefasta antes de que invada nuestro corazón: envidia, cólera, juicio, venganza, todo eso nos hará perder la gracia de vivir en su presencia, pues Dios no puede convivir con el mal.

— Intentar en lo posible no olvidarle, volviendo otra vez a él, cuando nuestros pensamientos caen en flagrante delito de vagabundeo.

— No emprender ningún trabajo o dar una respuesta antes de recibir una incitación de Dios. Esta se hace cada vez más clara en la medida de la fidelidad de nuestro andar en su presencia y de nuestra determinación a vivir con él[69].

9. Las oraciones repetitivas

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Además de lo que acabamos de tratar, uno de los medios empleados para tender a la oración continua, en particular en los ambientes monásticos, ha sido la utilización de breves fórmulas, sacadas o inspiradas en la Escritura, que se repiten frecuentemente, durante los tiempos dedicados a la oración, pero también en otras ocasiones, en medio de las tareas, para mantenerse siempre en presencia de Dios. Según el testimonio de Juan Casiano, algunos monjes de Egipto en el siglo IV, repetían sin cesar la invocación del salmo: «¡Dios mío, ven en mi ayuda! ¡Señor, date prisa en socorrerme!» (Ps 70, 2).

El hermoso libro Relatos de un peregrino ruso ha popularizado en Occidente el conocimiento y la práctica de la «Oración de Jesús» u «oración del corazón». Cuenta la vida de un humilde campesino de Rusia, tocado por la exhortación de la Carta a los Tesalonicenses «¡Orad sin cesar!», y que se pregunta cómo poner en práctica estas palabras. Recorrerá toda Rusia en busca de un padre espiritual capaz de enseñárselo.

Será iniciado por un monje en esta tradición de oración que consiste en repetir sin cesar la frase «¡Señor Jesucristo, ten piedad de mí!», ayudándose de un rosario de lana, y acompasando el rezo de esa oración con el ritmo de la respiración, en una mirada interior dirigida al corazón. Experimentará poco a poco los beneficios: pacificación y purificación del corazón, gozo de la presencia divina, iluminación interior sobre el amor de Dios, compasión de todas las criaturas, mirada renovada hacia el mundo y la naturaleza… Esta tradición se remonta a los ambientes monásticos egipcios de los primeros siglos, y se difundió en toda la Ortodoxia, y también, en nuestros días, en el mundo occidental.

En Occidente es más familiar la devoción del rosario, con su repetición de los Padrenuestros y Avemarías.

Hoy la repetición no tiene siempre buena prensa. Estamos en un mundo que, por haber perdido el sentido de las cosas más elementales de la vida, está en búsqueda permanente de novedades. Es cierto que la repetición puede ser mecánica, rutinaria, pero puede significar también la inscripción del amor en la duración. Está intrínsecamente ligada a la vida: ¡felizmente para nosotros, el corazón no se cansa nunca de latir, ni la respiración olvida su ritmo!

Como ya hemos indicado, el ritmo tiene un papel fundamental en la existencia humana. Tiene un efecto pacificador, permite que una energía se despliegue en el tiempo sin desperdicio ni agotamiento. Permite que un deseo, una intención del alma, se exteriorice mediante el cuerpo y se enraíce al mismo tiempo en el corazón. Es la acogida de lo real, de la encarnación, de la inscripción de la condición humana en los ritmos de la naturaleza y de la vida. Es apertura a un sentido profundo que nos supera, más allá de las percepciones de la inteligencia racional. Nos hace alcanzar una cierta sabiduría, de inteligencia de la vida, en una dependencia consentida del Creador.

La oración está llamada a ser no una actividad entre otras, sino la actividad fundamental de nuestra existencia, el ritmo mismo de nuestra vida profunda, la respiración de nuestro corazón, por decirlo así. Las oraciones repetitivas nos ayudan en esto, en tanto que esfuerzo humano, búsqueda perseverante, en la esperanza de que la gracia conceda lo que mendiga el deseo, a través de la humilde e incansable repetición de las mismas palabras.

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Es legítimo en todo caso ocupar el tiempo que dedicamos a la oración en el empleo de estas oraciones repetitivas. En particular en los momentos en que, por razones de cansancio, de dificultad para poner en ejercicio las facultades intelectuales, nos sentimos movidos por el Espíritu Santo a una oración más pobre que la meditación, pero más sencilla, más dirigida a lo esencial, sin recurrir a la inteligencia discursiva o a la imaginación, para dar prioridad al corazón. Esta repetición debe hacerse suavemente, tranquilamente, sin esfuerzo tenso (que sería contraproducente), estando atentos a la presencia de Dios en nosotros, y ocupando el cuerpo y el espíritu en la fórmula de la oración empleada. El ritmo de la repetición puede favorecer el recogimiento. La fidelidad a la humilde y sincera búsqueda de Dios que se expresa en esta plegaria puede llevarnos poco a poco a recibir la gracia de entrar en una verdadera contemplación y unión amorosa con Dios.

Además de su simplicidad, la ventaja de estas oraciones repetitivas es que pueden llegar a convertirse en una especie de hábito, y suponen un buen recurso para orar en otros momentos de la jornada, fuera del tiempo dedicado a la oración propiamente dicha: en el coche, de paseo, en los ratos de insomnio, en el curso de actividades o trabajos en los que no necesitemos estar completamente absorbidos por la tarea que nos ocupa.

Veamos algunas reflexiones sobre la Oración de Jesús y sobre el Rosario.

10. La Oración de Jesús

En la base de la Oración de Jesús se encuentra una antigua y hermosa espiritualidad del nombre de Jesús, que hunde sus raíces en la Escritura[70]. El mismo Jesús nos llama a pedir en su nombre: «Si le pedís al Padre algo en mi nombre, os lo concederá» (Jn 16, 23), y los Hechos de los Apóstoles hablan con frecuencia de la fuerza del nombre de Jesús, afirmando que «no hay ningún otro nombre bajo el cielo dado a los hombres, por el que tengamos que ser salvados» (Hch 4, 12).

Desde los primeros siglos de la era cristiana se desarrolla esta hermosa tradición de invocar el nombre de Jesús en la oración, sea en fórmulas análogas a las del peregrino ruso, sea de manera simplificada donde no queda más que el nombre. Muchos textos lo atestiguan, por ejemplo este de san Macario el Egipcio, monje del siglo VI: Cuando yo era niño, veía a las mujeres masticar bétel para endulzar su saliva y evitar el mal olor de su boca. Así debe ser para nosotros el Nombre de Nuestro Señor Jesucristo: si masticamos este nombre bendito pronunciándolo constantemente, dará a nuestras almas toda dulzura, y nos revelará las cosas celestiales, él que es el alimento de la alegría, la fuente de salvación, la suavidad de las aguas vivificantes, la dulzura de todas las dulzuras; y arroja del alma todo mal pensamiento el nombre de Quien está en los Cielos, Nuestro Señor Jesucristo, el Rey de reyes, el Señor de los señores, celestial recompensa de los que le buscan de todo corazón[71].

Por lo que se refiere a la práctica de este modo de oración, se puede ver lo ya dicho en mi libro Tiempo para Dios, así como a los más amplios y excelentes consejos del ya 69

citado La Oración de Jesús.

11. El Rosario

El Rosario es muy diferente de la Oración de Jesús, pero se le puede también considerar en esta categoría de las oraciones sencillas, repetitivas, que conducen, si el corazón está bien dispuesto, a una profunda comunión con Dios y a la oración contemplativa.

Además de la humilde petición (¡Ruega por nosotros pecadores!), el Avemaría contiene una dimensión de alabanza y de acción de gracias. El Rosario es también un modo de recorrer, con la ayuda de María, todas las riquezas de los misterios de Cristo, aun sin aplicar forzosamente la inteligencia discursiva en una meditación de cada misterio.

Comporta también la gracia particular de la invocación a María, quien nos introduce en su propia oración, su propio recogimiento, su silencio y su escucha interior, su propia comunión con Dios. En un pasaje sobre la oración de simplicidad, el padre Jean Claude Sagne se expresa así:

La oración vocal se convierte progresivamente en una escuela de silencio, por una inmersión en el silencio de María; es la señal propia de la influencia maternal de María en la vida de los fieles: a los que le rezan, ella los atrae a su silencio, para la escucha de la palabra de Dios… La oración del rosario es así la preparación interior para entrar, llevados por el Espíritu Santo, en el lugar espiritual que es el seno de María, como tienda del encuentro, como lugar donde la Palabra de Dios es perfectamente oída y escuchada, creída y seguida[72].

El Rosario, como la Oración de Jesús, es una oración que afecta al cuerpo de manera sencilla pero profunda (ritmo de la repetición de las palabras, manos que pasan las cuentas, posición sosegada del cuerpo, respiración tranquila). Compromete también las actitudes esenciales del corazón y de la voluntad. Propone a la inteligencia un alimento «mínimo», muy pobre, en la simplicidad de la fórmula empleada. Devuelve así la inteligencia a sus límites y a su función esencial, que es estar capacitada para la acogida, como continúa diciendo en el texto siguiente:

La repetición es aquí el medio para fijar sin esfuerzo la atención de la inteligencia de modo que el corazón quede libre para escuchar y guardar la Palabra de Dios. La inteligencia está ocupada en repetir gestos sobrios y breves fórmulas sabidas de memoria, para hacer disponible la atención profunda del orante, situado así en la paz y la confianza por el silencio de la escucha.

La oración de simplicidad contiene una enseñanza discreta y profunda sobre lo que es la inteligencia humana. Es el recuerdo implícito de que la inteligencia humana es, ante todo, una capacidad infinita de acogida, pero que no contiene nada absolutamente en sí misma, en tanto no sea habitada por las palabras o las imágenes que recibe del «exterior», es decir, del mundo y de los demás. Se ve aquí que la prioridad debe darse siempre al escuchar sobre el decir, a la acogida sobre el hacer, a la apertura al don sobre la producción de una tarea. Esta parte fundamental permanente de la inteligencia humana, esta parte de la pasividad y de la dependencia, no solo está atestiguada, sino puesta por obra por el lugar del cuerpo en la 70

oración de simplicidad. Por el hecho mismo, lo que aquí se enseña y se pone en ejercicio, es también la base de la actitud espiritual de la oración cristiana: humildad del corazón en la espera del don de Dios. La participación mínima del cuerpo en la oración de simplicidad, junto a un ejercicio poco gratificante para la inteligencia creadora, contribuye a hacer de esta oración una verdadera escuela de la contemplación. La contemplación es la oración puramente producida por el Espíritu Santo en el orante, es pues la oración que es puramente recibida como un don de Dios.

En su simplicidad y su pobreza, el Rosario es una oración tan poderosa porque, a través de las manos maternales de María, nos coloca en las actitudes fundamentales que indiqué más arriba y que hacen fecunda la vida de oración: fe, humilde esperanza, amor sencillo y fiel.

 

58 Liturgia de las horas. Viernes después de ceniza.

59 Maximes spirituelles (MS), 6.

60 Moradas del Castillo interior. Quintas, cap. 3, 11.

61 Manuscrito C, folio 11 vº.

62 Ver la parte del Manuscrito C que sigue al folio citado en la nota anterior.

63 Manuscrito A, folio 80, rº.

64 Se puede ver en Internet, por ejemplo, « Los nueve modos de orar de santo Domingo».

65 Esta cuestión la trata Juan de la Cruz en profundidad cuando habla del paso de la meditación a la contemplación. Ver, por ejemplo, Subida del Monte Carmelo, caps. 12 y 13.

66 Vuelvo en este pasaje, adaptándolas un poco, a las páginas que escribí sobre este asunto en mi libro

« Llamados a la vida».

67 Cf. Lc 10, 38-42.

68 Matta el Maskin, L’expérience de Dieu dans la vie de prière, éditions du Cerf, p. 48.

69 Ibid., p. 248.

70 Para profundizar en este asunto se pueden consultar: Un moine de L’Église d’Orient, La prière de Jésus, Chevetogne, 1963. Y Jacques Serr et Olivier Clément, La prière du coeur, Abbaye de Bellefontaine, 1977.

71 Citado por Ivan Gobry, De saint Antoine à saint Basile. Fayard, p. 258.

72 Jean Claude Sagne, Viens vers le Père. Éditions de l’Emmanuel, p. 138.

71

 

 

V. LA ORACIÓN DE INTERCESIÓN

¡Qué grande es la fuerza de la oración!

Se diría que es una reina que tiene acceso libre al rey

en todo momento y puede obtener todo lo que pide.

 

Teresa de Lisieux[73]

 

 

Quiero tu oración ancha como el mundo.

 

Jesús a Sor María de la Trinidad[74]

 

 

La oración de petición es la más espontánea para nosotros: en la necesidad, nos volvemos fácilmente a Dios para pedirle ayuda. Nuestra oración, por supuesto, no debe limitarse a eso. Si queremos llegar a ser los «adoradores en espíritu y en verdad» que busca el Padre, y si queremos que nuestra oración nos conduzca a una profunda unión con Dios, debe ser ante todo una oración de alabanza y de adoración.

Dicho esto, la oración de petición y de intercesión tiene un lugar del todo legítimo en la vida cristiana; la Escritura lo muestra claramente. «Te encarezco ante todo que se hagan súplicas, oraciones, peticiones y acciones de gracias por todos los hombres», dice san Pablo en la primera carta a Timoteo (2, 1) y se podrían citar muchos otros pasajes análogos. El libro de los Salmos, que es la gran escuela de la oración de Israel y de la Iglesia, aunque termina con salmos de alabanza, contiene numerosas peticiones de ayuda dirigidas a Dios, por sí mismo o por otros.

Sin querer tratar esta cuestión en profundidad, diré algo en este capítulo sobre la oración de intercesión. Esta forma de oración contiene algunas de las expresiones más hermosas de confianza en Dios y de amor al prójimo.

«Lo que pidáis en mi nombre eso haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo» (Jn 14, 13). Esta frase de Jesús es en verdad para nosotros una incitación a presentar a Dios las necesidades de nuestros prójimos, de la Iglesia, del mundo entero.

Haciéndolo (con la alabanza y la ofrenda de nuestra vida) ejercemos de lleno el

«sacerdocio común» de todos los bautizados, que el Concilio Vaticano II ha vuelto a traer a la luz, y del que estamos aún lejos de haber comprendido todo su sentido e importancia.

Para meditar sobre esta vocación, conviene contemplar las hermosas figuras de intercesores que se encuentran en el Antiguo Testamento.

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Pensemos en Abrahán que, en el libro del Génesis, «negocia» mano a mano con el Señor el número mínimo de justos, en la ciudad culpable de Sodoma, para que, a pesar de su crimen abominable, la ciudad sea librada de la destrucción (Cf. Gn 18, 22-33).

Pensemos en diversos episodios de la vida de Moisés. Aquel en que el pueblo en marcha por el desierto es atacado por Amalec (personificación en el judaísmo del mal por excelencia)[75]; Josué y sus hombres combaten en la llanura mientras que Moisés se dedica a rezar en la cima de la colina, con los brazos levantados hasta la puesta de sol, con la ayuda de Aarón y de Hur cuando la fatiga se hace demasiado grande. Su oración obtiene la victoria.

El pasaje más emocionante de todos es sin duda la intercesión de Moisés por el pueblo después de la traición del becerro de oro (Ex 32, 1-14). Durante los cuarenta días que ha pasado Moisés en la cima del Horeb, donde Dios le da las tablas de la Ley, el pueblo ha pecado de idolatría (y, según la tradición judía, de todas las faltas que se derivan de ella: muertes, desenfrenos…). El Señor, airado, advierte entonces a Moisés que va a exterminar a este pueblo infiel, para hacer de Moisés una nueva nación:

— Anda, baja porque se ha pervertido tu pueblo, el que sacaste del país de Egipto. Pronto se han apartado del camino que les había ordenado. Se han hecho un becerro fundido y se han postrado ante él; le han ofrecido sacrificios y han exclamado: «Este es tu dios, Israel, el que te ha sacado del país de Egipto». […] Ya veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz.

Ahora, deja que se inflame mi cólera contra ellos hasta consumirlos; de ti, en cambio, haré un gran pueblo.

Moisés se esfuerza entonces en apaciguar a Dios, con argumentos bien elegidos:

— ¿Por qué, Señor, ha de inflamarse tu cólera contra tu pueblo, al que has sacado del país de Egipto con gran poder y mano fuerte? ¿Por qué dar pie a que digan los egipcios: «Por malicia los ha sacado para matarlos entre las montañas y exterminarlos de la faz de la tierra»? Aplaca el furor de tu cólera y renuncia al mal con que amenazas a tu pueblo. Acuérdate de Abrahán, de Isaac y de Israel, tus siervos, a quienes juraste por ti mismo diciendo:«Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo; y toda esta tierra que os he prometido se la daré a vuestra descendencia, para que la posean en herencia para siempre».

El Señor renunció al mal que había anunciado hacer contra su pueblo.

Se encuentran rasgos en este diálogo —así lo ven muchos rabinos— que tienen todas las características de una discusión entre amigos o esposos: Dios dice a Moisés

«deja» antes de que este haya abierto la boca. Y, como los padres que a propósito de un hijo que se ha portado mal se dicen el uno al otro: ¡mira lo que ha hecho tu hijo!, cada uno de los dos interlocutores del diálogo señala al pueblo culpable diciendo «¡tu pueblo, al que has sacado del país de Egipto!».

Es cierto que, desde el principio, Dios está dispuesto a perdonar a Israel, pero ha querido que este perdón se le conceda a través de la intercesión de su servidor y amigo Moisés. Dios no hace nada sin hablar con sus servidores los profetas. Ya cuando pensaba destruir Sodoma, decía para sí: «¿Cómo podré ocultar a Abrahán lo que voy a hacer?»

73

(Gn 18, 17).

Un poco más adelante en el mismo capítulo (Ex 32, 31-32) vemos de nuevo a Moisés interceder por su pueblo, de modo más incisivo aún, llegando incluso a pedir a Dios, que si no perdona al pueblo, le borre también a él de su libro de la vida.

Volvió, pues, Moisés hasta el Señor y dijo: — ¡Ay! Este pueblo ha cometido un pecado gravísimo, haciéndose un dios de oro. Ahora bien, si les perdonaras su pecado… Si no, bórrame a mí del libro que tú has escrito.

Moisés se había hecho amigo de Dios. En la Tienda del encuentro, «El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como se habla con un amigo» (Ex 33, 11).

Esta amistad con Dios daba una gran fuerza a su oración.

Todos estamos invitados a entrar en esta amistad divina. En el Evangelio, Jesús dice a sus apóstoles: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros, en cambio, os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer» (Jn 15, 15). A veces me digo, al leer este versículo del Evangelio, que Jesús se pone verdaderamente en una mala posición al decirnos esas palabras: a un servidor se le puede negar algo, pero a un amigo es imposible.

Esta amistad supone, por supuesto, por nuestra parte un verdadero deseo de fidelidad: «Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando», dice Jesús en el versículo anterior.

Estamos llamados a hacer en todo la voluntad de Dios, porque esta voluntad es nuestra vida y nuestra felicidad, y también porque hay una alegría profunda en complacer a quien amamos y en quien tenemos plena confianza. Pero es hermoso comprender que eso no es de sentido único: Dios nos pide hacer su voluntad para poder también hacer la nuestra, tener la alegría de satisfacernos. Un padre del desierto decía:

«La obediencia responde a la obediencia. Si alguien obedece a Dios, Dios responde a su petición». Teresa de Lisieux decía poco antes de morir, con su sencillez y audacia acostumbradas: «El buen Dios tendrá que hacer todas mis voluntades en el cielo, porque yo nunca ha hecho mi voluntad en la tierra»[76].

1. Dios no niega nada a quienes no le niegan nada

En un texto de Jean-Jacques Olier, una figura importante de la renovación sacerdotal del siglo XVII francés (fundador de los Sulpicianos, tuvo un papel importante en la creación de seminarios y la renovación de las parroquias), se encuentra algo sorprendente. Al redactar un proyecto de reglamento para los seminarios —que él veía ante todo como lugares de formación en la oración—, habla de la importancia de la oración y de la necesidad fundamental de formar en ella a los futuros sacerdotes[77].

Llega incluso a decir, basándose en un pasaje de san Gregorio Magno: Según san Gregorio antes de ser sacerdote se debe haber adquirido una tal familiaridad con Dios que no se pueda ser rechazado: de suerte que quien no tiene la experiencia de poder 74

aplacar al Señor cuando se irrita no debe hacerse sacerdote ni ser admitido para ser pastor en la Iglesia, pues una de sus principales obligaciones, después de su propia justificación y el amor al prójimo, es aplacar la cólera del Señor y reconciliar al mundo con él.

Yo no sé lo que los actuales superiores de seminarios pensarán de este criterio de admisión al sacerdocio. El lenguaje de este texto puede resultarnos chocante, pero hay una evidente alusión a la oración de Moisés, y una intuición hermosa y justa sobre el papel de intercesión del sacerdote, cuya primera tarea es suplicar sin cesar a Dios para que tenga misericordia de su pueblo.

Otros preciosos pasajes del Antiguo Testamento nos empujan a la intercesión, como el que nos invita a no dejar en paz a Dios hasta que cumpla todas sus promesas de salvación con Jerusalén:

Sobre tus murallas, Jerusalén, he puesto centinelas. Ni de día ni de noche, jamás callarán. Los que invocáis al Señor no os toméis descanso. No le deis descanso hasta que restaure y haga de Jerusalén la alabanza de la tierra (Is 62, 6-7).

Este texto va precedido de un magnífico versículo que expresa el amor esponsal entre Dios e Israel: «Como un joven se desposa con una virgen, contigo se desposará tu constructor, y como se alegra el novio con la novia se deleitará en ti el Señor».

El diálogo con Dios en la oración puede tener distinto carácter: el de la amistad, el de la unión nupcial, el de la relación filial. Jesús en el Evangelio, al enseñar el «Padre nuestro», insistirá mucho sobre el poder de la oración dirigida al Padre del cielo por los que él ha adoptado como sus hijos. «Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se lo pidan?» (Mt 7, 11).

La intercesión para la salvación del mundo entero es un servicio fundamental de la Iglesia. Sea a título de amigos, de esposas, de hijos de Dios, debemos suplicar sin descanso a Dios que tenga misericordia del mundo. Se encuentran en la vida de los santos innumerables testimonios de este papel de intercesores, y de la maternidad o paternidad espiritual que ahí se expresa. Pensemos en santo Domingo, que se pasaba todas las noches en oración, invocando así al Señor: «Dios mío, misericordia mía, ¿qué va a ser de los pecadores?». Teresa de Lisieux adolescente, antes de su entrada en el Carmelo, rezaba con mucho fervor por el asesino Pranzini, obtenía su conversión en el momento mismo de subir él al cadalso, y llamaba en su autobiografía «mi primer hijo»

al que toda la prensa llamaba monstruo[78]. Entre tantos otros hechos semejantes, no me resisto a citar un pasaje del diario espiritual de santa Faustina Kowalska, a quien Jesús reveló los secretos de su corazón misericordioso, donde encontramos una versión moderna y muy femenina de un «santo regateo» un poco análogo a los de Abrahán y Moisés:

Por la mañana, al acabar mis ejercicios espirituales, me puse a trabajar haciendo croché.

Sentía que Jesús reposaba en mi corazón silencioso. Y esta profunda y dulce conciencia de la presencia divina me ha llevado a decir al Señor: «Oh Santa Trinidad que habitáis en mi 75

corazón, conceded, os lo ruego, la gracia de la conversión a tantas almas como puntos de ganchillo daré hoy». Entonces oí en mi alma estas palabras: «Hija mía, tus exigencias son demasiado grandes». —«Jesús, os resulta más fácil dar más que dar poco. Pero cada conversión de un alma pecadora exige un sacrificio. Os ofrezco, dulce Jesús, mi trabajo concienzudo. No me parece que sea una ofrenda demasiado pequeña para un número tan grande de almas. Jesús, vos mismo habéis salvado almas con treinta años de trabajo, y como la santa obediencia me prohíbe las penitencias y las grandes mortificaciones, os ruego que aceptéis, Señor, estas cosas pequeñas, marcadas con el sello de la obediencia, como si fuesen cosas grandes». He oído entonces una voz en el alma: «Mi dulce hija, voy a satisfacer tu petición»[79].

2. La intercesión, lugar de combate y de crecimiento

Quisiera añadir algunas observaciones acerca de este ministerio de intercesión que el Señor propone a los cristianos, y por el cual desea asociarlos a su obra de la redención.

La intercesión es también un camino de crecimiento y de purificación personal. Es un lugar de gracias y de gozo, pero también de combate y de conversión.

Cuando se trata de interceder, lo hacemos espontáneamente por las personas a las que queremos y que nos son cercanas. Eso es por supuesto legítimo, pero podría también dejarnos encerrados en un círculo un poco estrecho. Nuestro corazón debe ensancharse a la medida del de Dios. Es hermoso que nos abramos a otros ámbitos de intercesión en los que no pensamos espontáneamente, y que el Señor desea confiarnos.

Esto puede ensanchar de modo adecuado nuestro corazón y los horizontes de nuestra vida. Interceder no es solamente pedir por alguien que forma parte de nuestro universo, es entrar en la intercesión misma de Jesús, que no cesa de presentar al Padre todas las necesidades de los hombres.

Me he encontrado con muchas personas que, de manera a veces inesperada, habían recibido una fuerte llamada del Espíritu a llevar algunas intenciones a su oración y sus ofrecimientos: por los sacerdotes, los jóvenes en dificultades, los cristianos perseguidos, el pueblo de Israel, tal o cual categoría de pecadores, los agonizantes… La apertura a estas llamadas del Espíritu puede dar sentido y fecundidad a la vida de muchas personas que, sin eso, se sentirían a veces inútiles. Y eso es lo peor que le puede pasar a cualquiera. Pidamos pues a Dios que nos ilumine sobre las personas, las diversas situaciones, que Él desea confiar a nuestra oración y nuestro amor.

3. Cuando Dios parece no oírnos

Con frecuencia se plantea una cuestión a propósito de la oración de intercesión: qué decir de todas esas ocasiones en que Dios parece sordo a nuestras plegarias, lo que parece desmentir las palabras del Evangelio en que Jesús nos dice que obtendremos todo lo que pidamos con fe. ¿Qué sentido dar a estas faltas de respuesta? No es fácil vivirlas ni comprenderlas, y pienso que quedará siempre una cierta parte de misterio en la 76

sabiduría divina. Respetando esto, hago algunas observaciones.

Ninguna de nuestras oraciones se pierde nunca. Pronto o tarde recibirá respuesta, quizá no en el momento o en la forma que imaginamos, sino cuando y como quiera Dios según sus planes, que nos superan. Nuestras peticiones no son siempre atendidas como querríamos, pero haber rezado nos acerca siempre a Dios, nos hace recorrer un cierto camino interior, y trae consigo una gracia que veremos algún día y nos maravillará.

Se encuentra un ejemplo en la segunda carta a los Corintios. Pablo suplica por tres veces al Señor que le libre de su «aguijón en la carne». El Señor le responde: «Te basta mi gracia, porque la fuerza se perfecciona en la flaqueza» (2 Co 12, 9). Pablo no ha sido escuchado materialmente, pero su oración no ha sido en vano. Por el contrario, le ha hecho entrar en diálogo con Dios, y eso le ha permitido penetrar más a fondo en la sabiduría divina. Lo más importante en la intercesión no es siempre su objeto material, sino más bien el lazo que se anuda y se desarrolla ahí con Dios, que será siempre fecundo, para nosotros y para aquellos por los que rezamos.

Dios no nos responde siempre como querríamos porque necesitamos comprobar de manera concreta que no podemos manipularle. Ese es el intento de todos los paganismos.

Podemos obtenerlo todo de Dios por la confianza y la oración, pero Dios sigue siendo el amo absoluto de sus dones, y estos son siempre totalmente gratuitos. Dios no se presta a ninguna manipulación, a ningún chantaje, a ningún cálculo humano, a ninguna reivindicación. Es bueno que de tiempo en tiempo tengamos esa experiencia, para que nuestra relación con Él sea a la vez sencilla, confiada, familiar, filialmente audaz, pero al mismo tiempo respetuosa de su soberanía absoluta. Dios no tiene que rendir cuentas al hombre. Paradoja de la vida cristiana: estamos llamados a vivir con Dios una tierna familiaridad que nos vuelve todopoderosos ante su corazón de Padre, pero no se puede entrar en ella más que en un respeto absoluto, y a veces mortificante, de su transcendencia y libertad soberanas. «¡Hombre, quién eres tú para contradecir a Dios!

¿Acaso le dice la vasija al que la ha moldeado: “Por qué me hiciste así”?», dice san Pablo en la carta a los Romanos (9, 20) meditando sobre el drama, tan doloroso para él, de la incredulidad de una parte de Israel.

No podemos reivindicar «derechos» frente a Dios. A veces tenemos el sentimiento de que, como nos hemos esforzado, como nos hemos cansado mucho por Él, Dios nos debe algo, y que tenemos un cierto derecho a sus bendiciones y a sus gracias. La parábola de los siervos inútiles del Evangelio nos recuerda que no es ese el caso (Lc 17, 7-10). Cuando hemos hecho el bien, cumplido con nuestro deber, debemos dar gracias a Dios, y guardarnos del pensamiento de que eso nos otorga algún privilegio. Nuestras buenas obras no nos confieren ningún «derecho», ni ante Dios ni ante los demás, contrariamente a lo que tenemos tendencia a pensar, de modo más o menos confesado.

Es saludable para nosotros que tengamos siempre una conciencia muy viva de la absoluta gratuidad de los dones de Dios, de otro modo nuestra relación con Él y con los demás puede falsearse, y salir de la lógica del amor para derivar hacia la de los cálculos humanos. Cuando Dios nos responde, no es en virtud de nuestros méritos, de nuestras cualidades, sino en virtud de su misericordia y de la gratuidad de su amor. La respuesta a 77

la oración no es algo debido, sino un don.

Nuestra oración debe ser perseverante, confiada, incluso audaz, pero siempre en una humilde sumisión al querer divino. Nuestras peticiones van a menudo mezcladas con ciertas expectativas humanas, que no son del todo puras. Sufrir que no haya respuesta inmediata, la necesidad de soportar y perseverar, la invitación a la paciencia, operan en nosotros un necesario proceso de purificación, de profundización, gracias al cual nuestra oración será más verdadera, más ajustada a la sabiduría divina, y por tanto, en definitiva, más eficaz y más fecunda. Hay toda una purificación y una educación de los deseos que es un paso importante en el crecimiento espiritual, y por ende en el de la oración.

«Asimismo también el Espíritu acude en ayuda de nuestra flaqueza: porque no sabemos lo que debemos pedir como conviene; pero el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables. Pero el que sondea los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu, porque intercede según Dios en favor de los santos» (Ro 8, 26-27).

Como conclusión de estas reflexiones, añadiría que uno de los medios más eficaces de vivir este proceso de purificación, así como de crecer en humildad y confianza, es que nuestra oración de intercesión, cualesquiera que sean sus «resultados», la vivamos en un clima de acción de gracias. Llama la atención ver en las cartas de san Pablo cómo une siempre la petición con la acción de gracias en un mismo movimiento: «Perseverad en la oración, velando en ella con acciones de gracias. Orad al mismo tiempo por nosotros para que Dios nos abra una puerta a la predicación, y podamos hablar del misterio de Cristo» (Col 4, 2-3). «No os preocupéis por nada; al contrario: en toda oración y súplica, presentad a Dios vuestras peticiones con acción de gracias» (Flp 4, 6). «Por eso, te encarezco ante todo que se hagan súplicas, oraciones, peticiones y acciones de gracias por todos los hombres» (1 Tm 2, 1).

La intercesión misma debe estar siempre «empapada de acciones de gracias». Eso es necesario para que nuestra oración tenga toda su hondura, su verdad, su fecundidad, que sea fuente de bendiciones para nosotros y para los demás. Nada purifica el corazón del hombre como la acción de gracias, para hacerle experimentar esta bienaventuranza:

«Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios» (Mt 5, 8).

 

¡Bendito sea por siempre su Nombre! Amén.

 

73 Manuscrito C. Folio 25 recto.

74 María de la Trinidad, Consens à n’être rien, Arfuyen, 2008. p. 77.

75 En efecto, se dice en el texto que el Señor está en guerra contra Amalec de generación en generación (Ex 17, 16), lo que no se dice de ningún otro pueblo.

76 Derniers Entretiens, en el 13 de julio.

77 Vivre pour Dieu en Jésus-Christ, textes choisis. Cerf 1995, p. 82.

78 Manuscrito A. Folio 46, recto.

79 Petit Journal de Soeur Faustine. Éditions Jules Hovine, p. 341.

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Índice

Portada

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Introducción

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I. Los motivos de la oración

10

II. Las condiciones de la oración para dar fruto

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III. La presencia de Dios

42

IV. Consejos prácticos para la oración personal

54

V. La oración de intercesión

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Portada

Introducción

I. Los motivos de la oración

II. Las condiciones de la oración para dar fruto

III. La presencia de Dios

IV. Consejos prácticos para la oración personal

V. La oración de intercesión

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LA ORACIÓN, CAMINO DE AMOR

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Jacques Philippe

LA ORACIÓN,

CAMINO DE AMOR

EDICIONES RIALP, S.A.

MADRID

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Título original: Apprendre à prier pour apprendre à aimer

© 2013 by Éditions des Béatitudes, S.O.C. Nouan le Fouzelier (Francia)

© 2014 de la versión castellana, realizada por Miguel Martín, by EDICIONES RIALP, S. A., Alcalá, 290.

28027 Madrid

(www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopias, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-321-4359-5

ePub producido por Anzos, S. L.

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INTRODUCCIÓN

 

 

Hay muchos libros excelentes sobre la oración. ¿Es de verdad necesario otro más?

Sin duda, no. Ya escribí uno sobre el tema hace algunos años, y no estaba en mis planes hacer otro[1]. Sin embargo, a riesgo de repetirme en algunos puntos, me he sentido impulsado recientemente a redactar este librito, pensando que podría ayudar a algunos a perseverar en el camino de la oración personal, o a emprender ese camino. Tengo ocasión de viajar con cierta frecuencia por varios países para predicar retiros, y me ha impresionado comprobar la sed de oración que tienen hoy muchas personas, de todo estado y condición de vida, de toda vocación; pero he visto también la necesidad de ofrecer algunas orientaciones para asegurar la perseverancia y la fecundidad de la vida de oración.

Lo que más necesita el mundo de hoy es la oración. De ahí precisamente nacerán todas las renovaciones, las curaciones, las transformaciones profundas y fecundas que deseamos para nuestra sociedad. Nuestra tierra está muy enferma, y solo el contacto con el cielo la podrá curar. Lo más útil para la Iglesia hoy es contagiar a los hombres su sed de oración y enseñarles a orar.

Descubrir a alguien el gusto por la oración, ayudarle a perseverar en este camino no siempre fácil, es el mayor regalo que se le puede hacer. Quien tiene la oración lo tiene todo, pues a partir de ahí Dios puede entrar y actuar libremente en su vida, y operar las maravillas de su gracia. Cada vez estoy más convencido de que todo procede de la oración, y que entre todas las llamadas del Espíritu esta es la más urgente a la que debemos responder. Renovarse en la oración es ser renovado en todos los aspectos de nuestra vida, es encontrar una nueva juventud. Más que nunca, el Padre busca adoradores en Espíritu y en verdad (Jn 4, 24).

Es evidente que no todos tenemos en este asunto la misma llamada y las mismas posibilidades. Pero si hacemos lo que podemos, Dios es fiel. Conozco a laicos, muy ocupados por sus obligaciones profesionales y familiares, que reciben en veinte minutos de oración diaria tantas gracias como algunos monjes que dedican a la oración cinco horas al día. Dios está deseoso de revelarse, de manifestar a todos los pobres y pequeños, que eso somos nosotros, su rostro de Padre; para ser nuestra luz, nuestra curación, nuestra felicidad. Tanto más porque vivimos en un mundo difícil.

Siempre es útil hablar de la oración, pues es referirse a los aspectos más importantes de la vida espiritual, y también de la existencia humana.

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Querría dar en este libro algunas indicaciones muy sencillas y al alcance de todos, para animar a las personas que quieran responder a esta llamada, para guiarlas en su afán, para que se cumpla en su vida de oración el encuentro íntimo y profundo con Dios que es el objetivo de esa vida. Que puedan encontrar efectivamente en su fidelidad a la oración la luz, la fuerza, la paz que necesitan para que su vida produzca fruto abundante, según el deseo del Señor.

Hablaré sobre todo de la oración personal. La oración comunitaria, en particular la participación en la liturgia de la Iglesia, es una dimensión fundamental de la vida cristiana, y no pretendo subestimarla. Sin embargo, hablaré sobre todo de la oración personal, pues es ahí donde se encuentran mayores dificultades. Además, sin oración personal, la oración en común corre el riesgo de ser superficial y no alcanzar toda su belleza y su valor. Una vida litúrgica y sacramental que no se alimente del encuentro personal con Dios puede acabar siendo aburrida y estéril.

El mundo vive, y quizá vivirá cada vez más, tiempos difíciles. Es tanto más necesario enraizarse en la oración, como nos pide Jesús en el Evangelio: « Vigilad orando en todo tiempo, a fin de que podáis evitar todos estos males que van a suceder, y estar en pie delante del Hijo del Hombre» (Lc 21, 36).

 

1 Tiempo para Dios. Rialp. Col. Patmos.

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I. LOS MOTIVOS DE LA ORACIÓN

Nuestra vida valdrá lo que valga nuestra oración.

 

Marthe Robin

 

 

La fidelidad y la perseverancia en la oración (este es el punto fundamental que hay que asegurar y el objetivo principal del combate de la oración) suponen una fuerte motivación. Hay que estar bien convencido de que, aunque el camino no sea siempre fácil, vale la pena emprenderlo y que las ventajas de esta fidelidad superan sin medida las penas y dificultades que se encontrarán inevitablemente. Querría por eso en este primer capítulo recordar las principales razones por las que es necesario « orar siempre y no desfallecer», como nos dice Jesús en el Evangelio (Lc 18, 1).

Comencemos recogiendo una cita de san Pedro de Alcántara, un franciscano del siglo XVI que fue un apoyo importante para Teresa de Jesús en su obra de reformadora.

La cita viene de su Tratado de la oración y meditación y la toma a su vez el santo de otro doctor:

En la oración, se alimpia el ánima de los pecados, apaciéntase la caridad, certifícase la fe, fortalécese la esperanza, alégrase el espíritu, derrítense las entrañas, purifícase el corazón, descúbrese la verdad, véncese la tentación, huye la tristeza, renuévanse los sentidos, repárase la virtud enflaquecida, despídese la tibieza, consúmese el orín de los vicios, y en ella no faltan centellas vivas de deseos del cielo, entre los cuales arde la llama del divino amor[2].

No voy a comentar este sabroso texto, simplemente lo ofrezco como testimonio estimulante de una experiencia en la que podemos confiar. Quizá no notaremos eso sensiblemente todos los días, pero si somos fieles, experimentaremos poco a poco que todo lo que se promete en ese pasaje es rigurosamente cierto.

Quisiera ahora dar la palabra a un testigo más reciente, nuestro santo papa Juan Pablo II, citando un pasaje de la carta apostólica Novo Millenio ineunte. Esta carta, dirigida a todos los fieles, fue publicada el 6 de enero de 2001, como conclusión del año jubilar con el que el papa había querido preparar a la Iglesia para entrar en el milenio, exhortándola a guiar mar adentro (Cfr. Lc 5, 4).

Haciendo balance del año jubilar, el papa invitaba a contemplar el rostro de Cristo,

« tesoro y alegría de la Iglesia», mientras proponía una preciosa y rica meditación sobre el misterio de Jesús que debe iluminar el camino de cada fiel. En una tercera parte, nos exhortaba a « volver a partir de Cristo» para afrontar los desafíos del tercer milenio.

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Dejando a cada iglesia local la tarea de definir sus orientaciones pastorales, propone algunos puntos fundamentales, válidos para toda la Iglesia. Recuerda que todo programa pastoral debe permitir esencialmente a cada cristiano responder a la llamada a la santidad inserta en la vocación bautismal, recordando las palabras del Vaticano II: «Todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (LG 40).

Lo primero que se necesita para implantar en la vida de la Iglesia una «pedagogía de la santidad» debe ser la formación en la oración. Escuchemos a Juan Pablo II: Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración. El Año jubilar ha sido un año de oración personal y comunitaria más intensa. Pero sabemos bien que rezar tampoco es algo que pueda darse por supuesto. Es preciso aprender a orar, aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro, como los primeros discípulos: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1). En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos: «Permaneced en mí, como yo en vosotros» (Jn 15, 4). Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condición para toda vida pastoral auténtica. Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre.

Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial, pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas[3].

En este bello texto, Juan Pablo II nos recuerda puntos esenciales: la oración es el alma de la vida cristiana y la condición de toda vida pastoral auténtica. La oración nos hace amigos de Dios, nos introduce en su intimidad y en la riqueza de su vida, hace que permanezcamos en él y él en nosotros. Sin esta reciprocidad, sin esta relación de amor que realiza la oración, la religión cristiana se queda en un formalismo vacío; el anuncio del Evangelio no sería más que propaganda; el compromiso de la caridad, una obra de beneficencia que no cambia nada fundamental en la condición humana.

Es muy justa y muy importante también esta afirmación del Papa según la cual la oración es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro. La oración permite encontrar en Dios un vida siempre nueva, y dejarse regenerar y renovar continuamente. Cualesquiera que sean las pruebas, las desilusiones, el peso de las situaciones, los fracasos y las faltas, en la oración encontraremos la fuerza y la esperanza para asumir la existencia con una total confianza en el porvenir. Cosa por cierto bien necesaria hoy.

Un poco más adelante, el Papa evoca la sed de espiritualidad tan presente en el mundo actual, con frecuencia ambigua, pero que es también una oportunidad, y muestra cómo la tradición de la Iglesia responde de manera auténtica a esta sed: La gran tradición mística de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, puede enseñar mucho a este respecto. Muestra cómo la oración puede avanzar como verdadero y propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre.

Entonces se realiza la experiencia viva de la promesa de Cristo: «El que me ame será amado de 11

mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él» (Jn 14, 21).

Prosigue diciendo lo importante que es que toda comunidad cristiana (familia, parroquia, grupo carismático, asociación católica, etc…) sea ante todo un lugar de educación en la oración:

Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas «escuelas de oración», donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el «arrebato del corazón». Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparta del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios.

Esta llamada a la oración vale para todos, incluidos los laicos. Si estos no rezan, o se contentan con una oración superficial, están en peligro:

Se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no solo serían cristianos mediocres, sino «cristianos con riesgo». En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quizá acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición.

Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral.

1. La oración como respuesta a una llamada

Lo primero que debe motivarnos y animarnos para entrar en una vida de oración, es que el mismo Dios nos lo pide. El hombre busca a Dios, pero Dios busca al hombre mucho más. Dios nos llama a tratarle, pues desde siempre, y mucho más de lo que podemos imaginar, desea ardientemente entrar en comunión con nosotros.

El fundamento más sólido de la vida de oración no es nuestra propia búsqueda, nuestra iniciativa personal, nuestro deseo (tienen su valor, pero pueden a veces faltar), sino la llamada de Dios: Orar siempre y no desfallecer (Lc 18, 1). Vigilad orando en todo tiempo (Lc 21, 36). Orando en todo tiempo movidos por el Espíritu (Ef 6, 18).

No oramos ante todo porque deseemos a Dios, o porque esperemos de la vida de oración unos beneficios estupendos, sino sobre todo porque es Dios quien nos lo pide. Y, pidiéndonoslo, sabe lo que hace. Su proyecto supera infinitamente cuanto podemos suponer, desear o imaginar. En la vida de oración hay un misterio que nos supera por completo. El motor de la vida de oración es la fe, en cuanto obediencia confiada a lo que Dios nos propone. Sin que podamos imaginar las inmensas repercusiones positivas a esta respuesta humilde y confiada a la llamada de Dios. Como Abrahán, que se puso en camino sin saber adónde iba, y que se convirtió así en padre de una multitud.

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Si se ora a causa de los beneficios que se espera alcanzar con la oración, se corre el riesgo de desanimarse cualquier día. Esos beneficios no son inmediatos ni medibles. Si se ora en una actitud de humilde sumisión a la palabra de Dios, se tendrá siempre la gracia de perseverar. Escuchemos estas palabras de Marthe Robin:

Quiero ser fiel, muy fiel a la oración cada día, a pesar de las sequedades, los aburrimientos, los disgustos que pueda tener… ¡a pesar de las palabras disuasorias, desanimantes y amenazantes que el demonio pueda repetirme!… En los días de turbación y grandes tormentos, me diré: Dios lo quiere, mi vocación lo requiere, ¡eso me basta! Haré la oración, me quedaré todo el tiempo que me han prescrito en oración, haré lo mejor que pueda mi oración, y cuando llegue la hora de retirarme me atreveré a decir a Dios: Dios mío apenas he rezado, apenas he trabajado, poco he hecho, pero os he obedecido. He sufrido, pero os he mostrado que os quería y que quería amaros.

Esta actitud de obediencia amorosa y confiada es la más fecunda que puede darse.

Nuestra vida de oración será tanto más rica y bienhechora cuanto más animada esté, no por el deseo de conseguir esto o lo otro, sino por esta disposición de obediencia confiada, de respuesta a la llamada de Dios. Dios sabe lo que es bueno para nosotros, y eso nos debe bastar. No podemos tener una visión utilitarista de la oración, encerrarnos en una lógica de la eficacia, de rentabilidad, que lo pervertiría todo. No tenemos que justificarnos ante nadie por el tiempo que dedicamos a la oración. Dios nos invita, por decirlo así, a «perder el tiempo» con él, eso basta. Será una «pérdida fecunda», diremos con palabras de Teresa de Lisieux[4]. Hay una dimensión de gratuidad que es fundamental en la vida de oración. Paradójicamente, cuanto más gratuita es la oración, más fruto reporta. Se trata de confiar en Dios y hacer lo que nos pide, sin necesitar otras justificaciones. «¡Haced lo que él os diga!» (Jn 2, 5), dijo María a los sirvientes en las bodas de Caná.

Salvaguardando siempre este fundamento de gratuidad, quiero exponer un conjunto de razones que legitiman el tiempo dedicado a la oración. San Juan de la Cruz afirma:

«Quien huye de la oración, huye de todo lo bueno»[5] . Expliquemos por qué.

2. La prioridad de Dios en nuestra vida

La existencia humana no encuentra su completo equilibrio y su belleza más que si tiene a Dios por centro. «¡El primer servido, Dios!», decía santa Juana de Arco. La fidelidad a la oración permite garantizar, de manera concreta y efectiva, esta primacía de Dios. Sin esa fidelidad, la prioridad otorgada a Dios corre el riesgo de no ser más que una buena intención, es decir, una ilusión. El que no ora, de un modo sutil pero cierto, pondrá su «ego» en el centro de su vida, y no la presencia viva de Dios. Se dispersará en multitud de deseos, solicitaciones, temores. Por el contrario, quien ora, aunque tenga que enfrentarse a la carga del ego, a las tendencias de repliegue sobre sí mismo y al egoísmo que nos afectan a todos, reaccionará saliendo de sí y volviendo a centrarse en Dios, 13

permitiéndole que poco a poco ocupe (o recupere) el lugar que le corresponde en su vida, el primero. Encontrará así la unidad y la coherencia de su vida. «El que no recoge conmigo, desparrama», dijo Jesús (Lc 11, 23). Cuando Dios está en el centro, todo encuentra el lugar que le corresponde.

Dar a Dios una prioridad absoluta frente a cualquier otra realidad (trabajo, relaciones humanas, etc.) es la única manera de establecer un orden justo respecto a las cosas, poniendo una sana distancia que permite salvaguardar la libertad interior y la unidad en nuestra vida. De otro modo se cae en la indiferencia, en la negligencia, o por el contrario en el apegamiento y la dispersión en inquietudes inútiles.

El lazo que se anuda con Dios en la oración es también un elemento fundamental de estabilidad en nuestra vida. Dios es la Roca, su amor es inconmovible, «el Padre de las luces, en quien no hay cambio ni sombra de mudanza» (St 1, 17). En un mundo tan inestable como el nuestro, que va a toda velocidad, donde los aparatos electrónicos quedan obsoletos un año después de salir al mercado, es aún más importante encontrar en Dios nuestro apoyo interior. La oración nos enseña a enraizarnos en Dios, a permanecer en su amor (Cfr. Jn 15, 9), a encontrar en él fuerza y seguridad, y nos permite también convertirnos en un apoyo firme para los demás.

Añadamos que Dios es la única fuente de energía inagotable. Por la oración,

«aunque nuestro hombre exterior se vaya desmoronando, nuestro hombre interior se va renovando día a día», por decirlo con palabras de san Pablo (2Cor 4, 16). Recordemos también al profeta Isaías: «Se cansan los muchachos, se fatigan, los jóvenes tropiezan y vacilan; pero los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, echan alas como las águilas, corren y no se fatigan, caminan y no se cansan» (Is 40, 30). Por supuesto, tendremos en nuestra vida tiempos de prueba y de cansancio, porque es necesario que experimentemos nuestra fragilidad, que nos sepamos pobres y pequeños. Sin embargo, sigue siendo cierto que Dios sabrá darnos en la oración la energía que precisemos para servirle y amarle, e incluso a veces las fuerzas físicas.

3. Amar gratuitamente

La fidelidad a la oración es muy valiosa, pues nos ayuda a preservar la gratuidad en nuestra vida. Como decía más arriba, orar es perder el tiempo con Dios. En definitiva, se trata de una actitud de amor gratuito. Este sentido de la gratuidad está muy amenazado hoy, cuando todo se piensa en términos de rentabilidad, de eficacia, de performance. Eso acaba por ser destructor para la existencia humana. El amor verdadero no puede encerrarse en la categoría de lo útil. Cuando el Evangelio de Marcos nos cuenta la elección de los Doce, nos dice que Jesús los eligió primero «para que estuvieran con él»

(Mc 3, 14). Y solamente luego para compartir sus tareas: predicar, expulsar a los demonios, etc. No somos solamente servidores, estamos llamados a ser amigos, en una vida y una intimidad compartidas, más allá de todo utilitarismo. Como en los orígenes, cuando a la caída de la tarde, Dios se paseaba por el jardín del Edén con Adán y Eva 14

(Gn 3, 8). Me gustan unas palabras que Dios dirigió a sor María de la Trinidad[6],

llamándola a una vida de oración totalmente gratuita, de adoración y de pura receptividad: «Es más fácil encontrar obreros para trabajar que niños para festejar».

Orar es pasar gratuitamente tiempo con Dios, por la alegría de estar juntos. Es amar, porque dar uno su tiempo es dar su vida. El amor no es ante todo hacer algo por el otro, es tenerle presente. La oración nos educa en tener presente a Dios, en una simple atención amorosa.

Lo estupendo es que, al aprender a estar presentes para Dios solo, aprendemos al mismo tiempo a estar presentes para los demás. En las personas que han tenido una larga vida de oración, se puede apreciar una especial facilidad de atención, de presencia, de escucha, de disponibilidad de la que no son con frecuencia capaces las personas que han sido absorbidas toda su vida por la actividad. De la oración nace una delicadeza, un respeto, una atención, que es un precioso regalo para los que encontramos en nuestro camino.

No hay escuela de atención al prójimo más hermosa y eficaz que la perseverancia en la oración. Poner en oposición o en competencia la oración y el amor al prójimo sería un sinsentido.

4. Anticipar el Reino

La oración nos hace anticipar el Cielo. Nos hace entrever y saborear una felicidad que no es de este mundo, que nada nos la puede ofrecer aquí abajo: la felicidad en Dios a la que estamos destinados, para la que fuimos creados. En la vida de oración se encuentran luchas, sufrimientos, arideces (ya hablaremos de eso). Pero si se persevera fielmente, se disfruta de tiempo en tiempo de una felicidad indecible, una paz y una satisfacción que son un anticipo del paraíso. «Veréis los cielos abiertos», nos prometió Jesús (Jn 1, 51).

La primera regla de la orden de los hermanos de Nuestra Señora del Monte Carmelo, fundada en Tierra Santa en el siglo XII, les invita a «meditar día y noche la ley del Señor», con esta ambición: «Gozar en cierta manera en nuestro corazón, experimentar en nuestro espíritu, la fuerza de la divina presencia y la dulzura de la gloria de lo alto, no solo después de la muerte sino incluso en esta vida mortal»[7].

Santa Teresa de Jesús recoge la misma idea en el libro de las Moradas: Pues en alguna manera podemos gozar del cielo en la tierra, que nos dé su favor para que no quede por nuestra culpa y nos muestre el camino y dé fuerzas en el alma para cavar hasta hallar este tesoro escondido, pues es verdad que le hay en nosotras mesmas[8].

La oración permite alcanzar estas realidades que anuncia san Pablo: «Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman» (1Co 2, 9).

Lo que también quiere decir que, en la oración, el hombre aprende en esta tierra lo 15

que será su actividad y su alegría durante toda la eternidad: extasiarse ante la belleza divina y la gloria del Reino. Aprende a hacer aquello para lo que ha sido creado. Pone en ejercicio las facultades más hermosas y profundas de las que dispone como ser humano, facultades que con frecuencia no utiliza, las de adoración, admiración, alabanza y acción de gracias. Recupera el corazón y la mirada de niño para maravillarse ante la Belleza que está por encima de toda belleza, ante el Amor que trasciende todo amor.

Orar significa también, por tanto, realizarnos como personas, según las facultades propias de nuestra naturaleza y las aspiraciones más secretas de nuestro corazón. Claro que esto no se vive sensiblemente todos los días, pero toda persona que se adentra con fidelidad y buena voluntad por el camino de la oración experimentará algo de esto, al menos en algunos momentos de gracia. Sobre todo hoy: hay tanta fealdad, tanto mal, tantos pesares en nuestro mundo, que Dios, que es fiel y quiere despertar nuestra esperanza, no deja de revelar a sus hijos los tesoros de su Reino. San Juan de la Cruz afirmaba en el siglo XVI: «Siempre el Señor descubrió los tesoros de su sabiduría y espíritu a los mortales; mas ahora que la malicia va descubriendo más su cara, mucho más los descubre»[9]. ¡Qué diría hoy!

Estoy admirado de las gracias de oración que reciben en este momento muchas personas, por ejemplo, gente sencilla en el curso de una adoración eucarística semanal en su parroquia. De eso no se habla en los periódicos, pero hay una verdadera vida mística en el pueblo de Dios, sobre todo entre los pobres y los pequeños. «Jesús se llenó de gozo en el Espíritu Santo y dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien» (Lc 10, 21).

Una cosa preciosa que debo señalar: al ponernos en comunión con Dios, la oración nos hace participar de la creatividad de Dios. La contemplación alimenta nuestras facultades creativas y nuestra inventiva. En particular en el dominio de la belleza. El arte contemporáneo está falto cruelmente de inspiración, produce con frecuencia obras de una penosa fealdad, teniendo el hombre tanta sed de belleza. Solo una renovación de fe y oración podrá permitir a los artistas reencontrar las fuentes de la verdadera creatividad para estar en condiciones de proporcionar al hombre la belleza que tanto necesita, como hicieran un Fra Angélico, un Rembrandt, un Juan Sebastián Bach.

5. Conocimiento de Dios y conocimiento de sí

Uno de los frutos de la oración es la entrada progresiva en el conocimiento de Dios y en el de uno mismo. Habría mucho que decir de este asunto, y existe una rica tradición en esto entre los autores espirituales. No podré tratar el tema sino brevemente.

La oración nos introduce poco a poco en un verdadero conocimiento de Dios. No el de un Dios abstracto, lejano, el «gran relojero» de Voltaire, o el Dios de los filósofos o de los sabios. Tampoco el de una cierta teología fría y cerebral. Sino en el del Dios vivo y verdadero, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, el Padre de nuestro Señor Jesucristo. El 16

Dios que habla al corazón, según la expresión de Pascal. No un Dios del que nos contentamos con algunas ideas heredadas de nuestra educación o nuestra cultura, o incluso un Dios que sería el producto de nuestras proyecciones psicológicas, sino el Dios verdadero.

La oración nos permite pasar de nuestras ideas sobre Dios, de nuestras representaciones (siempre falsas o demasiado estrechas) a una experiencia de Dios. Es algo bien distinto. En el libro de Job se encuentra esta bella expresión: «Solo de oídas sabía de ti, pero ahora te han visto mis ojos» (Jb 42, 5).

El objeto principal de esta revelación personal de Dios, fruto esencial de la oración, es que le conozcamos en cuanto Padre. Por Jesucristo, en la luz del Espíritu, Dios se revela como Padre. El pasaje de Lucas que hemos citado más arriba, en que Jesús exulta de alegría por la revelación escondida a los sabios e inteligentes y manifestada a los pequeños, prosigue con estas palabras: «Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre, ni quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo». Está bien claro que el objeto de esta revelación es el misterio de Dios como Padre. Dios como fuente inagotable de vida, como Origen, como don sin término, como generosidad, y Dios como bondad, ternura, misericordia infinitas.

El precioso pasaje del libro de Jeremías en el capítulo 31, que anuncia la Nueva Alianza, se termina con estas palabras: «Esta será la alianza que pactaré con la casa de Israel después de aquellos días —oráculo del Señor—: pondré mi Ley en su pecho y la escribiré en su corazón, y Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que enseñar el uno a su prójimo y el otro a su hermano, diciendo: “Conoced al Señor”, pues todos ellos me conocerán, desde el menor al mayor —oráculo del Señor—, porque habré perdonado su culpa y no me acordaré más de su pecado».

Este texto asocia de manera muy bella el conocimiento de Dios, concedido a todos, con la efusión de su misericordia, de su perdón.

Dios es conocido en su grandeza, su trascendencia, su majestad y su poder infinitos, pero al mismo tiempo en su ternura, su proximidad, su dulzura, su inagotable misericordia. Conocimiento que no es un saber sino una experiencia viva de todo el ser.

Este conocimiento de Dios, concedido a todos en los tiempos mesiánicos, lo anuncia también de manera muy sugestiva el profeta Isaías: «La tierra estará llena del conocimiento del Señor, como las aguas que cubren el mar» (Is 11, 9).

El conocimiento de Dios da también acceso al verdadero conocimiento de sí mismo.

El hombre no puede en verdad conocerse más que a la luz de Dios. Todo lo que puede saber de sí mismo a través de medios humanos (experiencia de la vida, psicología, ciencias humanas) no es nada despreciable. Pero eso solo le proporciona un conocimiento limitado y parcial de su ser. No tiene acceso a su identidad profunda más que en la luz de Dios, bajo la mirada que posa sobre él su Padre del Cielo.

Este conocimiento tiene dos aspectos: ante todo un aspecto negativo, pero que conduce a algo extremadamente positivo. Volveré sobre el asunto por extenso más abajo, pero quiero ahora evocarlo en pocas palabras.

El aspecto negativo se refiere a nuestros pecados, nuestra miseria profunda. No se 17

los conoce verdaderamente más que en la luz de Dios. Ante Él, no hay ya mentiras posibles, no hay escapatoria ni justificación, nada de máscaras. Estamos obligados a reconocer quiénes somos, con nuestras heridas, nuestras fragilidades, nuestras incoherencias, nuestros egoísmos, nuestra dureza de corazón, nuestras complicidades secretas con el mal…

Eso no es más que la consecuencia de estar expuesto ante la Palabra de Dios:

«Ciertamente, la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que una espada de doble filo: entra hasta la división del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y descubre los sentimientos y pensamientos del corazón. No hay ante ella criatura invisible, sino que todo está desnudo y patente a los ojos de Aquel a quien hemos de rendir cuenta» (Hb 4, 12-13).

Afortunadamente, Dios es tierno y misericordioso, y esta iluminación se hace poco a poco, a medida que somos capaces de soportarla. Dios nos muestra nuestro pecado al mismo tiempo que nos revela su perdón y su misericordia. Descubrimos la tristeza de nuestra condición de pecadores, pero también nuestra pobreza absoluta en cuanto criaturas: no tenemos más que lo que hemos recibido de Dios, y si lo hemos recibido es por pura gracia, sin que podamos atribuirnos absolutamente nada a nosotros mismos ni vanagloriarnos de nada.

Reconocer la verdad es necesario; no hay curación sin conocimiento de la enfermedad. Solo la verdad libera. Por fortuna, las cosas no paran ahí. Desembocan en algo aún más profundo e infinitamente bello: más allá de nuestros pecados y de nuestras miserias, descubrimos nuestra condición de hijos de Dios. Él nos ama tal como somos, con un amor absolutamente incondicional, y es ese amor lo que nos constituye en nuestra identidad más profunda.

Más hondo y más esencial que nuestra limitación humana y el mal que nos afecta, hay como un núcleo intacto, nuestra identidad de hijos de Dios. Soy un ser manchado, tengo urgente necesidad de purificación y conversión. Sin embargo, hay en mí algo absolutamente puro e intacto: el amor que Dios me tiene como mi Creador y Padre, fundamento de mi identidad, de mi condición inalienable de hijo muy amado. Llegar ahí en la fe es precisamente lo que abre y garantiza la posibilidad del camino de conversión y purificación del que no puedo prescindir.

Todo hombre, toda mujer, está en busca de su identidad, de su personalidad profunda. ¿Quién soy yo? Es una pregunta que a veces se hace con angustia en mitad de la vida. Ha procurado construirse una personalidad, realizarse, según sus aspiraciones íntimas, según también los criterios de éxito que propone el contexto cultural en que vive.

Se ha entregado en el trabajo, la familia, los amigos, en responsabilidades diversas… A veces hasta el agotamiento. Sin embargo, se ve vacío, insatisfecho, en la duda: ¿Quién soy en verdad? ¿Todo lo que he vivido hasta hoy expresa bien lo que soy?

Hay una parte de mi identidad que deriva de mi historia, de mi herencia, de las cosas que he sufrido y de las decisiones que tomé, pero eso no es lo más profundo. Eso no se revela y se despliega más que en el encuentro con Dios, que me raspa todo lo que hay de artificial y construido en mi identidad, para hacerme llegar a lo que soy en verdad, 18

al corazón de mi personalidad. Nuestra personalidad verdadera no es tanto una realidad que construir cuanto un don que recibir. No se trata de conquistar algo, sino de dejarse querer. «Tú eres mi hijo, el Amado, en ti me he complacido» (Lc 3, 22). En el evangelio de Lucas, estas palabras las dice el Padre a Jesús cuando se bautiza, pero podemos considerarlas dirigidas a nosotros en nuestro bautismo.

La esencia de mi personalidad consiste en dos realidades que estoy llamado a descubrir progresivamente, sencillas pero de una riqueza inagotable: el amor único que Dios me tiene, y el amor único que yo puedo tener por Él.

La oración y el encuentro con Dios me hace descubrir el amor único que Dios tiene por mí. Es una aspiración profunda de todo hombre (y más aún de toda mujer) sentirse amado de manera única. No ser amado de modo general, como un elemento entre otros de un grupo más amplio, sino ser apreciado, considerado, de manera única. La experiencia amorosa es tan fascinante porque nos hace entrever esto: un ser adquiere un valor para mí que no tiene ningún otro, y en respuesta yo tengo a sus ojos un valor único.

Eso es lo que realiza el amor del Padre. Bajo su mirada, cada uno de nosotros puede experimentar que es amado, elegido por Dios, de manera personal. A veces nos parece que Dios ama de un modo general: ama a todos los hombres, de los que yo formo parte, ¡debe de interesarse un poco por mí! Pero ser amado de manera «global», como elemento de un conjunto, no puede satisfacernos. Y no corresponde en absoluto a la realidad del amor del Padre, que es particular, único para cada uno de sus hijos. El amor de Dios es personal y personalizante. Cada uno de nosotros tiene perfecto derecho a decir: ¡Dios me ama como a nadie en el mundo! Dios no ama a dos personas de la misma manera, porque es precisamente su amor el que crea nuestra personalidad propia, que es diferente para cada uno. Hay muchas más diferencias entre las almas que entre los rostros, según santa Teresa de Jesús. Esta personalidad única está simbolizada en el

«nombre nuevo» del que habla la Escritura. En el libro de Isaías: «Te llamarán con un nombre nuevo, que pronunciará la boca del Señor» (Is 62, 2). Y en el del Apocalipsis:

«El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. Al vencedor le daré del maná escondido; le daré también una piedrecita blanca, y escrito en la piedrecita un nombre nuevo, que nadie conoce sino el que lo recibe» (Ap 2, 17).

Este amor único que Dios tiene por cada uno incluye el don de una respuesta única por parte de quien lo recibe. En muchos santos, y sobre todo santas, se encuentran palabras de este género: «¡Jesús, quisiera amarte como nunca nadie te ha amado! ¡Hacer por ti las locuras que todavía nadie ha hecho!».

Ante estas palabras, nosotros nos sentimos bien pobres, conscientes de que no podremos superar en amor a todos los que nos han precedido. Sin embargo, este deseo no es vano, puede realizarse en la vida de toda persona: aunque no soy Teresa de Jesús ni Francisco de Asís, puedo dar a Dios (y también a mis hermanos y hermanas, a la Iglesia, al mundo…) un amor que nadie les ha dado todavía. El que me corresponde ofrecer, según mi personalidad, en respuesta al amor que Él me demuestra, y a la gracia que recibo de Él. Tengo en el corazón de Dios, en el misterio de la Iglesia, un lugar 19

único, un cometido único e irremplazable, una fecundidad propia, que no puede ser asumida por nadie más.

Recibir como fruto de la oración esta doble certeza, la de ser amado de manera única y la de poder (a pesar de mi debilidad y mis limitaciones) amar de manera única es un don extremadamente precioso. Así se constituye el núcleo más profundo y sólido de nuestra identidad.

Se trata, por supuesto, de una realidad que sigue siendo misteriosa, inaprensible, en gran medida inexpresable. No es algo de lo que nos podamos apropiar, de lo que podamos gloriarnos, se vive en una gran humildad y pobreza. Es objeto de fe y de esperanza más que una posesión de la que servirse en provecho propio. Es, sin embargo, bastante real y segura y nos otorga la libertad y seguridad interiores que necesitamos para afrontar la vida con confianza.

A causa de lo que acabamos de decir, y por muchas otras razones, descubrir a Dios como Padre, fruto esencial de la fidelidad a la oración, es lo más precioso del mundo, el mayor de los dones del Espíritu. «Porque no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: “¡Abbá, Padre!”. Pues el Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios» (Ro 8, 15-16).

La paternidad de Dios es la realidad más profunda que puede darse, la más rica e inefable, un abismo inconcebible de vida y de misericordia. No hay nada más dichoso que ser hijo, vivir en el ámbito de esta paternidad, recibir el propio ser y recibirlo todo de la bondad y la generosidad de Dios. En cada instante de nuestra vida, esperarlo todo con confianza del don de Dios. «¡Qué dulce es llamar a Dios nuestro padre!», decía Teresa de Lisieux, derramando lágrimas de felicidad[10].

6. De la oración nace la compasión por el prójimo

Uno de los mejores frutos de la oración (y un criterio de discernimiento de su autenticidad) es hacernos crecer en el amor al prójimo.

Si nuestra oración es verdadera (veremos más adelante lo que eso significa), nos acerca a Dios, nos une a Él, y nos hace percibir y compartir el amor infinito que tiene a cada una de sus criaturas. La oración dilata y enternece el corazón. Donde falta la oración, los corazones se endurecen y el amor se enfría. Habría mucho que decir a este propósito, y se podrían aportar muchos testimonios. Me contentaré sencillamente con citar un bello texto de san Juan de la Cruz, un maestro de la mística, pero también (contra lo que han supuesto algunos) uno de los hombres más tiernos y compasivos que el mundo haya conocido.

Es evidente verdad que la compasión de los prójimos tanto más crece cuanto más el alma se junta con Dios por amor; porque cuanto más ama, tanto más desea que ese mismo Dios sea de todos amado y honrado. Y cuanto más lo desea, tanto más trabaja por ello, así en la oración como en todos los otros ejercicios necesarios y a él posibles. Y tanto es el fervor y fuerza de 20

su caridad, que los tales poseídos de Dios no se pueden estrechar ni contentar con su propia y sola ganancia; antes pareciéndoles poco el ir solos al cielo procuran con ansias y celestiales afectos y diligencias exquisitas llevar muchos al cielo consigo. Lo cual nace del grande amor que tienen a su Dios, y es propio fruto y efecto éste de la perfecta oración y contemplación[11].

7. La oración, camino de libertad

La fidelidad a la oración es un camino de libertad. Nos educa progresivamente para que busquemos en Dios (y encontremos, pues «el que busca encuentra», asegura el Evangelio) los bienes esenciales que deseamos: el amor infinito y eterno, la paz, la seguridad, la felicidad…

Si no aprendemos a recibir de la mano de Dios estos bienes que nos son tan necesarios, corremos el riesgo de ir a buscarlos en otra parte, y de esperar en vano de las realidades de este mundo (las riquezas materiales, el trabajo, las relaciones…) lo que ellas no nos pueden dar.

Nuestras relaciones con el prójimo son a veces decepcionantes porque, sin darnos cuenta, esperamos de ellos más de lo que pueden dar. De una relación privilegiada se espera una felicidad absoluta, un reconocimiento pleno, una seguridad perfecta. Ninguna realidad creada, ninguna persona humana, ninguna actividad, puede satisfacernos plenamente en esa espera. Como esperamos demasiado, y no recibimos, nos amargamos, decepcionados, y acabamos aborreciendo terriblemente a los que no han respondido a nuestras expectativas.

No es culpa de ellos, sino de nuestra espera desmesurada: pretendemos obtener de una persona los bienes que solo Dios nos puede conceder.

Al decir esto, no pretendo descalificar las relaciones interpersonales ni las diversas actividades humanas. Creo en el amor, en la amistad, en la fraternidad, en todo lo que podemos recibir unos de otros en nuestras relaciones. El encuentro con una persona y los lazos que nos entretejen con ella pueden ser a veces un magnífico regalo de Dios. Con frecuencia Él se complace en manifestarnos su amor a través de la amistad o de la solicitud de una persona que pone en nuestro camino. Pero es preciso que Dios siga siendo el centro, y que no exijamos de una pobre criatura humana, limitada e imperfecta, que nos procure lo que solo Dios puede darnos.

Tampoco digo que los bienes a los que me he referido (paz, felicidad, seguridad…) se nos vayan a conceder de modo inmediato en cuanto nos pongamos a hacer oración.

Pero sigue siendo cierto que la fidelidad a la oración indica de manera concreta que orientamos hacia Dios nuestra espera de esos bienes, en un movimiento de fe y esperanza, y que esperamos de su misericordia que nos los vaya concediendo poco a poco. Eso es un elemento fundamental de equilibrio en las relaciones humanas, y evita que exijamos a los demás lo que no pueden dar, con todas las consecuencias, a veces dramáticas, que pueden originarse de semejante actitud.

Cuanto más sea Dios el centro de nuestra vida, y más lo esperemos todo de Él, y 21

solo de Él, más oportunidad habrá para que nuestras relaciones humanas sean justas y equilibradas.

Esperar de una realidad cualquiera lo que solo Dios puede concedernos tiene un nombre en la tradición bíblica: la idolatría. Se pueden idolatrar muchas cosas sin darnos cuenta: personas, trabajo, la adquisición de un título, el reconocimiento de algunas competencias, el éxito, el amor, el placer… Pueden ser cosas buenas en sí mismas, pero no debemos pedirles más de lo que es legítimo pedirles. La idolatría nos hace perder siempre una parte de nuestra libertad. Los ídolos decepcionan; se acaba con frecuencia por odiar lo que antes se adoraba. Dios, en cambio, no nos decepcionará nunca. Nos llevará por caminos inesperados y a veces dolorosos, pero colmará nuestras expectativas.

«Solo en Dios está el descanso, alma mía» (Ps 62, 2).

La experiencia lo muestra: la fidelidad a la oración, aunque pase a veces por fases difíciles, momentos de aridez y de prueba, nos conduce progresivamente a encontrar en Dios una paz profunda, una seguridad, una felicidad que nos hacen libres respecto a los demás. Si encuentro mi felicidad y mi paz en Dios, seré capaz de dar mucho a mi prójimo, y también de aceptarlo tal como es, sin distanciarme de él cuando no responde a mis expectativas. Dios basta.

Añadiría que el hecho de encontrar en la oración un contento, incluso un cierto placer, diría yo, nos hace más libres respecto de esa búsqueda ansiosa de satisfacciones humanas, que es nuestra tentación permanente. Nuestro mundo sufre un gran vacío espiritual, y me impresiona ver cómo este vacío interior impulsa a una búsqueda frenética de satisfacciones sensibles. No tengo nada contra los placeres legítimos de la vida, las comidas apetitosas, las botellas de Bordeaux o los baños relajantes. Son un don de Dios, pero es preferible usarlos con mesura. Hay a veces en nuestro mundo una necesidad insaciable de sentir, de saborear, de experimentar emociones y sensaciones nuevas y cada vez más intensas, que puede conducir a comportamientos destructores, como se comprueba en los dominios de la sexualidad, de la droga, etc. La búsqueda de sensaciones cada vez más fuertes acaba a menudo por conducir a la violencia.

Cuando falta el sentido, se busca sustituirlo por la sensación. «¡Llene el depósito de sensaciones!», dice un anuncio reciente de automóviles. Pero es una calle sin salida, que no produce más que frustraciones, es decir, autodestrucción y violencia. Mil satisfacciones no hacen una felicidad…

Última consideración sobre este punto de la oración como camino de libertad: como veremos más adelante, la fidelidad a la oración nos hace experimentar poco a poco que los verdaderos tesoros son interiores, que tenemos dentro de nosotros el Reino y su felicidad. Este descubrimiento nos hará más libres respecto a los bienes de la tierra, nos liberará poco a poco de la necesidad excesiva de posesión, de esa tendencia actual de llenar la vida con una multitud de cosas materiales que terminan por complicarnos y endurecer nuestro corazón.

8. La oración construye nuestra unidad de vida

22

A lo largo del tiempo, si somos fieles, la oración se revela como un maravilloso

«centro unificador» de nuestra vida. En el encuentro con Dios, la entrega confiada en sus manos de Padre constituye nuestra existencia día tras día; acontecimientos y circunstancias diversas por las que atravesamos, todo es como «digerido» poco a poco, integrado, arrancado al caos, a la dispersión, a la incoherencia. La vida encuentra entonces su unidad profunda. Dios es el Dios Uno, y el que unifica nuestro corazón, nuestra personalidad, toda nuestra existencia. El salmo 86, 11 formula esta bella petición:

«Mantén mi corazón entero en el temor de tu nombre». Gracias al encuentro regular con Dios en la oración, todo se convierte en positivo: nuestros deseos, nuestra buena voluntad, nuestros esfuerzos, pero también nuestra pobreza, nuestros errores, nuestros pecados. Las circunstancias felices o desgraciadas, las elecciones buenas o malas, todo queda como «recapitulado» en Cristo, y se abre a la gracia. Todo acaba por cobrar sentido e integrarse en un camino de crecimiento en el amor. «El amor es tan poderoso en obras que sabe sacar provecho de todo, del bien y del mal que encuentra en mí», dice santa Teresa del Niño Jesús[12] comentando a san Juan de la Cruz.

En los relatos de la infancia de Jesús, el evangelio de Lucas nos dice: «María guardaba todas estas cosas, ponderándolas en su corazón» (Lc 2, 19). Y también: «Su madre guardaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2,51). Todo lo que María vivía

—las gracias recibidas, las palabras que oía, los sucesos por los que pasaba, tanto luminosos como dolorosos o incomprensibles—, lo conservaba en su corazón y en su oración, y todo acababa cobrando sentido algún día, no en virtud de un análisis intelectual, sino gracias a su oración interior. No daba vueltas a las cosas en su cabeza, sino que las guardaba en un corazón confiado y orante, en el que todo terminaba por encontrar su sitio, por unificarse y simplificarse.

Por el contrario, sin fidelidad a la cita de la oración, nuestra vida corre el riesgo de no encontrar su coherencia: «El que no recoge conmigo desparrama», dice Jesús (Mt 12, 30).

 

2 Cfr. Col. Neblí n. 18. Rialp. Madrid 1999, p. 34.

3 Novo Millenio Ineunte, n. 32.

4 Poesía 17.

5 Dichos de luz y amor, n. 180.

6 Religiosa dominica (1903-1980) favorecida con altas gracias místicas, pero que padeció una grave y larga depresión antes de recuperar el equilibrio y la paz. Terminó su vida como ermitaña.

7 Citado por E. Renault, Ste. Thérèse d’Avila et l’expérience mystique. Seuil. Col. Maîtres spirituels. p. 126.

8 Moradas quintas. Cap. I, 3.

9 Dichos de luz y amor, n. 1.

10 Referido por su hermana Célina.

11 Dictámenes de espíritu, recogidos por Eliseo de los Mártires, 10.

12 Manuscrito A, 83.

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II. LAS CONDICIONES DE LA ORACIÓN PARA DAR

FRUTO

Yo os he elegido y os he puesto para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca.

 

Juan 15, 16

 

 

En este segundo capítulo, quisiera responder a la pregunta siguiente: ¿Qué es lo que permite a nuestra vida de oración alcanzar un verdadero encuentro con Dios, y, en consecuencia, dar frutos abundantes y duraderos?

En el prólogo de su obra Subida del Monte Carmelo, san Juan de la Cruz hace una afirmación sorprendente: «Hay muchas almas que piensan no tienen oración, y tienen muy mucha; y otras que piensan que tienen mucha y es poco más que nada»[13]. Dicho de otro modo, hay personas que piensan que hacen mal la oración, y la hacen muy bien, mientras que otras que se imaginan que la hacen bien, la hacen mal.

¿Cómo podemos ver la diferencia? ¿Con qué criterios?

No es fácil discernir la calidad de una vida de oración. Sobre todo si se trata de la de uno mismo. Sin embargo, me voy a meter en este terreno delicado, porque la cuestión es importante.

Para evaluar nuestra vida de oración, podemos partir de dos puntos de vista: el de los frutos, y el de la manera de proceder para orar. Me referiré a los dos sucesivamente.

1. La oración como lugar de paz interior

«El árbol se reconoce por sus frutos», dice el Señor en el Evangelio (Mt 12, 33). Si nuestra oración es auténtica, llevará frutos: nos hará más humildes, más mansos, más pacientes, más confiados… Hará brotar poco a poco en nuestra vida todos los «frutos del Espíritu» de los que san Pablo da una lista en la carta a los Gálatas: «Caridad, alegría, paz, longanimidad, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza…» (Ga 5, 22).

Sobre todo, la oración nos hará amar más a Dios y a nuestro prójimo. La caridad es el fruto y el criterio último de toda vida de oración. «Si no tengo caridad, nada soy», afirma con fuerza san Pablo (1Co 13, 2).

Sin querer quitar a este criterio su prioridad absoluta (pero, ¿se puede medir el grado 24

de amor?), me parece que en la práctica no está mal tomar como criterio el de la paz.

Se puede afirmar que, en conjunto, una vida de oración está «en su sitio» si se experimenta como un lugar de pacificación. Esa persona puede decir: «Mi oración no es fantástica, estoy lejos de ser un místico, tengo frecuentes distracciones y momentos de aridez. La mayor parte del tiempo no siento gran cosa, y no pretendo haber llegado a la cima de la vida espiritual. A pesar de todo, reconozco que estas citas regulares con el Señor me producen un efecto de pacificación interior. No es una paz que sienta siempre con la misma intensidad, pero es un resultado frecuente de mis ratos de oración. Eso me permite estar más tranquilo, más confiado, poner una cierta distancia respecto a los problemas y preocupaciones, dramatizar menos las dificultades que encuentro en la vida… Y me doy cuenta de que esta paz, este poner a distancia las inquietudes, no es fruto de mis reflexiones o esfuerzos psicológicos, sino que la recibo como un don, una gracia. A veces, de modo inesperado: tendría todas las razones del mundo para estar inquieto, pero mi corazón recibe una tranquilidad que me doy cuenta que no es cosa mía.

La fuente es Otro…».

Si se piensa un poco, no puede ser de otra manera: Dios es un océano, un abismo de paz. Si mi oración es sincera, y me pone verdaderamente en comunión con Él, no puede dejar de transmitirme una parte de esta paz divina. «La oración nos regala, cada día, una paz nueva», dice el padre Matta el Maskin, el gran artesano de la renovación monástica actual entre los coptos de Egipto[14].

Somos incapaces de medir la intensidad y la potencia de la vida que hay en Dios.

«El Señor tu Dios es un fuego devorador» (Dt 4, 24); y al mismo tiempo, hay en Dios una dulzura, una paz, de profundidad infinita, que se comunica, al menos en parte, a nuestro corazón cuando nos mantenemos en humilde apertura en su presencia. «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, que yo os aliviaré» (Mt 11, 28). «La paz de Dios que supera toda inteligencia, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Fil 4, 7).

Este don de la paz interior es precioso, pues el amor solo crece en ese clima de paz.

Una paz que nos abre a la acción de la gracia y facilita nuestro discernimiento en la percepción de las situaciones y de las decisiones que tengamos que tomar. No siempre se experimenta la paz de la misma manera; es normal que tengamos altibajos, que pasemos por momentos de prueba en los que la inquietud nos atrapa sin que nos podamos liberar fácilmente.

Pero lo que he dicho sigue siendo cierto: si, en conjunto, a largo plazo, experimentamos que nuestra vida de oración es la fuente habitual de nuestra paz interior, ese es un buen síntoma.

Si, por el contrario, no es así en nosotros, eso indica que hay que plantearse algunas preguntas: sin duda no rezamos lo suficiente, o lo hacemos con disposiciones interiores que no son las correctas. Abrirse en el acompañamiento espiritual me parece que será entonces necesario.

Completemos este punto diciendo que uno de los frutos preciosos de la oración es la pureza de corazón. La oración esconde una gran fuerza de purificación interior. En la 25

oración el corazón se apacigua, se simplifica, se reorienta hacia Dios. ¿Qué es un corazón puro sino un corazón enteramente vuelto a Dios, en la confianza, el deseo de amarle verdaderamente y hacer en todo su voluntad?

2. Las disposiciones que hacen fecunda la vida de oración Abordemos ahora la cuestión del discernimiento de la autenticidad de nuestra vida de oración desde otro punto de vista; no el de los frutos, sino el del modo de hacer la oración.

Una primera cosa que quiero afirmar (que deriva de lo que diré luego, pero que conviene anteponer) es que la principal cualidad de la oración debe ser la fidelidad. Jesús no nos pide rezar bien, nos pide rezar sin cesar.

La fidelidad —bien entendida, es decir, no como simple rutina, sino animada por un deseo sincero de encontrarse con Dios, de agradarle y amarle— hará el resto. La principal lucha en la vida de oración es la perseverancia. Como señala Teresa de Jesús, el demonio pone todo su empeño en desviar a la almas de esta fidelidad, usando todos los pretextos posibles e imaginables: eso no sirve para nada, tú no eres digno de orar, pierdes el tiempo, lo harás mañana mejor que hoy, hay otro asunto urgente que no puedes evitar, es una pena que te pierdas eso que dan en la tele, qué van a pensar de ti, etc. La santa explica que es lógico que el demonio nos ataque fuertemente en este asunto, pues un alma que es fiel a la oración, está ciertamente perdida para él. Sin duda caerá aún muchas veces, pero después de cada caída tendrá la gracia de levantarse más arriba de donde estaba. «¡Qué ceguedad tan grande, y qué bien acierta el demonio para su propósito en cargar aquí la mano! Sabe el traidor que el alma que tenga con perseverancia oración la tiene perdida y que todas las caídas que la hace dar la ayudan, por la bondad de Dios, a dar después mayor salto en lo que es su servicio; algo le va en ello»[15]. La santa nos invita a perseverar cueste lo que cueste: «…venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabaje lo que se trabajare […] siquiera me muera en el camino u no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo»[16].

3. Una oración animada por la fe, la esperanza y el amor La idea que vamos a desarrollar ahora es sencilla, pero muy importante, y puede proporcionarnos valiosos puntos de referencia para nuestro camino, en particular para hacer frente a las dificultades que se pueden encontrar en la vida de oración: nuestra oración será buena y fecunda si se fundamenta en la fe, la esperanza y el amor. Debe apoyarse sobre las tres «virtudes teologales»[17], que destacan en la Escritura (en particular en la doctrina de san Pablo), porque en ellas reside el dinamismo fundamental de la vida cristiana[18].

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Cuando decidimos hacer un rato de oración personal, podemos hacerlo de varias maneras: meditar un texto de la Escritura, recitar lentamente un salmo, dialogar libremente con el Señor, dejar que nuestro corazón cante, rezar el rosario o utilizar otra forma de oración repetitiva, quedarnos ante el Señor sin decir nada en una actitud de simple disponibilidad o adoración, etc. Volveremos más adelante sobre estas diferentes posibilidades, que somos muy libres de utilizar según nos convenga.

Lo esencial, sin embargo, no es emplear tal o cual método, sino verificar cuáles son las disposiciones profundas de nuestro corazón cuando oramos. Son estas disposiciones íntimas, y no una técnica o una fórmula particular, las que garantizan la fecundidad de la vida de oración.

Lo que importa a fin de cuentas es que, cuando nos ponemos a orar, cuando utilizamos uno u otro procedimiento, todo se apoye en disposiciones interiores de fe, esperanza y amor.

Vamos pues a repasar ahora cada una de estas tres virtudes teologales, su importancia y cómo intervienen en la oración.

4. La puerta de la fe

La oración es esencialmente un acto de fe. Es incluso el primer modo y el más natural de expresar nuestra fe. A una persona que diga: «Yo creo, pero no rezo», se le podría con razón preguntar: ¿En qué Dios crees tú? Si el Dios en quien tú crees es el Dios de la Biblia, el Dios vivo, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios con quien Jesús pasaba sus noches de oración llamándole «Abbá», ¿cómo es posible que no tengas el menor deseo de dirigirte a Él?

La fe se expresa, se renueva, se purifica, se refuerza al ejercerla en la oración.

Aunque no nos demos cuenta (como Monsieur Jourdan, el de Molière, que escribía en prosa sin saberlo), en cuanto nos ponemos a orar estamos haciendo un acto de fe: creer que Dios existe, que vale la pena dirigirle la palabra, escucharle, que nos ama, que es bueno dedicarle una parte de nuestro tiempo… En toda oración hay un acto de fe implícito, pero fundamental.

Nos puede animar mucho comprender que es este acto de fe lo que nos une a Dios.

«Cuanto más fe el alma tiene, más unida está con Dios», dice san Juan de la Cruz[19].

Lo que nos une a Dios no es la sensibilidad, ni la inteligencia, sino la fe. Expliquemos esto.

5. ¿Cuál es la función de la sensibilidad en la vida de oración?

La sensibilidad humana es una facultad muy valiosa, no la vamos a descalificar. El poder sentir, emocionarse, vibrar interiormente es esencial a la condición humana. Diría incluso que en la vida espiritual es absolutamente indispensable que tengan su parte la 27

sensibilidad y la afectividad. Si nunca he gustado sensiblemente la presencia y la ternura de Dios, será para mí un extraño, lejano y abstracto, una pura idea. Con frecuencia en la vida reciente de la Iglesia, los fieles han sufrido la ausencia de sensibilidad. El salmo nos dirige esta invitación: «Gustad y ved qué bueno es el Señor» (Ps 34, 9). Es legítimo pedir gracias sensibles, para poder gustar con nuestro cuerpo, nuestros sentidos, nuestra emotividad, algo del misterio de Dios, de las verdades de la fe. De otro modo no acabaremos de entenderlas y hacerlas entrar verdaderamente en nuestra vida de una manera dinámica. Todos los métodos de oración y de meditación que ponen en juego los sentidos y reclaman la capacidad de la persona humana de emocionarse son perfectamente legítimos. A veces pienso que muchas iglesias se han vaciado en Occidente en parte por demasiadas celebraciones frías y verbosas, incapaces de despertar otra emoción que el aburrimiento… Hay que poner empeño para que en la vida de la Iglesia, en la liturgia en particular, la belleza y el fervor sensible puedan manifestarse y tocar los corazones.

Dicho esto, es preciso también reconocer los límites de la sensibilidad. Es indispensable «gustar Dios», pero lo que gustamos de Dios no es Dios. Dios es infinitamente más grande, está infinitamente más allá de cuanto la sensibilidad puede captar. Y la búsqueda de lo sensible puede convertirse en un fin en sí mismo. Puede llevarnos a la gula, al apegamiento, a la falta de libertad. La sensibilidad necesita purificarse. En la oración, se trata de encontrar a Dios y no solamente los sentimientos que nos suscita la presencia de Dios. Es preciso aceptar por tanto que a veces nuestra sensibilidad se encuentre vacía, árida y seca. Y acordarnos en esos momentos de que lo que importa no es lo que sintamos, sino lo que creemos. El acto de fe va mucho más allá de la conmoción emotiva, y nos hace encontrar verdaderamente a Dios, incluso cuando la sensibilidad se encuentra en el vacío más completo, cuando nuestro corazón nos parece seco como las dunas del Sáhara, sin el menor gusto de fervor sensible.

Añado una observación que recupera lo que he dicho más arriba sobre la oración como camino de libertad. Ser fiel a la oración a pesar de las arideces, ejercitar la fe en la oración, hace que entremos progresivamente en una libertad respecto a la sensibilidad.

Somos capaces de poner plenamente en juego nuestra sensibilidad y nuestra afectividad, e incluso dejar que se despierten facultades inéditas en este campo, hacer que vibre nuestro corazón con emociones nuevas (las «cuerdas musicales que estaban hasta ahora en el olvido», según la expresión de Teresa del Niño Jesús[20]), sin quedar sin embargo presos de ellas. Nuestra cultura moderna empuja a las personas a dejarse gobernar únicamente por la sensibilidad, y eso conduce a muchas formas de inmadurez, es decir, de esclavitud. Cuando la relación con otro, por ejemplo, no se fundamenta más que en el placer que nos procura, se está en el infantilismo puro y simple. La verdadera libertad consiste en amar al otro, me complazca o no; la fidelidad cueste lo que cueste a la oración supone una valiosa educación en este aspecto.

6. Función y límites de la inteligencia

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Una reflexión análoga puede hacerse respecto de la inteligencia. Tiene una función básica en la vida humana y espiritual; la fe no puede prescindir de la razón. Lo que creemos debemos comprenderlo en la medida de lo posible mediante la inteligencia, pues es preciso que la inteligencia pueda apropiarse del contenido de la fe. Ese es el cometido de la teología. Cuanto más comprendamos lo que creemos, más será para nosotros la fe una luz y una fuerza. Digamos también que en nuestra vida de oración recibiremos con frecuencia luces que iluminarán nuestra inteligencia, en muchos aspectos: comprensión de algunos rasgos del misterio de Dios, percepción más viva de la persona de Cristo, del sentido del destino humano… Tendremos a veces luces muy bellas y valiosas para comprender el sentido de cierto texto de la Escritura. Además de estas luces de orden general sobre el contenido de la fe, la inteligencia recibirá también iluminaciones más particulares sobre nuestra existencia concreta: qué decisión tomar, cómo gobernar nuestra vida en tal circunstancia, qué consejo dar a tal persona que nos lo ha pedido, etc.

Cada vez que nuestra inteligencia es así iluminada, es un don precioso, y es necesario poner todo de nuestra parte para vivir la fe de manera inteligente, y poner en movimiento nuestras facultades de reflexión, de comprensión, de análisis… Las luces que iluminan la inteligencia han de pedirse y buscarse, no se puede prescindir de ellas. La pereza intelectual y la vitalidad espiritual no hacen buena pareja.

Dicho esto, hay que reconocer que la inteligencia tiene también sus límites. Es bueno intentar comprender las verdades que se refieren a Dios, pero también conviene recordar que todo lo que comprendemos de Dios no es Dios… Porque Dios está infinitamente más allá de todo lo que nuestra inteligencia puede percibir o representarse de Él. Ningún concepto sobre Dios se corresponde verdaderamente con lo que es Dios.

«¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Qué incomprensibles son sus juicios y qué inescrutables sus caminos! »[21].

La inteligencia puede acercarnos a Dios, pero no nos permite llegar a lo que verdaderamente es Dios en sí mismo. Solo la fe puede hacerlo. En algunos momentos de la vida cristiana, la inteligencia no puede hacer otra cosa que callarse y confesar su impotencia. El mayor teólogo de la historia de la Iglesia, santo Tomás de Aquino, reconoció al fin de su vida que todo lo que había escrito no era más que paja.

Es pues normal, e incluso necesario, que en nuestro camino cristiano, en la vida de oración en particular, la inteligencia se encuentre a veces en una cierta oscuridad. A propósito de cuestiones relativas a la fe, al misterio de Dios, o respecto al sentido que pueda tener tal o cual acontecimiento de la vida del mundo o de nuestra vida personal, sucede a veces que nuestra inteligencia se encuentra completamente perdida. Son momentos difíciles, pues no comprender suscita siempre una dolorosa frustración. Pero es inevitable. Nos puede ayudar entonces recordar que no es la inteligencia lo que nos da acceso a Dios, es la fe, y que ella debe bastarnos, aunque la inteligencia agonice. Estas fases de tinieblas en la inteligencia son necesarias para purificarla y afinarla. En efecto, en el ejercicio de la inteligencia, en el deseo de comprender, se mezclan a menudo muchas cosas de las que necesitamos librarnos: la curiosidad, mucho orgullo, pretensiones, voluntad de poder (saber es dominar), así como una búsqueda humana de seguridad 29

(comprender es manejar, controlar…).

Para saberlo todo, tenemos que pasar por un no saber… No hay verdadero crecimiento humano y espiritual sin pasar por momentos en que la inteligencia sea dolorosamente humillada.

Sabemos también que el pensamiento, la reflexión, pueden acercarnos a Dios, ser un camino hacia Él, pero no pueden darnos a Dios mismo. Eso no es posible con Dios, no se puede «pensar» a Dios, convertirle en un objeto más de nuestro pensar. Es la fe, el amor, la adoración lo que nos pone en contacto con Dios. A veces la vida espiritual se ha intelectualizado en exceso en Occidente.

De lo que acabamos de decir una cosa queda clara: la sensibilidad y la inteligencia son facultades preciosas y útiles, pero no pueden convertirse en el fundamento de nuestra relación con Dios y de nuestra vida de oración. El único fundamento debe ser la fe. Cuando la sensibilidad está embotada o la inteligencia ciega, la fe debe bastarnos para ir adelante. La fe es libre. Sabe alimentarse de lo que percibe la sensibilidad e ilumina la inteligencia, pero sabe también prescindir de ellas.

Estas consideraciones tienen una consecuencia práctica, a fin de cuentas muy consoladora. Hay momentos en nuestra vida de oración en que nos vemos bastante pobres. Pese a nuestra buena voluntad y nuestros esfuerzos, seguimos áridos, fríos, no sentimos nada, no entendemos nada, no tenemos ninguna luz… Lo que tenemos entonces es la tendencia a desanimarnos, a pensar que debemos estar bien lejos de Dios.

Envidiamos a los que experimentan delicadas emociones y profundos pensamientos, y nos sentimos una «nulidad» completa comparándonos con lo que nos cuentan las vidas de santos sobre su fervor y sus gracias místicas. Nos creemos muy alejados de Dios, porque no tenemos ni fervor sensible ni ninguna luz sobre Él.

Si eso llega, querido lector, es necesario entonces que recuerdes lo que he dicho: poco importa lo que sientas o no, lo que entiendas o no. Si la sensibilidad o la inteligencia no te dan a Dios, la fe te lo dará. Basta que hagas un acto de fe, humilde y sincera, para que ya estés en contacto con Dios de manera absolutamente cierta. La fe, y solo ella, establece el contacto real con la presencia viva de Dios. Cuando todo lo demás falta, la fe basta. Si avanzamos valientemente en esa dirección. acabaremos por comprobar lo cierto que es, y cómo nos es dado verdaderamente lo que recibimos por un acto de fe.

«Grande es tu fe. Que sea como tú quieres», no deja de decir Jesús en el Evangelio.

Una observación importante: en ese paso necesario por las pruebas, no se trata de anular o suprimir la función de la sensibilidad o de la inteligencia en la vida de fe, sino de darles su justo lugar. Las facultades humanas conocen momentos de «crisis» dolorosas en el itinerario espiritual, no para ser destruidas, sino para ser purificadas, afinadas, y que su ejercicio no vuelva a ser un obstáculo para la unión con Dios. Deben pasar por las tinieblas para acostumbrarse a una nueva y más profunda percepción de Dios y de su sabiduría. Ser empobrecidas para ser enriquecidas.

7. Tocar a Dios

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Se podría proponer una analogía interesante entre el papel de la fe en la vida espiritual y el del tacto en la vida sensible. De nuestros cinco sentidos, el tacto es el primero que se desarrolla, ya en el seno materno, y está en el origen de todos los demás.

No tiene la riqueza de alguno de los otros, como la vista (con toda la diversidad de imágenes, colores, que se pueden contemplar) o el oído (variedad de sonidos, timbres, melodías…). El tacto es primordial, y esencial para la vida y la comunicación. Y sobre todo posee una ventaja que no tienen los demás sentidos: la reciprocidad. En efecto, no se puede tocar un objeto sin ser tocado por él al mismo tiempo. Mientras que se puede ver sin ser visto, u oír sin ser oído. El contacto que crea el tacto es más íntimo e inmediato que el de los demás sentidos. Es el sentido de la comunión por excelencia.

De manera análoga, la fe se caracteriza por una cierta pobreza (creer no es por fuerza ver, ni entender, ni sentir), pero es lo más vital que hay en la vida espiritual. Por la fe, podemos —de manera misteriosa pero real— «tocar a Dios» y dejarnos tocar por Él, entrar en comunión íntima con Él y dejarnos transformar poco a poco por su gracia.

La fe practicada en la oración nos da un conocimiento de Dios que sigue siendo oscuro, misterioso, que sobrepasa todo entendimiento. La fe no satisface todas nuestras curiosidades humanas. Da sentido ciertamente a todo lo que vivimos, pero no responde a todas nuestras preguntas. Sin embargo, de modo paradójico, el conocimiento que nos procura de Dios es más capaz de abrasarnos en amor que un conocimiento claro y distinto desde el punto de vista de la inteligencia. Juan de la Cruz utiliza esta bella expresión: «en la fe amamos a Dios sin entenderle»[22].

8. La fe que abre todas las puertas

Hay algo maravilloso en la fe, y no advertimos suficientemente su importancia y su fuerza. Es una realidad humilde, con frecuencia escondida, una secreta disposición del corazón y de la voluntad, una simple adhesión a la palabra y a las promesas de Dios, en actitud de sumisión y confianza. Sin embargo, es este acto humilde, y solo él, el que nos da poco a poco acceso a toda la riqueza del misterio de Dios. Se comprende que Jesús insista tanto en el Evangelio sobre la importancia y la fuerza de la fe. Todas nuestras limitaciones en la vida interior derivan, de un modo u otro, de nuestra falta de fe, y no hay nada más urgente ni más fecundo que crecer en la fe.

Para concluir este asunto, traigo aquí un bello texto de Luis María Grignion de Montfort. En su Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, propone la consagración a María como camino eficaz de santidad, basándose en la siguiente intuición: si nos entregamos enteramente a María, ella se nos entregará a su vez completamente[23], y nos hará compartir las gracias que ella ha recibido del Todopoderoso, en particular su fe. Ya sabemos cuánto ha valorado esta fe de María el Concilio Vaticano II. He aquí cómo describe nuestro santo esta fe que compartiremos gracias a la maternidad de la Virgen respecto a nosotros, y que compara a una misteriosa llave que abre todas las puertas:

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La santa Virgen os dará compartir su fe, que ha sido más grande en la tierra que la fe de todos los patriarcas, profetas, apóstoles y todos los santos… una fe pura, que hará que no os ocupéis apenas de lo sensible y lo extraordinario; una fe viva y animada por la caridad, que conseguirá que no actuéis sino por puro amor; una fe firme e inconmovible como una roca, que os hará firmes y constantes en medio de las tempestades y tormentas; una fe operativa y penetrante que, como una misteriosa llave maestra, os dará entrada en los misterios de Jesucristo, en el fin último del hombre y en el corazón mismo de Dios; una fe valiente, que os hará emprender y conseguir grandes cosas por Dios y la salvación de las almas, sin vacilar; una fe, en fin, que será vuestra antorcha encendida, vuestra vida divina, vuestro tesoro escondido de la divina Sabiduría, y vuestra arma todopoderosa de la que os serviréis para iluminar a quienes están en las tinieblas y en la sombra de la muerte, para encender a los que están tibios y necesitan el oro ardiente de la caridad, para dar la vida a los que han muerto por el pecado, para tocar y convertir, por vuestras palabras dulces y poderosas, los corazones de mármol y los cedros del Líbano y, en fin, para resistir al diablo y a todos los enemigos de la salvación[24].

9. Oración y Esperanza

Después de tratar de la fe como fundamento de la oración, pasemos ahora al papel también esencial de la esperanza.

Orar es un acto de esperanza: es reconocer que tenemos necesidad de Dios, que no podemos salir adelante solos ante los desafíos de la vida, que contamos con Dios más que con nuestros propios recursos y talentos, y esperamos de Él confiadamente lo que necesitamos. En la oración se manifiesta la esperanza, se hace más honda y se robustece.

Vamos a desarrollar esta idea. Eso nos conducirá a tratar de la humildad y de la pobreza de espíritu, que no se pueden disociar de la virtud de la esperanza.

En el fondo, el acto de esperanza consiste en esta actitud: me considero pequeño y pobre ante Dios, pongo en Él mi esperanza, y por tanto lo espero todo de Él con plena confianza. Mi pobreza no es entonces un problema, sino una oportunidad.

La vida espiritual nos conduce necesariamente a una experiencia de pobreza, a veces muy dolorosa, pero que no debemos temer, pues se revela al fin muy beneficiosa.

Partamos de lo vivido. Cuando decido dedicar a la oración personal silenciosa media hora o una hora, en mi habitación o en una iglesia, paso a veces un rato muy bello y dulce, disfruto de una felicidad, una alegría y una paz más preciosas que todo lo que el mundo me puede ofrecer. Pero no siempre suceden así las cosas. Ese tiempo de oración puede ser un tiempo difícil. Por el hecho de estar solo, en silencio, fuera de mis ocupaciones habituales, me encuentro a veces enfrentado a todo lo que no va bien en mi vida. Suben a la superficie mis miserias, mis caídas y errores, mi dificultad para el recogimiento, mis remordimientos por el pasado, mis inquietudes ante el porvenir… La lista podría ser larga. Lejos de vivir el rato de oración como algo positivo, lo vivo más bien como una confrontación dolorosa con todo lo que me parece negativo en mi existencia. Eso podría conducir al desánimo, a la tentación de abandonar la oración para dedicarnos a ocupaciones más gratificantes o diversiones más agradables. De hecho, hay que reconocer que mucha gente renuncia a la oración, huyen de la soledad y el silencio, 32

porque temen este inevitable encuentro consigo mismos que parece obligado en la oración.

Esta experiencia no debe darnos miedo, es normal, e incluso absolutamente necesaria. Jesús dijo un día a san Luis rey de Francia: «¡Tú querrías orar como un santo, y yo te invito a orar como un pobre!».

La oración nos pone inexorablemente ante lo que en verdad somos. Toda persona tiene su lado sombrío, esa parte de sí mismo que le pesa a veces, que le da vergüenza, y es fuente de inquietud y sentimientos de culpa: limitaciones humanas, fragilidad psicológica, heridas afectivas, complicidades con el mal, impotencias, caídas de diversa naturaleza… La oración nos hace entrar cada vez más profundamente en la luz de Dios, y esta, como el rayo de sol que atraviesa una habitación oscura y revela la menor partícula de polvo en suspensión en el aire, pone en evidencia nuestras imperfecciones y nuestro pecado.

Evidentemente no solo la oración nos hace experimentar nuestra miseria, es toda la vida y sus situaciones difíciles las que ponen de relieve nuestras limitaciones, fragilidades, heridas y pecados. Pero la oración intensifica la conciencia de todo eso, y nos obliga a afrontarlo sin escapatoria posible.

¿Qué hacer entonces? Sobre todo, no asustarse. «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos; no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores», ha dicho Jesús (Mc 2, 17).

La puerta de nuestra salvación reside en una doble actitud: la humildad y la esperanza. Se trata de consentir plenamente en lo que somos, aceptar la revelación cruel de nuestras limitaciones y nuestras faltas, aprovechar para aprender a poner solo en Dios toda nuestra confianza y nuestra esperanza, y nunca más en nuestras cualidades y buenas acciones.

«Todo el que se ensalza será humillado, y todo el que se humilla será ensalzado»

(Lc 18, 14). Con estas palabras el Evangelio nos invita a reconocer y aceptar plenamente nuestra miseria, por profunda e inquietante que sea, y arrojarnos en los brazos de Dios con una confianza ciega en su misericordia y su poder. Debemos aceptarnos como radicalmente pobres, y transformar esa pobreza en grito, en espera, en esperanza invencible. Dios vendrá entonces en nuestro socorro. «Cuando el pobre invoca, el Señor le escucha, y lo salva de todas sus angustias» (Ps 34, 7). «Pues no desprecia ni desdeña la miseria del mísero, ni le oculta el rostro; cuando a Él clama, le escucha»

(Ps 22, 25).

La única oración que Dios escucha es la del pobre. No la del fariseo, satisfecho de sí mismo y de sus buenas acciones, que agradece a Dios ser mejor que los demás, sino la del publicano que se queda a distancia y se golpea el pecho diciendo: «¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador!» (Lc 18, 13). La oración que sube al cielo, toca el corazón de Dios, atrae su gracia; es la que brota de lo hondo de nuestra miseria y nuestro pecado. « Desde lo más profundo, te invoco, Señor. Señor, escucha mi clamor»

(Ps 130, 1).

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10. El poder de la humildad

La experiencia dolorosa de nuestra pobreza radical debe impulsarnos a la humildad y a la esperanza, que son en el fondo indisociables. La humildad nos lleva a reconocer que todo lo que somos y tenemos es un don totalmente gratuito del amor de Dios, que no podemos atribuirnos absolutamente nada: «¿Qué tienes que no hayas recibido?», dice san Pablo (1Co 4, 7). Es también aceptar tranquilamente nuestras limitaciones y fragilidades. «Amar tu pequeñez y tu pobreza», según la expresión de Teresa de Lisieux[25].

Es vital para nosotros comprender la fuerza inusitada de la humildad y de la esperanza. Dice san Pablo: «La esperanza no defrauda» (Ro 5, 5). San Juan de la Cruz afirma que «el alma tanto alcanza de Él cuanto ella de Él espera»[26]. Son las palabras más consoladoras que puede haber: por la esperanza podemos de manera cierta obtenerlo todo de Dios. Consiste, en la pobreza radical, en esperarlo todo de Dios con plena confianza. Él nos dará, no según nuestras virtudes, cualidades, méritos o buenas obras sino según nuestra esperanza. Lo mismo puede decirse de la humildad: «Dios resiste a los soberbios, y a los humildes da la gracia» (1P 5, 5). «El Señor engalana a los humildes con la salvación» (Ps 149, 4). La humildad tiene un poder absoluto sobre el corazón de Dios, atrae toda la plenitud de su gracia. Unida a la esperanza, «obliga», por así decir, a Dios a descender para ocuparse de nosotros.

Si comprendiéramos de verdad la fuerza que tiene la humildad, consideraríamos el mayor tesoro todo lo que nos obliga a ser humildes: nuestras miserias, nuestras incapacidades, nuestras caídas. «Cuanto más afligida está el alma, despojada y profundamente humillada, más conquista, con la pureza, la aptitud para las alturas. La elevación de la que llega a ser capaz se mide por la profundidad del abismo en que tiene sus raíces y cimientos», dice Ángela de Foligno[27]. Si queremos subir muy alto, tenemos antes que descender muy bajo. Teresa de Jesús se expresa así: «Tengo por mayor merced del Señor un día de propio y humilde conocimiento, aunque nos haya costado muchas aflicciones y trabajos, que muchos de oración»[28]. Y en otro lugar dice también: «Lo que yo he entendido es que todo este cimiento de la oración va fundado en la humildad, y que mientras más se abaja un alma en la oración, más la sube Dios»[29].

He leído recientemente unos textos de una monja francesa del siglo XVII, Catherine de Bar, que a lo largo de su vida fundó diez monasterios de Benedictinas del Santísimo Sacramento. Habla de manera muy bella de este poder de la humildad para atraer la gracia de Dios:

Nosotros no sabemos, o no queremos saber el secreto para encantar el corazón de Dios.

Abájate y despréciate a ti mismo[30], no de palabra sino en el fondo y de verdad. Si haces lo que te digo, todo el cielo vendrá a tu interior, y abundarás de tantas gracias que tendrás suficiente para convertir al mundo entero. Nadie puede conocer ni gustar de Dios más que

«humildemente»[31].

Siempre se quiere ser algo, si no es entre las criaturas, es en Dios, y no hay nada más raro que 34

encontrar a una persona que se contente con no ser nada en todo para que Dios sea todo en ella. Todo es en Dios, y Dios es para sí mismo. Esta es mi distinción y mi único gozo que nada puede quitarme, ni siquiera mis imperfecciones y pecados. No esperes nada de ti, pero espéralo todo de Nuestro Señor Jesucristo[32].

La pequeña Teresa de Lisieux expresa también cuánto atrae la humildad la gracia divina:

Ah, permanezcamos bien lejos de todo lo que brilla, amemos nuestra pequeñez, amemos no sentir nada, entonces seremos pobres de espíritu y Jesús vendrá a buscarnos; por muy lejos que estemos, nos transformará en llamas de amor…[33]

Es nuestra falta de humildad, y solo ella, lo que impide que Dios nos llene todo lo que querría y podría, pues esa falta nos hace considerar como algo propio lo que es un regalo gratuito de su misericordia:

Dios no quiere otra cosa que llenarnos de sí mismo y de sus gracias, pero nos ve tan llenos de orgullo y de nuestra propia estima, y eso es lo que impide que se nos comunique. Pues si un alma no está asentada en la verdadera humildad y desprecio de sí misma, es incapaz de recibir los dones de Dios. Su amor propio los devoraría, y Dios se ve obligado a dejarla en sus miserias, en sus tinieblas y esterilidades para convencerla de su nada, pues tan necesaria es esta disposición de humildad[34].

La humildad no se impone, no puede ser más que el fruto de una confrontación dolorosa con nuestras limitaciones y nuestra debilidad, el fruto de un desprendimiento de todas las pretensiones humanas, de todas las reivindicaciones del «ego». «La humildad no consiste en tener pensamientos humildes, sino en llevar el peso de la verdad, que es el abismo de nuestra extremada miseria, cuando place a Dios hacérnosla sentir»[35].

Estas palabras tienen un tono austero, pero esconden un misterio muy dulce. Una de las experiencias más extrañas y más preciosas de la vida espiritual es esta: en los momentos en que nos parece estar aplastados por nuestra miseria, y la reconocemos y aceptamos plenamente, cuando consentimos en «vivir nuestra nada», si se puede hablar así, y no salir nunca de ella (porque esa es la verdad…), Dios entonces nos visita con una consolación muy tierna, y sentimos claramente que todas las riquezas de su amor y su misericordia nos pertenecen. Nuestra pobreza nos hace inmensamente ricos.

«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos» (Mt 5, 3). Teresa de Lisieux dice que «no hay alegría comparable a la que disfruta el verdadero pobre de espíritu»[36].

Para concluir este punto, veamos las hermosas palabras de un cartujo (en un artículo a propósito de la oración del corazón), sobre el sentido profundo y positivo de esta experiencia de pobreza y debilidad inherente a la vida espiritual. Esa experiencia es el fundamento del verdadero amor.

Incluso en el orden natural, todo amor auténtico es una victoria de la debilidad. Amar no consiste en dominar, en poseer, en imponerse a quien se ama. Amar quiere decir que se acoge sin defensa al otro que viene a nosotros; en contrapartida, se tiene la certeza de ser plenamente 35

acogido sin ser juzgado, ni condenado, ni comparado. No hay ninguna prueba de fuerza entre dos seres que se aman. Hay una especie de entendimiento mutuo interior, gracias al cual no se puede temer ningún peligro que venga del otro.

Esta experiencia, aunque sea siempre imperfecta, es ya bien convincente. Sin embargo, no es más que un reflejo de la realidad divina. A partir del momento en que empezamos a creer de verdad en la ternura infinita del Padre, nos sentimos de algún modo obligados a rebajarnos cada vez más en una aceptación positiva y gozosa de no-tener, no-saber, no-poder. No hay en eso ninguna auto humillación malsana. Entramos sencillamente en el mundo del amor y de la confianza[37].

11. Profundizar en uno mismo

Para expresar de otro modo cuanto acabo de decir, y dar a entender lo que se vive si se persevera en la oración, como sufrimiento y felicidad al mismo tiempo, voy a utilizar una imagen.

Quien persevera día tras día en la oración es como un hombre que ha comprado una vieja casa en el campo, y en el huerto de esta casa hay un pozo. Ese pozo no se ha utilizado quizá desde hace cien años y está cegado. El hombre considera que sería bueno volver a ponerlo en servicio. Y se pone entonces a cavar. Al principio no es cosa agradable: encuentra hojas muertas, piedras, barro, toda suerte de detritus, algunos bastante repugnantes. Pero si no se cansa y continua con su penoso trabajo, acaba por aflorar agua limpia y pura en el fondo del pozo, fresca y saludable.

Eso mismo nos pasa a nosotros: la fidelidad a la oración nos obliga a una penosa confrontación con lo que hay en nuestro corazón. Encontramos allí cosas bien pesadas, agobiantes y sucias. Pero llega un día en que, más profundamente que nuestras heridas psíquicas, más que nuestros pecados y manchas, alcanzamos una fuente hermosa y pura, la presencia de Dios en el fondo de nuestro corazón, a partir de la cual toda nuestra persona puede purificarse y renovarse. «De las entrañas de quien cree en mí brotarán ríos de agua viva» (Jn 7, 38). El hombre no se purifica desde el exterior, sino desde dentro. No tanto por un esfuerzo moral como descubriendo en su interior una Presencia y dándole libre curso.

Mediante la fidelidad a la oración, encontramos en nosotros un espacio de pureza, de paz, de libertad, la presencia de Dios más íntima a nosotros que nosotros mismos. El centro del alma es Dios, dice Juan de la Cruz. Aprendemos poco a poco a vivir a partir de ese centro, y ya no a partir de nuestra periferia psíquica herida: miedos, amarguras, agresividades, concupiscencias…

La interiorización que es fruto de la oración es mucho más que un asunto de simple recogimiento, es descubrir y unirnos a una Presencia íntima que se convierte en nuestra vida y en la fuente de todos nuestros pensamientos y acciones. Hablaremos de eso más adelante.

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12. La oración como acto de amor

Después de haber tratado de la oración como acto de fe y como acto de esperanza, abordaremos ahora la tercera «virtud teologal», que es también un fundamento de la vida de oración: el amor.

La oración es uno de los lugares privilegiados donde se ejerce el amor, pues allí se hace más hondo y se purifica. Es una maravillosa y eficaz escuela de amor. Es una escuela de paciencia, de fidelidad, de humildad, de confianza, actitudes que son las expresiones más auténticas del verdadero amor. Es una escuela de amor de Dios, de amor al prójimo y también (cosa que no carece de importancia) de caridad con uno mismo.

Si nos preguntamos por el lugar que ocupa el amor en la vida de oración, se puede afirmar que el amor es el fin de la oración, pero que es también, junto con la fe y la esperanza, el principal medio. Esto puede parecer paradójico, pero así ocurre con muchos aspectos del dinamismo propio de la vida espiritual. Los movimientos del alma son circulares, dice el Pseudo Dionisio, un padre griego del siglo VI.

Santa Teresa de Jesús insiste sobre este punto en sus enseñanzas sobre la oración: no se trata de pensar mucho, sino de amar mucho. Gracias a Dios, dice ella, pues todas las almas no están dotadas para imaginar, pero todas lo están para amar.

La oración es un acto de amor de Dios. Orar es acoger con confianza el amor de Dios. Orar no es hacer algo por Dios, sino recibir su amor, dejarse amar por Él. Nos cuesta vivir eso, pues no creemos lo bastante en ese amor, nos sentimos con frecuencia indignos de este amor, y estamos más centrados en nosotros mismos que en Él. En nuestro sutil orgullo, podemos tratar de hacer cosas buenas para Dios, en lugar de interesarnos ante todo en lo que Dios quiere hacer por nosotros, gratuitamente. Lo esencial es mantenernos en presencia de Dios, pequeños y pobres, pero abiertos y receptivos a su amor. Dar a Dios, por decirlo así, permiso para amarnos, en lugar de querer hacer algo por nuestra propia iniciativa. La actividad que más cuenta en la oración no es la nuestra, sino la de Dios. Se nos pide recibir, eso es todo. La definición que da Teresa de Jesús de la oración como «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama»[38] da prioridad al amor que Dios nos tiene, y no al que nosotros le tenemos. «El mérito no consiste en hacer o dar mucho, sino más bien en recibir, en amar mucho», dice santa Teresa de Lisieux[39].

En un pasaje de su autobiografía, nuestra santa carmelita, que tenía el defecto de dormirse con frecuencia en la oración (no por mala voluntad sino por debilidad de su juventud y su falta de sueño) dice: «Verdaderamente estoy lejos de ser una santa, solo esto ya es una prueba; en lugar de alegrarme de mi sequedad, debería atribuirla a mi poco fervor y fidelidad, debería estar desolada por dormirme (desde hace siete años) durante mis oraciones y acciones de gracias; pues bien, no estoy desolada… pienso que los niños pequeños gustan tanto a sus padres cuando duermen como cuando están despiertos»[40].

Con humor, este texto pone en evidencia que amar a Dios no consiste ante todo en 37

hacer cosas por Él (¿qué necesitaría?) sino en primer lugar en dejarse amar por Él, en creer en su amor por nosotros; eso es lo que más le agrada. Nada le gusta más que la confianza de los pequeñitos.

Es verdad, por supuesto, que la oración es también una respuesta por nuestra parte al amor que Dios nos da. Orar es darle nuestro tiempo, y el tiempo es la vida. Además, en la oración nos ofrecemos a Dios, le damos nuestro corazón y toda nuestra vida, para pertenecerle enteramente, nos mostramos disponibles a su voluntad, le expresamos nuestro amor, tomamos resoluciones en ese sentido…

La oración es también un acto de amor al prójimo. A veces de manera explícita y consciente, cuando pedimos por él. Pero incluso en una oración de adoración en que las necesidades del prójimo no ocupan nuestro pensamiento, vivimos un verdadero amor de caridad hacia él. En efecto, la oración nos apacigua, nos amansa, nos hace más humildes y misericordiosos, y las personas que Dios pone en nuestro camino se benefician de esto ciertamente. Diría además que el simple hecho de volvernos a Dios, de acercarnos a Él en la fe y el amor, hace que automáticamente, si se puede hablar así, todas las personas que llevamos en el corazón, e incluso las que, sin que lo sepamos, están ligadas a nosotros por los mil hilos invisibles pero reales de la «comunión de los santos», sean acercadas a Dios y beneficiarias de nuestra oración. Escuchemos lo que dice Teresa de Lisieux sobre este asunto:

Una mañana durante mi acción de gracias, Jesús me ha dado un medio sencillo de cumplir mi misión. Me ha hecho comprender estas palabras del Cantar de los cantares: «Atráeme, corramos tras el olor de tus perfumes» (Ct 1, 4). Oh, Jesús, ni siquiera es necesario decir:

«¡Atrayéndome, atrae a las almas que yo quiero!». Esa simple palabra: «Atráeme», basta.

Señor, lo comprendo, cuando un alma se deja cautivar por el olor embriagador de tus perfumes, no podría correr sola, todas las almas que ella ama son atraídas tras ella; eso sucede sin violencia, sin esfuerzo, es una consecuencia natural de su atracción hacia ti[41].

Tenemos tendencia a considerar la oración como un «deber». No advertimos suficientemente que sobre todo es una oportunidad: la oración nos permite de manera segura alcanzar a toda persona en sus necesidades y sufrimiento. Es un gran consuelo: el mayor sufrimiento de la vida (los padres lo saben bien…) es no poder ayudar a quien se ama cuando es desgraciado. Humanamente estamos a veces completamente impotentes e inermes para socorrer a los que amamos. Gracias a Dios que tenemos entonces la oración. ¡Qué regalo de Dios!

La oración es, en fin, un acto de amor por nosotros mismos. Orar nos hace el mayor de los bienes. Nos procura el bien más esencial, Dios mismo, y todo lo que podemos encontrar en Él: confianza, paz, luz y fuerza, crecimiento… Como he señalado antes, la oración es también una escuela de reconciliación con uno mismo, de aceptación de la propia debilidad. Nos lleva poco a poco a descubrir nuestra verdadera identidad, la gracia de ser hijo de Dios. Hay una manera mala de amarse a sí mismo, hecha de egoísmo, de orgullo, de narcisismo, pero hay una buena y necesaria manera de amarse a sí mismo, de perseguir uno su propio bien, y la oración es una de las fuentes principales del justo amor a uno mismo.

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Aunque se trate de un asunto fundamental, no voy a decir más sobre la oración como ejercicio de amor, y por tanto lugar de crecimiento en el amor de Dios, del prójimo y de sí mismo. Simplemente concluiré con la cita de una carta de sor María de la Trinidad a una de sus novicias, que pone bien en evidencia el primado que debe tener el amor sobre el pensamiento en la vida de oración. Conviene volver a decirlo, pues en Occidente estamos marcados por un cierto intelectualismo, que tiende a confundir la vida espiritual con la actividad del pensamiento. Me adelanto un poco así al próximo capítulo, que se refiere a los métodos de oración.

El todo es pues ir al Señor, y eso lo hacemos sobre todo mediante la oración, donde nos acercamos para estar con Quien habita en nosotros.

Pensando esta mañana en vos, me parecía que os convendría aplicaros sobre todo a una oración llena de amor, de modo que os ocupéis más de Nuestro Señor por el afecto de la voluntad que de meditar largamente. En efecto, nuestro espíritu es tan mudable que en el momento en que lo creéis centrado, he aquí que se escapa ¡Dios sabe adónde!… Nuestro amor es de otro modo: cuando se expresa, desea, busca, no mira más que lo que ama, y cuanto más mira lo que ama más se inflama y se centra, apartándose de todo lo demás. El espíritu para comprender cualquier asunto debe recurrir a muchas ideas, razonamientos, etc., pero el amor lo hace todo a la inversa y deja todo por aquello que ama, y cuando lo ha encontrado, queda como sumergido en ello, dándose y entregándose todo entero como en un solo acto.

Es necesario al comenzar la oración dar una luz a nuestro amor: misterio de la fe, promesa de Jesucristo, ejemplos y virtudes del Hijo, el muy amado del Padre; pero desde que el alma se siente pendiente de Dios, que se ocupe en amarle según lo que ella ve en Él, y el amor le descubrirá nuevos esplendores.

La oración debe referirse toda entera al amor que es toda su perfección, debe tener por efecto centrarnos en Dios, no sensiblemente, sino con la voluntad, y apartarnos de todo lo que le contrista en nosotros, y conducirnos a ser cada vez más fieles, con mayor amor cada vez, a su muy santa y muy amable voluntad[42].

13. Conclusión sobre las virtudes teologales en la oración Acabamos de ver cómo el ejercicio de la fe, la esperanza y el amor son la base de la vida de oración. Cuanto más firme sea la fe, más confiada la esperanza, más fuerte el deseo de amar, más nos unirá a Dios la oración y más fruto tendrá. No necesitamos nada más. Este ejercicio de la fe, la esperanza y el amor en la oración puede tener formas infinitamente variadas, ya hablaremos de eso. Pero estemos atentos a centrarnos bien en esas virtudes, y no apegarnos a cosas secundarias, a complicaciones inútiles. Aunque no sintamos nada especial, aunque la imaginación y la inteligencia estén vacías o un poco distraídas, desde el momento en que nos ponemos en presencia de Dios con estas disposiciones en el corazón, a veces reducidas a una sola y simple actitud de confianza amorosa, nuestra oración será fecunda. Dios se comunicará con nosotros en secreto, con 39

independencia de toda percepción sensible y de cualquier luz intelectual, y depositará tesoros en nuestro corazón, de los que poco a poco tomaremos conciencia. A veces la oración es muy árida y pobre. Sin embargo, porque somos fieles, Dios nos instruye secretamente, sin que lo advirtamos. Y, en el momento de la acción, cuando hay que decidir, de aconsejar a una persona, se nos da luz en ese instante. Teresa de Lisieux ha experimentado esto, según testimonia en este texto:

Jesús no necesita libros ni doctores para instruir a las almas; Él, el Doctor de los doctores, enseña sin ruido de palabras… Nunca le he oído hablar, pero siento que Él está en mí; en cada instante, Él me guía y me inspira lo que debo decir o hacer. Justo en el momento en que lo necesito, descubro luces que no había visto aún, y no es lo más frecuente que durante la oración sean estas luces más abundantes, es más bien en medio de las ocupaciones de mi jornada[43].

13 Prólogo, 6.

14 Matta el Maskin, L’expérience de Dieu dans la prière.

15 Libro de la Vida, Cap. 19, 5.

16 Camino de perfección, Cap. 35 (21), 2.

17 Teologal significa que tiene a Dios como objeto, o que nos une a Dios.

18 Ver por ejemplo 1Te 1, 3; 1Te 5, 8; 1Co 13, 13.

19 Subida del Monte Carmelo, Libro 2, Cap. 9, 1.

20 Utiliza esta expresión en un bello pasaje del manuscrito C, donde evoca la intensa alegría de haber recibido como «hermanito» (ella que no había tenido más que hermanas) a un misionero confiado a su oración.

Manuscrito C, 32.

21 Ro 11, 33.

22 Prólogo del Cántico Espiritual.

23 «María se da toda entera y de una manera inefable al que le da todo». Op. cit.

24 Idem.

25 Carta 197.

26 Noche oscura, cap. 21, 8.

27 El libro de la visiones e instrucciones, cap. 19.

28 Libro de las Fundaciones, cap. 5, 16.

29 Libro de la vida, cap. 22, 11.

30 Esta invitación a despreciarse debe ser bien entendida, sobre todo hoy cuando muchas personas, por razones psicológicas tienen tendencia a despreciarse, a infravalorarse, incluso a odiarse. Eso no tiene nada que ver con la humildad evangélica, que consiste por el contrario en aceptar ser pobre, en reconciliarse con la propia debilidad.

Despreciarse se debe entender aquí como: reconocer su pobreza radical, pero aceptándola tranquilamente, con una total confianza en Dios.

31 Catherine de Bar, Adorer et adhérer. Cerf, Paris 1994, p.112.

32 Id, p. 116.

33 Carta 197.

34 Catherine de Bar, op. cit. p. 113.

35 Id, p.111.

36 Manuscrito C, 16 vº.

37 Paroles de Chartreux. Cerf, Paris 1987, p. 99.

38 Libro de la vida, cap. 8, 5.

39 Carta 142 a su hermana Céline.

40 Manuscrito A, folio 75 vº.

41 Manuscrito C, folio 3 rº.

42 Christiane Sanson, Marie de la Trinité, de l’angoisse à la paix, Cerf, Paris 2005.

43 Manuscrito A, folio 83 vº.

40

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III. LA PRESENCIA DE DIOS

¡Señor Dios mío!, no eres tú extraño

a quien no se extraña contigo;

¿cómo dicen que te ausentas tú?

 

Juan de la Cruz[44]

 

 

Orar es acoger una presencia. Es por tanto útil reflexionar sobre los diferentes modos en que Dios se nos presenta. Lo hace, en efecto, de múltiples maneras: en la creación, en su Palabra transmitida por la Escritura, en el misterio de Cristo, en la Eucaristía, inhabitando en nuestro corazón… Estas diferentes modalidades de la presencia de Dios no son de la misma naturaleza. Es preciso distinguirlas y no se pueden poner todas en el mismo plano. Todas tienen sin embargo su importancia, y pueden orientar nuestro modo de orar. Vamos a interesarnos por ellas ahora.

Aclaremos una cosa. Allí donde Dios está presente, está al mismo tiempo oculto. Ya sea en la naturaleza, en la Eucaristía o en el fondo de nuestra alma, Dios está realmente presente, pero con una presencia que no es accesible por los medios habituales de la percepción humana. Ninguna observación, ningún psicoanálisis, ningún experimento científico, ningún microscopio o scanner puede detectar en ningún sitio la presencia divina. El único «instrumento», por decirlo así, que puede dar acceso a esta presencia, revelarla, es ese del que hemos hablado largamente en el capítulo anterior: «la fe empapada de amor», por retomar una expresión de sor María de la Trinidad.

Dios está íntimamente presente a toda realidad, nada desea tanto como revelarse, pero es un Dios escondido. «Verdaderamente Tú eres el Dios escondido, el Dios de Israel, el Salvador» (Is 45, 15). El único modo de hacerle salir de su escondite es la búsqueda amorosa. La fe y el amor le «descubren» allí donde todos los demás medios resultan ineficaces. A Dios no se le puede encontrar y poseer más que por la fe y el amor, pues no quiere unirse a nosotros de otro modo que en un encuentro de amor. Por su misma naturaleza, el amor no es objeto de prueba material o científica, es objeto de confianza. A veces nos gustaría que la presencia de Dios fuese más visible, más convincente, que se pudiese demostrar de manera irrefutable, de modo que los no creyentes quedasen confundidos, pero eso no es posible en esta tierra. No puede ser de otra manera, si no Dios dejaría de ser un Dios mendigo de nuestro amor y respetuoso de nuestra libertad. Dios no quiere que estemos atados a Él por otros lazos que los del amor.

Dios se nos revela, no a través de manifestaciones o pruebas contundentes, sino 42

mediante signos discretos, indicios, llamadas, suscitando en nosotros una libre adhesión de fe. Nunca se nos dispensa de un acto de fe para captar la presencia divina.

Pero a partir del momento en que se abren los ojos de la fe, cuando sinceramente la ponemos en acto, toda la realidad de su presencia y la riqueza de su amor se hacen accesibles.

Sin pretender ser exhaustivo, quisiera ahora evocar algunos aspectos de la presencia de Dios, importantes para orientar nuestra vida de oración.

1. Presencia de Dios en la naturaleza

La primera palabra de Dios es su creación. Él expresa su bondad, su poder, su sabiduría a través del mundo que nos rodea. San Juan de la Cruz llevaba con frecuencia a sus novicios a hacer oración en la naturaleza. El padre Alexander Men decía (es una frase muy fuerte en boca de un ruso ortodoxo) que una hoja de árbol vale más que mil iconos. Sale directamente de la mano del creador, por así decir. El futuro san Juan de Cronstadt cuando era niño amaba mucho la naturaleza (también pertenecía a la iglesia ortodoxa rusa), se detenía a veces ante una flor y murmuraba: «¡He aquí a Dios!»[45].

No se trata evidentemente de caer en un panteísmo (Dios y su creación son bien distintos) ni en una sacralización de la naturaleza, sino de reconocer en ella una huella del amor divino. Es conmovedor ver lo mucho que se han maravillado los santos ante la belleza del mundo, y cómo han percibido el amor y la sabiduría de Dios en las cosas creadas. Conocemos el Cántico de las criaturas del hermano Francisco y los poemas místicos de san Juan de la Cruz, quienes, contemplando la naturaleza, ven en ella rasgos de la belleza divina.

 

¡Oh bosques y espesuras

plantadas por la mano del Amado!

¡Oh prado de verduras

de flores esmaltado!

¡Decid si por vosotros ha pasado!

 

Mil gracias derramando

pasó por estos sotos con presura

y yéndolos mirando

con sola su figura

vestidos los dejó de hermosura[46].

 

El hombre contemporáneo está con frecuencia lejos de la naturaleza, el mundo en que vive se reduce a un universo de asfalto, hormigón y pantallas de todas clases.

Permanece prisionero de un mundo fabricado, virtual, proyección de sus fantasías, en lugar de estar en contacto con la creación. A veces está apartado de Dios (y de sí mismo) 43

a causa de eso.

El salmo 19 nos dice: «Los cielos pregonan la gloria de Dios». Desde los tiempos bíblicos, los creyentes han contemplado siempre en la belleza de la creación un reflejo de la gloria de Dios. El racionalismo moderno nos ha hecho un tanto incapaces de eso; y es una pena, porque con el desarrollo de los conocimientos científicos tenemos mil veces más razones que el hombre de la Biblia o el de la Edad media para maravillarnos ante la sabiduría y el poder de Dios. Las imágenes de las galaxias lejanas que nos envía el telescopio espacial Hubble, las vistas del mundo submarino, los conocimientos asombrosos de que disponemos sobre el código genético, del Big Bang y de la estructura del átomo, dan motivos para maravillarse al creyente que sabe que todo eso no es producto del azar ni de la necesidad, sino el fruto de un amor creador. Sobre todo si se está convencido con Grignion de Monfort de que Dios despliega más poder y sabiduría para conducir a la salvación a una sola alma que para la creación de todo el universo[47].

Hace algunos años tenía que tomar el avión para el Líbano, para predicar allí un retiro. Como no llevaba nada para leer en el viaje, compré en el aeropuerto el libro de Hubert Reeves Últimas noticias del Cosmos. Soy de formación científica, pero desde mi entrada en religión no había disfrutado del placer de informarme de los últimos desarrollos de la investigación en cosmología. Este libro lo escribe un astrofísico agnóstico, pero que habla con mucho entusiasmo de lo que la ciencia del siglo XX ha descubierto sobre el origen y la evolución del universo. Tengo que decir que ese libro me hizo más bien que diez obras de espiritualidad. Se entera uno allí de cosas realmente fantásticas, como saber que el universo actual, de millares y millares de años luz en extensión, pudo estar concentrado en sus orígenes en una cabeza de alfiler, o que nuestro cuerpo está constituido por átomos que pertenecieron a estrellas que explosionaron en su extinción, hace algunos millones de años, y proyectaron en el cosmos la materia que sirvió para hacer la tierra y sus habitantes. Al descubrir todo eso, yo me decía que tenía motivos para estar orgulloso de mi Dios.

Más sencillamente, la belleza de una puesta de sol sobre el mar, el gracioso juego de las ardillas saltando de rama en rama, el esplendor de una noche estrellada son claramente palabras que nos dirige Dios para que confiemos en Él y nos abandonemos sin temor en su sabiduría. La naturaleza contemplada con una mirada de fe tiene una gran fuerza de consolación y sosiego. Pasearnos por un bello paisaje, acoger con todos los sentidos el mundo tal como se nos entrega, dar gracias por la belleza de la tierra y del cielo puede alimentar nuestra oración muchas veces, y hemos de saber aprovechar eso.

El contacto con la naturaleza puede ser fácilmente el modo de acoger la presencia sabia y amorosa de Dios en nuestra vida y alimentar así nuestro amor y nuestra confianza.

2. Dios se entrega en la humanidad de Cristo

En la economía propia del cristianismo, el medio esencial por el que Dios se hace presente a los hombres es la humanidad de Cristo. «En Él habita corporalmente toda la 44

plenitud de la divinidad» (Col 2, 9). Por la encarnación de su Hijo, Dios se hace, de la manera más fuerte, el Emmanuel, el Dios con nosotros.

Todo lo que, de un modo u otro, nos pone en contacto con la humanidad de Cristo nos hace acoger la presencia de Dios. La humilde invocación del nombre de Jesús, la contemplación de los acontecimientos de su vida, desde la encarnación hasta su ascensión gloriosa, la meditación de sus gestos y sus palabras, la mirada a un icono o crucifijo, el diálogo de amistad con Jesús considerándole a nuestro lado como el mejor y más fiel de nuestros amigos, la adoración eucarística, el rezo del rosario… Desde los tiempos evangélicos hasta hoy, el pueblo cristiano, guiado por el Espíritu Santo y por la inventiva del amor, de mil y una manera diferentes, ha sabido apropiarse la vida y la persona de Jesús, y acoger así el misterio de Dios. Esta convicción está en el origen de muchas formas distintas de oración y de devoción que alimentan la vida de la Iglesia.

La humanidad de Jesús es la puerta humilde, y desgraciadamente oculta aún para muchos, que nos da acceso a toda la riqueza del misterio de Dios, a toda la profundidad de la vida trinitaria. Habría una infinidad de cosas que decir sobre esto, y la Iglesia no terminará nunca de sondear todos los tesoros de luz y de gracias que se contienen en Jesús, y de apropiárselos por la fe y el amor. San Juan de la Cruz afirma que todo lo que los doctores y las almas santas han descubierto como tesoros escondidos en la humanidad del Verbo no son nada al lado de lo que nos queda aún por descubrir[48],

pues «en Él se esconden todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios» (Col 2, 3).

Todo lo que nos une a Jesús, de un modo u otro, por el cuerpo, los sentidos, el corazón, por la inteligencia o la voluntad, nos hace entrar en comunión con la presencia y la vida de Dios. Esta es una dimensión fundamental de la oración cristiana.

3. Dios presente en nuestro corazón

Uno de los aspectos más determinantes de la presencia divina, en lo que se refiere a la vida de oración, es la presencia de Dios en nuestro corazón. Ya tuvimos ocasión de tratar un poco este asunto en el capítulo anterior a través de la imagen del «pozo», pero ahora lo veremos más despacio.

Es una verdad de fe que Dios habita en nosotros, con una presencia oculta pero real. «El Reino de Dios está dentro de vosotros», afirma Jesús (Lc 17, 21). Pablo dice que «Cristo habita en nuestros corazones por la fe» (Ef 3, 17) y que nuestro cuerpo es

«templo del Espíritu Santo» (1Co 6, 19).

«¡Tú eres un templo, no busques un sitio!», dice un monje griego medieval[49].

Dios está presente en nosotros en cuanto que es nuestro creador, ya que «en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 28), pero también por una presencia de gracia, de amor, tanto más intensa cuanto más crece el amor en nuestro corazón. «Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos nuestra morada en él» (Jn 14, 23). Por el bautismo, la Trinidad viene a habitar en 45

nosotros, su presencia se revela y se intensifica con el crecimiento de la fe y del amor.

La consecuencia sencilla, pero absolutamente fundamental, de esta verdad es que una de las dimensiones esenciales de la oración consiste en el movimiento de recogimiento, de interiorización, por el cual nos retiramos dentro de nosotros mismos para unirnos a la presencia que nos habita. Esta presencia no es objeto de experiencia, de sensación, es ante todo objeto de fe. Pero si ponemos este acto de fe y, en coherencia con esta fe, hacemos el esfuerzo de recogernos dentro de nosotros para encontrar a Quien allí nos espera, esta fe nos llevará poco a poco a una verdadera experiencia, y verificaremos que tenemos en lo más íntimo de nosotros una fuente inagotable de paz, de santidad, de pureza, de felicidad… Dios mismo con toda la plenitud de su vida y de sus dones.

Teresa de Jesús, que durante largos años, antes de convertirse en la gran mística que conocemos, tuvo tantas dificultades en la oración, nos dice que este descubrimiento de la presencia de Dios en ella revolucionó su vida de oración. Veamos su texto: Pues mirad que dice san Agustín, que le buscaba en muchas partes y que le vino a hallar dentro de sí mismo. ¿Pensáis que importa poco para un alma derramada entender esta verdad y ver que no ha menester para hablar con su Padre Eterno ir al cielo ni para regalarse con Él, ni ha menester hablar a voces? Por paso que hable, la oirá; ni ha menester alas para ir a buscarle, sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí y no extrañarse de tan buen huésped; sino con grande humildad hablarle como a padre, pedirle como a padre, regalarse con Él como con padre, entendiendo que no es digna de serlo[50].

Y este otro pasaje:

Reiránse de mí por ventura; dirán que bien claro se está esto —y tendrán razón—, porque para mí fue oscuro algún tiempo. Bien entendía que tenía alma; mas lo que merecía esta alma y quién estaba dentro de ella (si yo no me tapaba los ojos con las vanidades de la vida) no lo entendía. Que a mi parecer, si como ahora con verdad entiendo que en este palacio pequeñito de mi alma cabe tan gran Rey, que no le dejara tantas veces solo, alguna me estuviera con Él, y más procurara que no estuviera tan sucio. Mas ¡qué cosa de tanta admiración, quien hinchera mil mundos con su grandeza, encerrarse en cosa tan pequeña! Así quiso caber en el vientre de su sacratísima Madre. Como es Señor, consigo trae la libertad, y como nos ama, hácese a nuestra medida. Cuando un alma comienza, por no la alborotar de verse tan pequeña para tener en sí cosa tan grande, no se da a conocer hasta que va ensanchando esta alma poco a poco, conforme a lo que entiende es menester para lo que pone en ella. Por eso digo que trae consigo la libertad, pues tiene el poder de hacer grande este palacio.

Todo el punto está en que se le demos por suyo con toda determinación y le desembaracemos para que pueda poner y quitar como en cosa suya; esta es su condición, y tiene Su Majestad razón; no se lo neguemos[51].

A riesgo de alargarme un poco, no me resisto a citar también un hermoso texto de san Juan de la Cruz que, en un estilo bien diferente, expresa la misma realidad: Es de notar que el Verbo Hijo de Dios, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, esencial y presencialmente está escondido en el íntimo ser del alma; por tanto al alma que le ha de hallar conviene salir de todas las cosas según la afección y voluntad, y entrarse en sumo 46

recogimiento dentro de sí misma, siéndole todas las cosas como si no fuesen.

[…] Está pues Dios en el alma escondido, y ahí le ha de buscar con amor el buen contemplativo, diciendo: ¿Adónde te escondiste?

¡Oh, pues, alma, hermosísima entre todas las criaturas, que tanto deseas saber el lugar donde está tu Amado para buscarle y unirte con él!, ya se te dice que tú misma eres el aposento donde él mora y […] el escondrijo donde está escondido; que es cosa de grande contentamiento y alegría para ti ver que todo tu bien y esperanza está tan cerca de ti, que esté en ti, o por mejor decir, tú no puedas estar sin él[52].

Se podría citar una infinidad de textos espirituales cristianos que expresan esa misma maravilla, y la misma invitación a unirse por la fe a Dios que está en nuestro corazón.

Hay en nuestra vida momentos de mucha acción, de relación interpersonal, pero hay que saber también encontrar esos otros momentos en que nos separamos de todo para buscar a Dios en nosotros, en un rato de silencio, de recogimiento, de atención interior a la presencia que nos habita. Si adquirimos la costumbre (de manera prolongada en los tiempos de oración, pero también de modo breve y frecuente en medio de nuestras jornadas), veremos que poco a poco, incluso en «el fragor de la batalla» del trabajo ordinario, seguimos unidos a Dios, y sacamos de esta presencia íntima toda la energía, toda la sabiduría, toda la paz. Ya no vivimos de manera superficial, agitada, desordenada, impulsiva, sino apoyados en nuestro verdadero centro, nuestro corazón habitado por Dios.

Sabiendo separarnos de vez en cuando de todo y de todos para encontrar a Dios en nosotros, estaremos unidos a todo y a todos de la manera más efectiva.

Dichosa el alma que ha encontrado a Dios en sí, es más feliz que si hubiera conquistado toda la tierra[53].

Repitamos para concluir: el verdadero tesoro es interior. Descubrir en nosotros las verdaderas riquezas nos hará más libres respecto a los bienes de la tierra.

4. Orar con la Palabra[54]

Otra modalidad de la presencia de Dios es fundamental para la vida de oración: su presencia en la Sagrada Escritura. Dios se comunica a través de las palabras de la Biblia.

Dios habita en su palabra; recibirla y meditarla en nuestro corazón nos hace acoger el don de su presencia y de su amor. Si una persona pregunta: «¿Qué debo hacer para aprovechar bien el tiempo que dedico a la oración?», me parece que la mejor respuesta es aconsejarle que comience meditando la Escritura. Sin excluir evidentemente otras formas de oración, según veremos en el próximo capítulo, conviene que el alimento esencial de nuestra vida de oración sea la Palabra de Dios.

Una de las mejores cosas que tiene la Biblia es que no solamente Dios se dirige allí a nosotros, habla a nuestro corazón, sino que además nos da las palabras para responderle.

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Los salmos, por ejemplo, son de una riqueza inagotable para expresar nuestra oración y situarnos cara a cara con Dios en una actitud apropiada. La Escritura santa es así la base de todo diálogo auténtico con Dios. Cuanto más se nutra nuestra vida de oración de la Escritura, más justa y profunda será, más nos hará encontrar en verdad a Dios.

Como bien sabemos, el Concilio Vaticano II, mientras que en el pasado los católicos tenían poco acceso a la Biblia, ha querido ponerla de nuevo en el corazón de la vida cristiana. Recordemos las palabras de la constitución Dei Verbum sobre este asunto: La Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues sobre todo en la sagrada liturgia nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo. La Iglesia ha considerado siempre como suprema norma de su fe la Escritura unida a la Tradición, ya que, inspirada por Dios y escrita de una vez para siempre, nos transmite inmutablemente la palabra del mismo Dios; y en las palabras de los Apóstoles y los Profetas hace resonar la voz del Espíritu Santo. Por tanto, toda la predicación de la Iglesia, como toda la religión cristiana, se ha de alimentar y regir con la Sagrada Escritura. En los Libros sagrados, el Padre, que está en el cielo, sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos. Y es tan grande el poder y la fuerza de la palabra de Dios, que constituye sustento y vigor de la Iglesia, firmeza de fe para sus hijos, alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual. Por eso se aplican a la Escritura de modo especial aquellas palabras: «La palabra de Dios es viva y enérgica» (Hb 4, 12), «puede edificar y dar la herencia a todos los consagrados» (Hch 20, 32; cf. 1Ts 2, 13). Los fieles han de tener fácil acceso a la Sagrada Escritura[55].

Notemos los términos fuertes del Concilio que hemos destacado en letra cursiva: la Palabra de Dios constituye firmeza de fe, alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual. Establece también una analogía entre la Eucaristía y la Palabra. El lenguaje de la Biblia es un lenguaje humano, a veces con sus limitaciones, sus oscuridades, pero a través de él Dios se comunica realmente con nosotros. Meditar la Escritura es mucho más que reflexionar sobre un texto, sacar ideas… Es acoger, en una actitud de oración y de fe, una Presencia que se nos entrega. La simple consideración de algunos versículos, si se hace con fe y amor, puede introducirnos en una profunda comunión con Dios. Como en la hostia, Dios se nos entrega en alimento por su Palabra.

La escucha de la Palabra nos hace entrar en la intimidad con Dios. En la vida de una pareja que se ama, el diálogo y las palabras que se dicen crean una intimidad, un espacio de comunión, de don mutuo, a veces consumado por el don recíproco de los cuerpos. Del mismo modo, la escucha de la Palabra, el eco que despierta en nuestro corazón, la respuesta de oración que hace brotar, alimentada ella misma por la Escritura, permiten que se cree entre Dios y cada uno de los creyentes un verdadero espacio de intimidad y de don mutuo.

Todo cristiano que lee la Escritura buscando allí a Dios en una humilde y sincera actitud de fe, vivirá de vez en cuando esta hermosa experiencia: un pasaje, escrito hace tantos siglos, en un contexto histórico muy diferente al mío, me conmueve y me habla con una precisión extraordinaria, se ajusta exactamente a lo que estoy viviendo hoy y me dice con claridad lo que necesito oír de parte de Dios. Tengo verdaderamente la impresión de que este texto de Isaías, este versículo de un salmo o de una epístola, ¡ha 48

sido escrito para mí, y nada más que para mí! Esta no es una experiencia reservada a los grandes místicos o a los especialistas en exegesis, todo cristiano está llamado a vivirla.

Sobre todo hoy: nuestra vida de creyentes se desenvuelve en un contexto difícil, y Dios abre más que nunca a los pequeños y a los pobres las riquezas de su Palabra. Estoy absolutamente convencido de que el más sencillo e inculto de los creyentes puede descubrir en la Biblia tesoros de luz y de sabiduría que nadie ha descubierto antes que él.

La Escritura habla al corazón de cada uno de manera única y personal.

Me permitiré un breve testimonio personal. Hace algunos años pasaba por un periodo difícil: cansancio, desánimo, sentimiento doloroso de mi propia miseria. Fui a pasar algunos días a un monasterio benedictino, para presentar a Dios mi desasosiego, mis preguntas sin respuesta… Participando en los oficios, me dejaba mecer por el ritmo del canto de los salmos. Y al hilo de la salmodia se presenta el versículo siguiente:

«¡Alma mía, vuelve a tu sosiego, que el Señor ha sido benigno contigo! »[56]. He sentido entonces que a través de estas palabras tan sencillas Dios se dirigía directamente a mi corazón, y he encontrado ahí un gran consuelo.

5. Palabra y discernimiento

«Antorcha es tu palabra ante mis pasos, luz en mi sendero», dice el salmo 119. El encuentro regular con la Palabra de Dios es vital porque solo ella puede sacar a la luz la verdad de nuestra vida. Esta capacidad de discernimiento propia de la Palabra de Dios se muestra de modo evidente en el pasaje de la Carta a los Hebreos que ya hemos citado: La palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que una espada de doble filo: entra hasta la división del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y descubre los sentimientos y pensamientos del corazón. No hay ante ella criatura invisible, sino que todo está desnudo y patente ante los ojos de Aquel a quien hemos de rendir cuenta (Hb 4, 12-13).

La Escritura es como un espejo que permite al hombre conocerse en verdad, para bien o para mal: denuncia nuestros compromisos con el pecado, nuestras ambigüedades, nuestras actitudes contrarias al Evangelio, pero hace también brotar lo mejor que hay en nosotros para liberarlo y fomentarlo. Alcanza la frontera entre el alma y el espíritu; dicho de otro modo, permite discernir entre lo que es construcción psíquica (lo que proviene de nuestra humanidad herida) y lo que es espiritual, lo que procede del dinamismo del amor.

Utilizando esta imagen del espejo, Santiago nos invita a inclinarnos ante la Palabra, a la que llama «ley perfecta de libertad», para adherirnos a ella y encontrar la felicidad llevándola a la práctica (St 1, 25).

Nos conviene exponernos regularmente a la Palabra de Dios. Solo ella puede realizar un profundo trabajo de discernimiento, de verdad, en nuestra existencia. No es el hombre quien trabaja la Biblia, es la Biblia la que le trabaja a él. Es necesario, día tras día, que nos dejemos trabajar y modelar por ella, por tal o cual pasaje preciso. Eso significa correr un riesgo, porque la Palabra puede decirnos a veces cosas que 49

preferiríamos no oír. Pero, a fin de cuentas, opera en nosotros una labor de vida, de libertad, de paz. Nos corrija o nos consuele, nos comunica la vida. Escuchemos a Juan Pablo II en Novo Millenio Ineunte, n. 39:

Es necesario, en particular, que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia.

En la Escritura no todo es comprensible inmediatamente. Algunos pasajes nos parecen oscuros e incluso pueden resultarnos chocantes. Pero si nuestra búsqueda es sincera, con frecuencia se nos concederá una luz, tal o tal versículo se encenderá y hablará a nuestro corazón. Cristo resucitado nos dará por su Espíritu Santo, como a los discípulos, la «inteligencia de las Escrituras» (Cf. Lc 24, 45). Esta iluminación tendrá que ser progresiva, pero es una experiencia real.

¿Qué es lo que permite esta iluminación interior que nos da acceso a la riqueza de la Palabra? Me parece que lo esencial es un verdadero deseo de conversión. Si leemos la Escritura en la oración, con la confianza de que Dios nos escucha allí, y con un sincero deseo de que su Palabra toque nuestro corazón, nos haga ver nuestro pecado, nos conduzca a una verdadera conversión, si estamos decididos a poner en práctica lo que nos diga, entonces la Escritura se iluminará para nosotros. Ese es el principal secreto de la buena exegesis.

No quiero decir con esto que otras cosas sean inútiles. Será bueno que hagamos estudios bíblicos si tenemos esa posibilidad. A la pequeña Teresa de Lisieux le hubiera gustado conocer el griego y el hebreo. Una formación exegética puede ser muy valiosa.

Pero no hay que olvidar nunca que los tesoros de la Escritura no se abren tanto a los sabios y prudentes como a los que buscan solo una cosa: amar más a Dios y convertirse al Evangelio.

6. La Palabra, arma en el combate

Esta familiaridad con la Palabra de Dios es tanto más necesaria por cuanto es un arma esencial en el combate espiritual. En el sexto capítulo de la Carta a los Efesios, Pablo exhorta a sus destinatarios a emprender con confianza y valor la lucha que supone toda vida cristiana auténtica:

Reconfortaos en el Señor y en la fuerza de su poder; revestíos con la armadura de Dios para que podáis resistir las insidias del diablo (Ef 6, 10-11).

Pablo describirá un poco más adelante cuáles son las piezas de esta armadura de que hay que revestirse para «resistir en el día malo» y permanecer firme. La última que menciona, y no la menos importante, es «la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios».

Esto nos lleva a tomar conciencia más viva del lugar que ocupa la Escritura santa, 50

como ayuda indispensable para atravesar las luchas y las pruebas de esta vida.

Es vital que nos podamos apoyar en la Sagrada Escritura durante nuestras luchas. El santo papa Juan Pablo II decía que un cristiano que no reza es un cristiano en peligro[57]. Yo diría de manera análoga que un cristiano que no lee regularmente la Palabra de Dios es un cristiano en peligro. «No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Dt 8, 3). Hay demasiada confusión en las mentalidades que nos rodean y en los discursos con que nos golpean los medios, y demasiada debilidad en nosotros, para que podamos prescindir de la fuerza que sacamos de la Biblia.

Los evangelios sinópticos, en particular el de Marcos, muestran el impacto que producía en las multitudes la autoridad de la Palabra de Jesús: «Y se quedaron admirados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas» (Mc 1, 22). Y un poco más adelante: «¿Qué es esto? Una enseñanza nueva con potestad. Manda incluso a los espíritus impuros y le obedecen» (Mc 1, 27).

Esta autoridad que impresiona tanto a los oyentes presenta dos aspectos. Por una parte, Jesús habla en nombre propio, y sin apoyarse en la autoridad de ningún otro. Se aparta así de la enseñanza habitual de los rabinos de su época, que no afirmaban nada sin referirse a los sabios que les habían precedido (añadiendo algo de su parte, por supuesto). Jesús no es un eslabón en la transmisión de la Palabra, es la Palabra misma, en su fuente y su discurrir. El otro aspecto de esta autoridad de la Palabra de Jesús es su fuerza y su eficacia. Cuando expulsa a un demonio, este huye sin poderse resistir.

Cuando ordena a la mar revuelta: «¡Calla, enmudece!», se produce una gran calma (no solo en las olas, sino también en el corazón agitado e inquieto de los discípulos). Cuando dice a una pobre pecadora: «¡Tus pecados son perdonados!», la mujer se siente inmediatamente cambiada, purificada y reconciliada con Dios y con ella misma, revestida de una dignidad nueva, feliz de ser quien es.

No es esta una autoridad que se proponga abrumarnos, muy al contrario, es autoridad contra el mal, contra nuestros enemigos, contra el Acusador. Autoridad a nuestro favor, para nuestra edificación y nuestro consuelo. Es indispensable aprender a apoyarnos en esta autoridad de la Palabra de Dios, que muestra una fuerza como no tiene ninguna palabra humana.

Habrá momentos en nuestra vida en que esta autoridad bienhechora de la Palabra de Dios será nuestra tabla de salvación. En algunos periodos de prueba, la única manera de aguantar será apoyarnos, no en nuestros pensamientos y reflexiones (que manifestarán su radical fragilidad), sino en una palabra de la Escritura. El mismo Jesús, tentado en el desierto por el diablo, se sirvió de la Escritura para rechazarlo. Si nos quedamos en el plano de los razonamientos y consideraciones humanas, el Tentador acabará siendo más astuto y más fuerte que nosotros. Solo la Palabra de Dios es apta para desarmarlo.

Todos hemos tenido esta experiencia, o la tendremos algún día: en momentos de inquietud, de duda, de prueba, si nos quedamos en el nivel de la reflexión, no podemos librarnos de esas preocupaciones. En situaciones de inquietud que se refieren por ejemplo a nuestro porvenir, si intentamos calmar esa preocupación a golpe de razonamientos, nos 51

arriesgamos a no encontrar salida. En efecto, entre los motivos que tenemos para inquietarnos y los que tenemos para tranquilizarnos, no sabemos nunca cuáles van a predominar, nuestra razón no es capaz de preverlo todo y menos aún de controlarlo todo.

El único modo de inclinar la balanza del lado bueno (el de la confianza, de la esperanza, de la paz) no es multiplicar los argumentos (siempre aparecerá uno en sentido contrario), sino traer a nuestro espíritu unas palabras de la Escritura y apoyarnos con fe en ellas:

«No os inquietéis por el mañana» (Mt 6, 34), o también: «No temas, pequeño rebaño, pues vuestro Padre se ha complacido en daros el Reino» (Lc 12, 32), o bien: «Todos los cabellos de vuestra cabeza están contados» (Lc 12, 7).

La verdadera paz no procede de la conclusión de un razonamiento humano. No puede venir más que del asentimiento del corazón a las promesas de Dios que nos comunica la Palabra. Cuando, en un momento de duda o confusión, nos apoyamos mediante un acto de fe en unas palabras de la Escritura, la autoridad propia de estas palabras se convierte para nosotros en un fuerte respaldo. No se trata de una varita mágica que nos inmunizaría contra cualquier perplejidad o angustia. Pero en la adhesión confiada a la Palabra de Dios, se encuentra misteriosamente una fuerza que ninguna otra cosa nos puede procurar. Esa Palabra tiene la capacidad de afianzarnos en la esperanza y en la paz, suceda lo que suceda. La Carta a los Hebreos menciona, a propósito de la promesa de Dios a Abrahán, esta «garantía del juramento que pone fin a todo litigio»

(Hb 6, 16). La Palabra de Dios, recibida en la fe, tiene la virtud de poner término a nuestra irresolución y al vaivén de nuestros razonamientos inciertos, para afianzarnos en la verdad y en la paz. La esperanza que nos procura esta Palabra es «ancla segura y firme de nuestra vida» (Hb 6, 19).

Son incontables los ejemplos de las palabras de la Escritura que pueden ser un punto de apoyo precioso en nuestras luchas. Si me siento solo y abandonado, la Escritura me grita: «¡Aunque una madre se olvide de su hijo, yo no te olvidaré!» (Cf. Is 49, 15).

Si me parece que el Señor está lejos, me dice: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Si me siento humillado por mi pecado, me responde: «Yo no recordaré tus pecados» (Is 43, 25). Si me parece que no tengo lo que necesito para salir adelante en la vida, el salmo me invita a hacer este acto de fe: «El Señor es mi pastor, nada me falta» (Ps 23, 1).

No dejemos pasar un día sin dedicar al menos unos minutos a meditar un pasaje de la Escritura… A veces nos parecerá un poco árida y oscura, pero si la leemos con fidelidad, en la sencillez y la oración, penetrará en nuestra memoria profunda incluso sin darnos cuenta. Y el día en que lo necesitemos, en un momento de adversidad, un versículo vendrá a la memoria y serán precisamente las palabras en que nos podremos apoyar para recuperar la esperanza y la paz.

 

44 Dichos de luz y amor, 49. En lenguaje actual sería “no te apartas de quien no se aparta de ti”.

45 Jean de Cronstadt, Ma vie en Christ. Bellefontaine 1979, p. 11.

46 Cántico espiritual, estrofas 4 y 5.

47 Cfr. el comienzo de Secret de Marie.

48 5 Cfr. Cántico espiritual, 37.

49 La prière de Jésus, ed. Chevetogne 1963, p. 34.

52

50 Camino de perfección, cap. 46, 2 (Códice de El Escorial, passim).

51 Id. cap. 48, 3-4.

52 Cántico espiritual B, Canción 1, 6-8.

53 Catherine de Bar, op. cit. p. 36.

54 Vuelvo en este capítulo a las reflexiones que desarrollé más extensamente en mi libro Llamados a la vida, cap.

3.

55 Dei Verbum, VI, 21-22. La cursiva es nuestra.

56 Ps 116, 7.

57 Novo Millenio Ineunte, n. 34.

53

 

 

IV. CONSEJOS PRÁCTICOS PARA LA ORACIÓN

PERSONAL

El bien supremo es la oración, la charla familiar con Dios.

 

Homilía del s. IV[58]

 

 

En este capítulo me gustaría dar algunos consejos prácticos para la oración personal.

Naturalmente hay que tomarlos con cautela y adaptarlos a cada situación particular. Lo importante es comenzar, echarse al agua, por decir así, y descubrir poco a poco hacia qué modo de oración nos lleva el Espíritu Santo. Hay llamadas y gracias bien diferentes en este asunto, y a cada uno corresponde abrirse al don particular que se le hace.

Comencemos por algunas observaciones sobre la relación entre los ratos de oración y el resto de la vida.

1. En el tiempo de oración

La calidad de la oración personal está evidentemente condicionada por lo que se vive fuera de los ratos de oración. No podemos unirnos a Dios en los tiempos de oración si no buscamos estar unidos a Él en el resto de nuestras actividades: realizarlas en su presencia, buscando agradarle y hacer su voluntad, confiarle las opciones y las decisiones, dejarnos guiar por la luz del Evangelio en todo lo de nuestra vida, actuar con amor desinteresado…

Pero también, según hemos visto, dedicar un tiempo regularmente a la oración conduce a intensificar las disposiciones de fe, esperanza y amor que son valiosas no solo en el propio rato de oración, sino que deben constituir el soporte y la orientación fundamental de toda nuestra existencia y de cada una de nuestras actividades.

Mucho se podría decir sobre la implicación recíproca entre la oración y el resto de la vida, pero insistiré solo en dos puntos: vivir en presencia de Dios y practicar la caridad.

Para vivir el primer punto, esforcémonos poco a poco en convertir toda nuestra existencia en un diálogo con Dios. Con sencillez, sin tensiones, pero buscando la comunión constante con Él. No vamos a sentir por eso nada especial, pero pondremos en práctica las actitudes sencillas de fe, esperanza y amor de las que ya hemos hablado.

Todo lo que constituye nuestra vida, sin excepción, puede alimentar nuestro diálogo 54

con Dios: lo que nos parece bueno, para una breve acción de gracias; lo que nos preocupa, para pedirle su ayuda; las decisiones difíciles, para invocar la luz de su Espíritu… Incluso nuestros pecados, para pedirle perdón. Hay que hacer fuego con toda madera. Dios no nos pide de entrada que ya seamos perfectos, sino que convivamos con Él. Traigo aquí unas palabras del hermano Laurent de la Resurrección, carmelita parisino del siglo XVII, cocinero y zapatero en su convento, hombre sencillo pero de una gran sabiduría. Toda su vida espiritual consistió en este deseo de vivir continuamente en la presencia de Dios.

La práctica más santa, la más común y más necesaria en la vida espiritual es la presencia de Dios, es complacerse y acostumbrarse a su divina compañía, hablando humildemente y conversando con él amorosamente en todo tiempo, en todos los momentos, sin regla ni medida, sobre todo en los tiempos de tentaciones, de penas, arideces, disgustos, e incluso infidelidades y pecados. Hay que insistir continuamente para que todas nuestras acciones sean pequeñas charlas con Dios, sin elaborarlas, tal como vienen de la pureza y sencillez del corazón…

Durante nuestro trabajo y otras actividades, incluso durante nuestras lecturas, aunque ya sean espirituales, durante nuestras devociones exteriores y oraciones vocales, debemos parar un momentito, con la mayor frecuencia que podamos, para adorar a Dios en el fondo de nuestro corazón, disfrutándolo de paso y, como sin afectación, alabarle, pedirle ayuda, ofrecerle nuestro corazón y darle gracias. ¿Qué puede ser más agradable a Dios que dejemos así mil y mil veces al día a todas las criaturas para retirarnos y adorarle en nuestro interior?

No es necesario estar en la iglesia para estar con Dios. Podemos hacer un oratorio de nuestro corazón, en el que nos retiremos de vez en cuando para conversar allí con él. Todo el mundo es capaz de estos encuentros familiares con Dios[59].

El segundo punto, sobre el que conviene insistir también, es la importancia de la práctica concreta de la caridad como condición indispensable del crecimiento en la vida de oración. ¿Cómo pretendemos encontrarnos con Dios y unirnos a Él en la oración si somos indiferentes ante las necesidades de nuestro prójimo? ¿Cómo pretendemos amar a Dios si no amamos a nuestro hermano? Escuchemos a Teresa de Jesús: Cuando yo veo almas muy diligentes a entender la oración que tienen y muy encapotadas cuando están en ella (que parece no se osan bullir ni menear el pensamiento, porque no se les vaya un poquito de gusto y devoción que han tenido), háceme ver cuán poco entienden del camino por donde se alcanza la unión. Y piensan que allí está todo el negocio.

Que no, hermanas, no; obras quiere el Señor, y que, si ves una enferma a quien puedes dar algún alivio, no se te dé nada de perder esa devoción y te compadezcas de ella; y si tiene algún dolor, te duela a ti; y si fuere menester, lo ayunes porque ella lo coma, no tanto por ella como porque sabes que tu Señor quiere aquello; esta es la verdadera unión con su voluntad[60].

La falta de amor al prójimo, cerrar nuestro corazón a sus necesidades, guardar rencores voluntariamente contra alguien, la negativa a perdonar pueden esterilizar nuestra vida de oración; hay que tenerlo muy en cuenta.

55

Por el contrario, los gestos de misericordia y de bondad con nuestros semejantes florecen en nuestra relación con Dios, de modo particular en la oración. No olvidemos las magníficas promesas del capítulo 58 de Isaías a los que practican el amor al prójimo:

¿El ayuno que yo prefiero […] no es compartir tu pan con el hambriento, e invitar a tu casa a los pobres sin asilo? Al que veas desnudo, cúbrelo y no te escondas de quien es carne tuya.

Entonces tu luz despuntará como la aurora, y tu curación aparecerá al instante, tu justicia te precederá y la gloria del Señor cerrará tu marcha. Si […] ofreces tu propio sustento al hambriento, y sacias el alma afligida, entonces tu luz despuntará en las tinieblas y tu oscuridad será como el mediodía. El Señor te guiará de continuo, saciará tu alma en las regiones áridas, dará fuerza a tus huesos, y serás como huerto regado, como manantial cuyas aguas no se agotan (Is 58, 6-11).

Si queremos que el huerto de nuestro corazón esté bien regado por la gracia divina, amemos con obras al prójimo.

Hemos mencionado más arriba las diferentes modalidades de la presencia divina.

Hay una de la que no he hablado aún, pero en la que insiste mucho el Evangelio: la presencia de Dios en el pobre, en el que me necesita. «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40).

Si sabemos descubrir la presencia de Jesús en nuestros hermanos, nos será más fácil verle también en la oración. Y a la inversa…

Hay arideces en la oración, una ausencia de alegría sensible, que puede ser a veces una llamada a buscar en otra parte la presencia divina, en particular en los actos de caridad. Eso no quiere decir que haya que dejar la oración, sino que Jesús nos espera también en otra parte, y que debemos estar más atentos a su presencia en los que necesitan nuestro amor, especialmente los pobres y los pequeños. No olvidemos tampoco que a veces se pueden dar quimeras en la oración, pero no las hay en la caridad. Se encuentra a Dios de manera cierta cuando se cuida al prójimo.

Al final de su vida, Teresa del Niño Jesús padeció una prueba muy dura de la fe y la esperanza, estaba llena de tentaciones que le quitaban toda alegría sensible en esos campos. De modo sorprendente, es en ese mismo periodo cuando descubre intensamente la importancia de la caridad fraterna: «Este año, mi querida Madre, el buen Dios me ha hecho la gracia de comprender lo que es la caridad; antes la entendía, es verdad, pero de una manera imperfecta…»[61]. Se trata del año 1897, el de su muerte… Las últimas grandes luces que recibirá nuestra pequeña «doctora de la Iglesia» se refieren a este misterio de la caridad, que ella practicará con renovado fervor en el último periodo de su vida, y sobre la caridad escribirá cosas magníficas[62].

Hablamos ahora del tiempo dedicado a la oración señalando un punto capital: hay que conseguir que forme parte de los ritmos normales de nuestra vida.

2. Necesitamos un ritmo

La existencia humana esta hecha de ritmos: el de la respiración, de los días y las 56

noches, de las semanas y de los años… Si queremos ser fieles a la oración, esta debe encontrar su sitio en nuestros ritmos de vida. Debe convertirse para nosotros en una costumbre hacer la oración a tal o cual hora de la jornada, reservar un tiempo particular para Dios en tal momento de la semana… La costumbre puede acabar en rutina o pereza, pero puede ser también una fuerza. Evita poner las cosas en discusión, o tener que preguntarte a cada paso qué haces o dejas de hacer… Si la oración fuese una actividad ocasional, si esperásemos tener tiempo para orar, rezaríamos muy poco y de manera superficial. Hay que fijar el tiempo de la oración, e incluirlo en los ritmos de nuestra existencia, como todas las actividades que consideramos esenciales de la vida: la comida, el sueño… ¡Nadie se ha muerto nunca de hambre por carecer de tiempo para comer! Decir que no tenemos tiempo para la oración solo significa que no constituye una de nuestras prioridades. Cada uno debe pues, sin rigideces, fijar un tiempo para la oración en su plan diario o semanal, dejando siempre abierta la excepción de la caridad urgente. Ese ritmo debe ser suficiente y compatible con las responsabilidades familiares y profesionales. Por ejemplo, 20 minutos de meditación cada mañana o cada tarde, una hora de adoración en la parroquia al final de la tarde del jueves, una tarde de retiro mensual…

Es evidente que no tenemos todos las mismas posibilidades; será más fácil para un jubilado que para quien está sobrecargado de trabajo. Hagamos lo que podamos: como ya he dicho, Dios puede darle tanto a quien no puede dedicar cada día más de diez minutos a la oración, porque está sujeto a labores que son voluntad de Dios, como a un monje que reza cinco horas diarias. Pero, en todo caso, seamos generosos con el Señor.

Dicen las estadísticas que un francés pasa ante la televisión ¡una media de 3.32 horas diarias!, y en el resto de Europa no será muy diferente. Sin duda, ese tiempo puede reducirse en favor de un mayor tiempo para Dios sin poner la vida en peligro. No nos dejemos agarrar por el demonio, que siempre hará lo imposible, con mil y una buenas razones, para alejarnos de la oración… ¡Sin olvidar que Dios devuelve lo que le damos al ciento por uno!

3. Comienzo y fin de la oración

Nos ocupamos ahora del momento mismo que hemos elegido para hacer un rato de oración. ¿Cómo gestionar ese tiempo? Algunas indicaciones sencillas.

Comenzaré por decir que vale la pena cuidar el comienzo, y cuidar el final, y entre los dos ¡se hace lo que se puede!

El principio es importante. Lo que cuenta sobre todo es ponerse de verdad en presencia de Dios. Según los casos, podemos pensar en Dios presente en nuestro corazón, o imaginarnos a Cristo como un amigo con el que estamos, o ponernos bajo la mirada amorosa de nuestro Padre del cielo, o dirigir una mirada llena de fe a la Eucaristía, si estamos ante un sagrario…

Este acto decidido de «ponernos en presencia» pide a veces un esfuerzo; es preciso 57

dejar de lado nuestras preocupaciones, todo lo que nos llena la cabeza y ocupa nuestra imaginación, para volvernos resueltamente hacia Dios, y orientar hacia Él nuestra atención y nuestro amor. Antes, un cierto «cedazo» que nos permita dejar atrás la agitación precedente para entrar en la oración, para limpiar un poco la cabeza, puede a veces ser útil: un paseo de cinco minutos, unos momentos de descanso o de respiración profunda, incluso tomar tranquilamente un té… Tenemos necesidad a veces de pasar antes de la oración por un cierto umbral psicológico, que nos permita una transición del stress cotidiano a esta actividad de naturaleza bien diferente, que consiste más bien en receptividad, como es la oración.

El acto de presencia de Dios al comienzo de la oración nos lo pueden facilitar algunas prácticas habituales, un pequeño «rito» que establecemos por nuestra cuenta y que nos facilita el arranque del tiempo de la oración: una postura habitual, un sitio determinado, invocar al Espíritu Santo, rezar un salmo o una oración preparatoria que nos gusta, o una oración a la Virgen María para encomendarle este rato de oración… Lo que Dios inspire a cada uno, y que le pueda ayudar…

Una palabra ahora sobre el final de la oración. El primer consejo que puedo dar es, como regla general, mantener el tiempo completo que nos hemos fijado para el rato de oración. Si he decidido, por ejemplo, hacer media hora de oración todos los días, no debo acortar ese tiempo. Salvo, claro está, un caso excepcional de gran cansancio, o una urgencia de caridad. Ante todo, por una cuestión de fidelidad: lo que he decidido dar a Dios no hay por qué quitárselo. Luego, porque acortar fácilmente la oración cuando nos aburre puede tener como consecuencia privarnos de lo mejor que hay en ella; sería como levantarse de la mesa antes del postre. Esta no es evidentemente una regla absoluta, pero la experiencia muestra que a veces es en estos últimos minutos de la oración cuando Dios nos visita. Ha visto nuestra fidelidad, y aunque la oración haya sido pobre y difícil durante casi todo el tiempo, en sus últimos momentos hay como una visita de Dios, una gracia sencilla de paz, de ánimo, de satisfacción del corazón, que nos es concedida. Sería una pena que nos privásemos de ella.

Otro consejo: nunca terminemos descontentos de la oración. Aunque haya sido difícil, aunque me parezca que no he hecho nada bueno porque no he sentido nada, estaba distraído con frecuencia, me dormí… hay que irse contento. He pasado un rato con Dios, eso basta. Yo no he hecho nada por mi parte, pero Él seguro que ha hecho algo en mí, y, en un acto de humildad y de fe, se lo agradezco. Como quiera que haya sido mi oración, debe acabar siempre en acción de gracias. E iré viendo poco a poco que no me equivoco al actuar así.

Tampoco está de más, al acabar la oración y antes de la acción de gracias, hacer algunos propósitos. Es posible que durante el rato de oración me haya impresionado un versículo de la Escritura, tal o cual verdad se haya impuesto a mi conciencia, o se haya hecho sentir una llamada. Es bueno entonces hacer el propósito de vivir lo que he visto, y encomendarme a Dios para que me ayude a seguir la invitación que este rato de oración ha despertado en mi corazón. No nos desalentemos si luego no conseguimos ser plenamente fieles a este propósito. Dios ve nuestro deseo y eso es lo más importante.

58

Los buenos propósitos no se hacen tanto para cumplirlos con un esfuerzo voluntarista, como para expresar un deseo, una sed, que Dios mismo tendrá en cuenta y, en el tiempo oportuno, llevará a su realización efectiva.

Quisiera concluir este punto citando algunas palabras de Teresa de Lisieux. Ella tropezaba con frecuencia con problemas de sequedad o de sueño en la oración, en particular en el tiempo de acción de gracias después de la Eucaristía, aunque procurase poner de su parte para acoger a Jesús en su alma, invocando la ayuda de María. Así es como ella reaccionó:

Todo eso no impide que las distracciones y el sueño vengan a visitarme, pero al terminar la acción de gracias viendo que la he hecho tan mal, hago el propósito de estar el resto del día en acción de gracias… Ya veis, mi querida Madre, que estoy lejos de ser llevada por la vía del temor, siempre sé encontrar el modo de estar contenta y de aprovecharme de mis miserias…

sin duda eso no desagrada a Jesús, pues parece que Él me anima a seguir por ese camino[63].

4. El rato de oración

Hablemos ahora del «cuerpo» de la oración, entre el acto de presencia de Dios y la conclusión. ¿Cómo ocupar este tiempo lo mejor posible?

Eso puede ser muy diferente según las personas, las etapas de la vida, las llamadas del Espíritu.

Ante todo diría que lo esencial es comenzar y perseverar. Si lo hacemos con buena voluntad y fidelidad, Dios nos guiará. Démosle total confianza.

Me voy a permitir sin embargo algunos consejos, que se deben recibir con mucha libertad. Solo puedo dar indicaciones generales, cada uno debe encontrar poco a poco su propia manera de orar. De lo que voy a decir ahora, que tome el lector lo que le ayude, y deje de lado el resto sin preocuparse.

Propongo dos indicaciones, una de tipo humano y otra espiritual: En el plano humano y psíquico, hay que utilizar lo que favorezca el recogimiento.

¿Cómo definir el recogimiento? Se podría decir que se compone de dos cosas: de una parte un estado de tranquilidad, de relajación, de receptividad, y de otra parte un estado de atención a una realidad hacia la cual estoy orientado por completo.

Para estar recogido en la oración, es necesario por una parte estar tranquilo, abandonado, y por otra parte atento a la presencia divina, bajo una de las modalidades a las que me he referido más arriba. Por ejemplo, estoy en una iglesia, estoy calmado y pacífico y pendiente por completo en mi corazón del Santísimo Sacramento expuesto. O

bien, sentado en mi habitación, leo un pasaje del Evangelio, tranquilamente, acogiendo lo que me dice ese texto y guardándolo en mi memoria.

Salvo gracia particular, un recogimiento total no es generalmente posible. Pero es necesario procurarlo en la medida que dependa de nosotros. Hay un recogimiento activo: hacer lo que depende de mí, según mis posibilidades actuales, para estar distendido —

físicamente (relajado, sin tensiones o crispaciones del cuerpo) y espiritualmente 59

(abandonado en Dios)— y para centrarme en la presencia divina, en la Palabra que medito, en la Eucaristía que adoro, en mi propio corazón en el que profundizo… según hemos visto más arriba, dependiendo de la orientación de mi oración.

En esta búsqueda de recogimiento activo, lo que favorezca la distensión física y psicológica no carece de importancia. Pero no hay que darle tanta que convirtamos el rato de oración en una técnica psico-física, eso sería un grave error. Con todo, somos seres de carne y hueso, y lo físico influye sobre lo espiritual. Una posición corporal adecuada puede facilitar la oración. La clave de todo es procurarnos un estado de receptividad.

Progresivamente, podemos recibir la gracia de un recogimiento que llamaré

«pasivo», porque no es solo fruto de lo que ponemos de nuestra parte, sino más bien un don de Dios, una gracia sobrenatural. Estado de paz profunda, abandono, e intensa atención a lo que Dios nos hacer ver de Él, que puede tener un impacto variable en nosotros. Podemos quedar ligeramente tocados, rozados o completamente «atrapados»

por la gracia, con todos los intermedios posibles. Sabiendo que la atención a Dios de la que aquí se trata es más un acto de la voluntad, del corazón, del amor, que un acto de la inteligencia. Según vimos en un texto precedente, es más fácil para el corazón, por el amor, centrarse en Dios que para la inteligencia, que es más propensa a la distracción y tiene dificultades para fijarse. Una cierta atención de la inteligencia es evidentemente necesaria para despertar y alimentar el amor, pero, salvo una gracia particular, no es en general posible aquietarla completamente en un estado de atención a Dios. Sería incluso peligroso querer conseguirlo a todo precio, pues supone una fuente de tensión psíquica y de cansancio.

En el plano espiritual, como ya hemos visto más arriba, hay que acordarse siempre de que lo esencial no es tal o cual método, o la manera de proceder, sino las disposiciones interiores del corazón: fe, confianza, humildad, aceptación de la propia debilidad, deseo de amar… Las múltiples maneras de «declinar» la fe, la esperanza y el amor. La finalidad de cualquier procedimiento en la oración es alimentar, mantener, expresar estas actitudes fundamentales. Supongamos que recibimos la gracia (porque no es algo que dependa de nuestro esfuerzo) de estar en la presencia de Dios en el silencio y la calma, sin ideas particulares, sin especial emoción, pero en una actitud profunda y sencilla: una orientación del corazón hacia Dios en un único acto que combina fe, esperanza y amor, eso bastará. No hay por qué buscar otra cosa: eso es suficiente para que haya comunicación real con Dios, y los frutos aparecerán antes o después…

Otro apunte sobre las actitudes corporales. La oración no es un ejercicio de penitencia corporal. Las posturas incómodas, en las que el cuerpo se queja, no son evidentemente deseables. Son preferibles las que nos permiten estar tranquilos y favorecen el recogimiento de que ya hemos hablado. Dicho esto, puede haber momentos en la oración en que —para despertar la atención, para expresar el amor, para formular una petición u otras disposiciones interiores— sintamos la necesidad de fortalecer esa actitud exteriorizándola mediante una postura o gestos particulares: ponernos de rodillas, postrarnos, juntar las manos… Con discreción y prudencia, es beneficioso hacerlo.

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Cuando el espíritu se expresa mediante el cuerpo, se fortalece. Hay un «lenguaje del cuerpo» que tiene su lugar en la oración, en la litúrgica, pero también en la oración personal[64]. Necesitamos redescubrirlo en Occidente, donde se ha convertido a veces la oración en un ejercicio puramente intelectual, sin integrar en ella los recursos del cuerpo.

Una justa actitud del cuerpo induce una justa actitud del corazón.

En el ambiente propio del cristianismo, ser espiritual no significa evadirse o desprenderse del cuerpo, sino por el contrario habitarlo plenamente. El cuerpo nos pone en relación con la realidad que nos rodea, y es nuestro primer medio de comunicación. El cuerpo nos obliga a un sano realismo, esencial para la vida espiritual. Es también una condición para vivir en el presente. El cuerpo tiene sus miserias, su pesantez, sus limitaciones, pero tiene la gran ventaja de estar en lo real, en el instante presente.

Permite, por decirlo así, «lastrar» el espíritu, y obligarlo a estar en el presente. Hay en el cuerpo humano una humilde sabiduría a la cual el espíritu debe someterse. No se puede encontrar a Dios en la oración más que situándose en el instante presente, y el estar en el cuerpo es una ayuda preciosa en ese sentido. Para orar hay que estar en el corazón y para estar en el corazón hay que estar en el cuerpo.

5. Cuando no se plantea la pregunta de «qué hacer»

Para tratar la cuestión «qué hacer durante el rato de oración», quisiera comenzar por desbrozar el terreno, refiriéndome a las circunstancias en que esa pregunta no se plantea.

Comencemos por una observación: cuanto más crezca nuestro amor por Dios, menos se planteará esa pregunta. Cuando dos personas se aman con un amor intenso, no suelen tener problemas para saber cómo ocupar el tiempo que pasan juntas. El amor resuelve muchas preguntas. Tenemos que pedir sin cesar amar más; dicho de otro modo, que Dios nos dé un corazón nuevo. Bienaventurado quien pueda decir «que ya solo en amar es mi ejercicio», como la esposa en la canción 28 del Cántico espiritual (B) de san Juan de la Cruz. Este amor vale más y aprovecha más a la Iglesia que todas las obras del mundo, añade él.

Hay momentos en que la oración marcha sola, por razones diversas. Gozamos de un gran fervor sensible (ese es a veces el caso después de una fuerte gracia de conversión o de efusión del Espíritu), estamos contentos con la oración, tenemos mil cosas que decir al Señor… Otras veces la oración marcha porque estamos tan desolados que toda nuestra vida se convierte en una súplica constante. Después de todo, eso también es una gracia.

Existe también otra circunstancia en la que no tenemos que plantearnos la pregunta del «qué hacer». Tiene lugar cuando Dios ha empezado a introducirnos en una cierta gracia de oración contemplativa. Hay que decir algo de eso, pues esta gracia es a veces bastante imperceptible en sus comienzos, y se pueden tener escrúpulos por estar en una actitud más pasiva que activa. Actitud que es, sin embargo, la que Dios nos pide y que 61

nos une más profunda y realmente a Él[65].

Esto no es fácil de describir con palabras, pero se podría decir lo siguiente: no tengo emociones espirituales intensas, ni tampoco luces particulares que capten mi entendimiento. Sin embargo, tengo cierta inclinación a quedarme tranquilamente y en reposo ante Dios sin hacer gran cosa, pero con una cierta satisfacción de estar en su presencia. La inteligencia y la imaginación divagan un poco a derecha e izquierda como de costumbre, están lejos de quedar fijadas, pero, en lo que se refiere a mi corazón, siento que está poseído por una cierta orientación, una atención amorosa a Dios, bastante general, sin que se trate de un punto en particular (una verdad, un aspecto del misterio cristiano). Atención amorosa y general a Dios, más allá de ideas precisas, imágenes o razonamientos discursivos.

Si me encuentro en esa situación, debo quedarme ahí. Mi única actividad será quizá mantenerla dulce y tranquilamente, con un pequeño acto de vez en cuando para reorientar el corazón a Dios, o una breve consideración para avivar la fe, la esperanza o el amor, o incluso una palabra con la que digo a Dios lo que tengo en el corazón. Un poco como un pájaro que alterna los momentos en que bate las alas y los momentos en que planea… O incluso mi actividad será solamente seguir las mociones particulares del Espíritu que puedan darse eventualmente sobre esta base de oración receptiva.

Hay temporadas en la oración en que nos conviene estar activos, alimentarla, de lo contrario caeríamos en una cierta pereza espiritual, pero también hay tiempos, que debemos saber reconocer, en que el Espíritu Santo nos invita a dejar toda actividad, y quedarnos de manera más pasiva bajo su influjo, en una simple actitud de disponibilidad interior. Mantenernos en una «dulce respiración de amor», según la expresión de Juan de la Cruz. Esta actitud me parece bien descrita en el salmo 131: Señor, mi corazón no se ha engreído,

ni mis ojos se han alzado altivos.

No he marchado en pos de grandezas,

ni de portentos que me exceden.

He moderado y acallado mi alma

como un niño en el regazo de su madre.

Como niño satisfecho está mi alma.

¡Espera, Israel, en el Señor,

desde ahora y para siempre!

 

Esta oración contemplativa a la que acabo de referirme es una gracia, un don particular, más que el resultado de nuestros esfuerzos humanos por recogernos y alimentar la oración. Pero pienso que se le concede a muchas personas.

6. Cuando se trata de estar activo en la oración

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Cuando no estamos en una de las situaciones que acabo de describir, en que la oración discurre sola —sea en forma de diálogo espontáneo, sea porque somos favorecidos con una gracia de recogimiento contemplativo como acabo de decir—, tenemos que ser más activos para no caer en la pereza espiritual y en el desperdicio del tiempo de oración.

No pretendo explorar todas las posibilidades que caben para ocupar el rato de oración, se encuentran muchas pistas en los autores espirituales. Me voy a limitar a dos

«vías» que nos ofrece la tradición de la Iglesia, y que me parecen en la práctica las más indicadas.

Podemos emplear las dos, según nuestra inclinación y según las circunstancias o los momentos que nos parezcan más adecuados. Se trata de la meditación de la Escritura y las distintas formas de oración repetitiva.

7. La meditación de la Escritura

Nos unimos aquí a la muy antigua tradición de la lectio divina, es decir, una lectura de la Escritura que busca encontrar a Dios y abrirnos a lo que nos quiera decir hoy a través de ella. La lectio divina puede tener diferentes formas y orientaciones, pero quiero tratarla aquí como un método de oración[66].

Tiempos y momentos

El mejor momento para practicarla, cuando eso es posible, es la mañana. Nuestro espíritu está más fresco y mejor dispuesto, en general menos cargado por las preocupaciones que al final de la jornada. ¿No dice el salmo 90 «Sácianos de mañana con tu misericordia, exultaremos y nos alegraremos todos nuestros días»? El libro de Isaías dice también (en la traducción litúrgica): «Para saber decir al abatido una palabra de aliento, cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los iniciados» (Is 50, 4).

Otra ventaja: hacer la lectio divina por la mañana quiere decir que la tarea más urgente de nuestra vida es ponernos a la escucha de Dios. Esta práctica también nos sitúa desde por la mañana en una actitud interior de escucha, y eso nos permite conservar más fácilmente la disponibilidad para el resto de la jornada, y percibir mejor las llamadas que Dios pueda dirigirnos.

Dicho esto, no se trata de absolutizar el consejo. Es claro que mucha gente no tiene la posibilidad de tomarse ese tiempo por la mañana y no pueden hacerlo más que en otros momentos del día. Eso no impedirá que Dios les hable si tienen sed de Él.

¿Qué texto meditar?

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Hay varias posibilidades. Se puede meditar un texto de manera continua —un evangelio, una epístola de san Pablo u otro texto de la Biblia—, día tras día. Conozco a un laico casado, padre de familia, que hace todas las mañanas un rato de oración con la Palabra de Dios. Lleva dos o tres años con el Evangelio de san Juan.

Sin embargo, el consejo que doy a los principiantes es hacer la lectio con los textos que la Iglesia propone para la misa de cada día. Eso tiene la ventaja de ponernos en armonía con la vida de la Iglesia universal, y con los tiempos litúrgicos, y prepararnos para la Eucaristía si participamos en ella. También disponemos así de tres textos diferentes escogidos (primera lectura, salmo, evangelio), y hay menos riesgo de tropezar con textos demasiado áridos o difíciles de interpretar. Es muy raro que entre los tres textos no haya al menos un pasaje que nos hable. Practicar la lectio interesándose simultáneamente por varios textos es con frecuencia la ocasión de entrever la profunda unidad de la Escritura. Al leer la Biblia, es una gran alegría comprobar cuántos textos —

muy diferentes unos de otros por el estilo, la época de composición, el contenido—

pueden desplegar armonías nuevas y aclararse mutuamente al reunirlos. Cuando interpretan los textos de la Escritura, a los sabios de la tradición rabínica les gusta resaltar la riqueza de su significado «ensartando collares». Las perlas son versículos tomados de distintas partes de la Escritura, la Torah, los Profetas y los Escritos (los demás libros, salmos y escritos sapienciales). Es lo que el mismo Jesús hará para los discípulos después de la Resurrección, como nos dice el Evangelio de Lucas (Lc 24, 27 y 24, 44). Esta tradición de reunir textos diferentes para que se iluminen unos a otros será evidentemente seguida por todos los Padres de la Iglesia y los comentaristas espirituales hasta hoy.

¿Cómo proceder concretamente?

Como ya hemos subrayado, la fecundidad de la lectio divina responde a las actitudes interiores y no a la eficacia de un método. Es importante comenzar sin precipitarse sobre el texto, preparándose un rato suficiente en las disposiciones previas de la oración, de fe y de deseo. Veamos las etapas que se pueden sugerir.

Como siempre que se trata de hacer oración, hay que comenzar por recogerse, y ponerse en presencia de Dios. Dejar a un lado los cuidados y preocupaciones: lo único necesario, como para María de Betania, es estar a los pies del Señor para escuchar su palabra[67]. Para eso tenemos que situarnos en el instante presente. A veces nos cuesta mucho. Quizá sea oportuno, si es el caso, utilizar los recursos del cuerpo y de las sensaciones. A veces viene bien comenzar por una preparación corporal antes de empezar a leer: cerrar los ojos, entrar en nuestro cuerpo, hacer que se distienda (relajar los hombros, los músculos que puedan estar tensos…), tomar conciencia de la respiración y respirar lenta y profundamente, sentir el contacto del cuerpo con el mundo material en el que estamos: contacto de los pies en el suelo, del cuerpo sobre el asiento, de las manos con la Biblia o el misal que vamos a emplear para la lectura. El primer contacto con la Palabra debe ser un contacto físico. El tacto es ya una escucha. ¿No dice san Juan «Lo que hemos tocado del Verbo de Vida…»? (1 Jn 1, 1).

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Una vez que nos parece que estamos relajados, en contacto con nuestro cuerpo, situados en el instante presente, tenemos que volver nuestro corazón a Dios para agradecerle por anticipado este rato que nos concede y en el que saldrá a nuestro encuentro mediante su palabra. Pedirle luz para comprenderla, que nos dé «la inteligencia de las Escrituras» (Cf. Lc 24, 45) como a sus discípulos, y sobre todo pedirle que esta palabra suya nos visite en profundidad, convierta nuestro corazón, denuncie nuestros compromisos con el pecado, nos ilumine y nos transforme en lo que sea hoy necesario para que nos sumemos al proyecto divino sobre nuestra vida.

Estimular nuestro deseo y nuestra voluntad en este sentido.

Cuando ya estamos bien preparados —hay que tomarse sin dudarlo el tiempo conveniente, pues es esencial— podemos abrir los ojos y comenzar la lectura del texto sobre el que vamos a hacer la lectio. Debemos leer lentamente, aplicando nuestra inteligencia y nuestro corazón a lo que leemos, y meditándolo. Pero «meditar» en la tradición bíblica (véase el salmo primero: «Dichoso el hombre que noche y día medita la Ley del Señor») no significa tanto reflexionar como musitar, repetir, rumiar. Al comienzo es más una actividad física que intelectual. No hay que tener reparo en repetir muchas veces un versículo que llama nuestra atención, pues con frecuencia, a fuerza de rumiarlo, destila su sentido profundo, lo que Dios quiere decirnos hoy a través de ese versículo. La inteligencia reflexiva también tiene su función, por supuesto y se puede preguntar al texto: ¿Qué me dice sobre Dios? ¿Qué me dice sobre mí mismo? ¿Qué buena nueva contiene? ¿Qué invitación para mi vida concreta puedo sacar de aquí? Si un versículo parece oscuro, podemos ayudarnos con las notas o una explicación, pero evitando convertir el tiempo de la lectio en un tiempo de estudio. No importa que estemos un rato largo con un versículo que adquiere para nosotros un sabor particular y, a partir de lo que nos sugiere, entrar en diálogo con Dios. La lectura debe convertirse en oración: dar gracias por un versículo que nos anima, invocar la ayuda de Dios por un pasaje que nos invita a una conversión que nos parece difícil… En algunos momentos, si se nos concede esa gracia, se puede dejar la lectura, detenerse en una actitud de oración más contemplativa, que se reduce a una simple admiración de la belleza de lo que Dios nos hace descubrir a través del texto. Un versículo puede, por ejemplo, hacerme sentir profundamente la dulzura de Dios, o su majestad, o su fidelidad, o el esplendor de Cristo, e invitarme sencillamente a contemplar eso y darle gracias. El objetivo último de la lectio no es leer kilómetros de texto, sino introducirnos todo lo posible en esta admiración contemplativa, que alimenta en profundidad nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor. Eso no se nos da siempre, pero cuando es el caso, hay que saber interrumpir la lectura y contentarse con la simple presencia amorosa ante el misterio, que se nos desvela en el texto.

En lo que acabamos de decir, podemos reencontrar las cuatro etapas de la lectio divina según la tradición medieval: Lectio (lectura), Meditatio (meditación), Oratio (oración) y Contemplatio (contemplación). Estas no son otras tantas etapas sucesivas que debamos recorrer, sino más bien modalidades particulares que podemos practicar.

Tanto más porque las tres primeras dependen de la actividad de hombre, pero la cuarta 65

no está en nuestra mano: es un don de la gracia que debemos desear y acoger, pero que no siempre se nos concede. Además, como ya he dicho, puede haber tiempos de aridez, de sequedad, como en toda oración. No hay que desanimarse nunca: quien busca acaba encontrando.

Otro consejo: en el curso de la meditación conviene también anotar algunas palabras que nos tocan más particularmente, en un cuaderno al efecto. Escribir ayuda a que la Palabra penetre más profundamente en el corazón y la memoria.

Una vez terminado el tiempo de la lectio, hay que agradecer al Señor el rato que hemos pasado con Él, pedirle la gracia de guardar la Palabra en nuestro corazón, como la Virgen María, y decidirnos a poner en práctica lo que hemos recibido en esa meditación.

Quisiera terminar con un hermoso pasaje del monje copto Matta el Maskin: La meditación no es solo lectura vocal en profundidad, comprende también la repetición silenciosa de la Palabra muchas veces, con creciente profundidad hasta que el corazón se abrasa en el fuego divino. Eso está bien ilustrado por lo que dice David en el salmo 39: «Mi corazón ardía dentro de mí; en mi meditación se encendía el fuego». Aquí aparece el hilo sutil que une la práctica y el esfuerzo a la gracia y al fuego divino. El solo hecho de meditar varias veces la Palabra de Dios, lenta y calmadamente, conduce, por la misericordia de Dios y su gracia, al encendimiento del corazón. Así la meditación se convierte en el primer lazo normal entre el esfuerzo sincero de la oración y los dones de Dios y su inefable gracia. Por esta razón, la meditación se ha considerado como el primer y el más importante grado de la oración del corazón, a partir del cual el hombre puede elevarse al fervor del espíritu, y vivir allí toda su vida[68].

Último aviso sobre este asunto: en vez de la Escritura, es posible a veces tomar como base de la oración la meditación de alguna obra espiritual, o un escrito de un santo que nos toca especialmente en un momento de nuestra vida. Eso es legítimo en todo caso. Pero no nos privemos de un contacto directo con la Escritura santa: a veces es más difícil, pero lleva una unción y muestra tesoros mucho más ricos que cualquier obra humana.

8. Hacia la oración continua

Hablemos ahora de un camino de acceso a la oración contemplativa diferente de la meditación de la Escritura (no opuesto sino complementario): el de las distintas tradiciones de oración repetitiva, como la oración de Jesús (u oración del corazón), y el rosario. Tienen la ventaja de ser sencillas, utilizables durante los ratos de oración, y también fuera de ellos, de modo que la oración pueda llenar poco a poco toda nuestra vida. Ya mencioné este punto más arriba, pero querría volver sobre él.

Desde siempre los creyentes han buscado la oración continua. Ya en el Antiguo Testamento se encuentra esta aspiración: «Dichoso el hombre que […] se complace en la Ley del Señor, y noche y día medita en su Ley» (Ps 1, 2). «¡Cuánto amo tu Ley, Señor! Es mi meditación el día entero» (Ps 119, 97). Eso se manifiesta más aún en el mundo cristiano, donde muchos han querido responder a la llamada del Señor: «¡Orad 66

sin interrupción!».

El cristiano no puede contentarse con tener unos ratos de oración. Debe tender a rezar constantemente, a estar siempre unido a Dios, en amor y adoración, pues es ahí donde se encuentra su verdadera vida. Dios no deja de amarnos, de pensar en nosotros: es justo que nosotros deseemos hacer lo mismo respecto a Él y vivir siempre en su presencia. «Camina en mi presencia», le pidió a nuestro padre Abrahán (Gn 17, 1).

Conviene pensar en Dios con la mayor frecuencia posible, amarle y adorarle sin cesar en nuestro corazón. «Me parece que nunca he estado más de tres minutos sin pensar en el buen Dios», dice Teresa de Lisieux. Es deseable llegar, incluso en medio de nuestras ocupaciones ordinarias, a una atención continua del corazón a la presencia de Dios. Eso no es fácil, ¡estamos tan distraídos! Es una obra de largo recorrido, que pide una ayuda particular de la gracia divina. Nunca la alcanzaremos de modo perfecto, pero es hermoso tender a ella, ahí se encuentra la verdadera felicidad.

Así describe Matta el Maskin los esfuerzos convergentes que deben ponerse por obra para alcanzar ese objetivo:

 

— Reavivar el sentimiento de estar en la presencia de Dios, que ve todo lo que hacemos y oye todo lo que decimos.

— Intentar hablarle de vez en cuando, con frases cortas que expresen nuestra situación del momento.

— Asociar a Dios a nuestros trabajos, pidiéndole que esté en nuestras actividades; darle cuenta una vez terminadas; agradecerle si han salido bien; decirle lo que ha salido mal, buscando las razones: ¿quizá nos hemos alejado de él, o hemos omitido pedirle ayuda?

— Intentar percibir la voz de Dios a través de nuestros trabajos. Muy a menudo nos habla interiormente, pero al no estar atentos, perdemos lo esencial de sus orientaciones.

— En los momentos críticos, cuando recibimos noticias alarmantes, o cuando somos agredidos, pidámosle enseguida consejo; en la prueba, es el amigo más querido y el consejero más seguro.

— Cuando el corazón comienza a irritarse y los sentimientos se agitan, volvamos a él para calmar esta agitación nefasta antes de que invada nuestro corazón: envidia, cólera, juicio, venganza, todo eso nos hará perder la gracia de vivir en su presencia, pues Dios no puede convivir con el mal.

— Intentar en lo posible no olvidarle, volviendo otra vez a él, cuando nuestros pensamientos caen en flagrante delito de vagabundeo.

— No emprender ningún trabajo o dar una respuesta antes de recibir una incitación de Dios. Esta se hace cada vez más clara en la medida de la fidelidad de nuestro andar en su presencia y de nuestra determinación a vivir con él[69].

9. Las oraciones repetitivas

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Además de lo que acabamos de tratar, uno de los medios empleados para tender a la oración continua, en particular en los ambientes monásticos, ha sido la utilización de breves fórmulas, sacadas o inspiradas en la Escritura, que se repiten frecuentemente, durante los tiempos dedicados a la oración, pero también en otras ocasiones, en medio de las tareas, para mantenerse siempre en presencia de Dios. Según el testimonio de Juan Casiano, algunos monjes de Egipto en el siglo IV, repetían sin cesar la invocación del salmo: «¡Dios mío, ven en mi ayuda! ¡Señor, date prisa en socorrerme!» (Ps 70, 2).

El hermoso libro Relatos de un peregrino ruso ha popularizado en Occidente el conocimiento y la práctica de la «Oración de Jesús» u «oración del corazón». Cuenta la vida de un humilde campesino de Rusia, tocado por la exhortación de la Carta a los Tesalonicenses «¡Orad sin cesar!», y que se pregunta cómo poner en práctica estas palabras. Recorrerá toda Rusia en busca de un padre espiritual capaz de enseñárselo.

Será iniciado por un monje en esta tradición de oración que consiste en repetir sin cesar la frase «¡Señor Jesucristo, ten piedad de mí!», ayudándose de un rosario de lana, y acompasando el rezo de esa oración con el ritmo de la respiración, en una mirada interior dirigida al corazón. Experimentará poco a poco los beneficios: pacificación y purificación del corazón, gozo de la presencia divina, iluminación interior sobre el amor de Dios, compasión de todas las criaturas, mirada renovada hacia el mundo y la naturaleza… Esta tradición se remonta a los ambientes monásticos egipcios de los primeros siglos, y se difundió en toda la Ortodoxia, y también, en nuestros días, en el mundo occidental.

En Occidente es más familiar la devoción del rosario, con su repetición de los Padrenuestros y Avemarías.

Hoy la repetición no tiene siempre buena prensa. Estamos en un mundo que, por haber perdido el sentido de las cosas más elementales de la vida, está en búsqueda permanente de novedades. Es cierto que la repetición puede ser mecánica, rutinaria, pero puede significar también la inscripción del amor en la duración. Está intrínsecamente ligada a la vida: ¡felizmente para nosotros, el corazón no se cansa nunca de latir, ni la respiración olvida su ritmo!

Como ya hemos indicado, el ritmo tiene un papel fundamental en la existencia humana. Tiene un efecto pacificador, permite que una energía se despliegue en el tiempo sin desperdicio ni agotamiento. Permite que un deseo, una intención del alma, se exteriorice mediante el cuerpo y se enraíce al mismo tiempo en el corazón. Es la acogida de lo real, de la encarnación, de la inscripción de la condición humana en los ritmos de la naturaleza y de la vida. Es apertura a un sentido profundo que nos supera, más allá de las percepciones de la inteligencia racional. Nos hace alcanzar una cierta sabiduría, de inteligencia de la vida, en una dependencia consentida del Creador.

La oración está llamada a ser no una actividad entre otras, sino la actividad fundamental de nuestra existencia, el ritmo mismo de nuestra vida profunda, la respiración de nuestro corazón, por decirlo así. Las oraciones repetitivas nos ayudan en esto, en tanto que esfuerzo humano, búsqueda perseverante, en la esperanza de que la gracia conceda lo que mendiga el deseo, a través de la humilde e incansable repetición de las mismas palabras.

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Es legítimo en todo caso ocupar el tiempo que dedicamos a la oración en el empleo de estas oraciones repetitivas. En particular en los momentos en que, por razones de cansancio, de dificultad para poner en ejercicio las facultades intelectuales, nos sentimos movidos por el Espíritu Santo a una oración más pobre que la meditación, pero más sencilla, más dirigida a lo esencial, sin recurrir a la inteligencia discursiva o a la imaginación, para dar prioridad al corazón. Esta repetición debe hacerse suavemente, tranquilamente, sin esfuerzo tenso (que sería contraproducente), estando atentos a la presencia de Dios en nosotros, y ocupando el cuerpo y el espíritu en la fórmula de la oración empleada. El ritmo de la repetición puede favorecer el recogimiento. La fidelidad a la humilde y sincera búsqueda de Dios que se expresa en esta plegaria puede llevarnos poco a poco a recibir la gracia de entrar en una verdadera contemplación y unión amorosa con Dios.

Además de su simplicidad, la ventaja de estas oraciones repetitivas es que pueden llegar a convertirse en una especie de hábito, y suponen un buen recurso para orar en otros momentos de la jornada, fuera del tiempo dedicado a la oración propiamente dicha: en el coche, de paseo, en los ratos de insomnio, en el curso de actividades o trabajos en los que no necesitemos estar completamente absorbidos por la tarea que nos ocupa.

Veamos algunas reflexiones sobre la Oración de Jesús y sobre el Rosario.

10. La Oración de Jesús

En la base de la Oración de Jesús se encuentra una antigua y hermosa espiritualidad del nombre de Jesús, que hunde sus raíces en la Escritura[70]. El mismo Jesús nos llama a pedir en su nombre: «Si le pedís al Padre algo en mi nombre, os lo concederá» (Jn 16, 23), y los Hechos de los Apóstoles hablan con frecuencia de la fuerza del nombre de Jesús, afirmando que «no hay ningún otro nombre bajo el cielo dado a los hombres, por el que tengamos que ser salvados» (Hch 4, 12).

Desde los primeros siglos de la era cristiana se desarrolla esta hermosa tradición de invocar el nombre de Jesús en la oración, sea en fórmulas análogas a las del peregrino ruso, sea de manera simplificada donde no queda más que el nombre. Muchos textos lo atestiguan, por ejemplo este de san Macario el Egipcio, monje del siglo VI: Cuando yo era niño, veía a las mujeres masticar bétel para endulzar su saliva y evitar el mal olor de su boca. Así debe ser para nosotros el Nombre de Nuestro Señor Jesucristo: si masticamos este nombre bendito pronunciándolo constantemente, dará a nuestras almas toda dulzura, y nos revelará las cosas celestiales, él que es el alimento de la alegría, la fuente de salvación, la suavidad de las aguas vivificantes, la dulzura de todas las dulzuras; y arroja del alma todo mal pensamiento el nombre de Quien está en los Cielos, Nuestro Señor Jesucristo, el Rey de reyes, el Señor de los señores, celestial recompensa de los que le buscan de todo corazón[71].

Por lo que se refiere a la práctica de este modo de oración, se puede ver lo ya dicho en mi libro Tiempo para Dios, así como a los más amplios y excelentes consejos del ya 69

citado La Oración de Jesús.

11. El Rosario

El Rosario es muy diferente de la Oración de Jesús, pero se le puede también considerar en esta categoría de las oraciones sencillas, repetitivas, que conducen, si el corazón está bien dispuesto, a una profunda comunión con Dios y a la oración contemplativa.

Además de la humilde petición (¡Ruega por nosotros pecadores!), el Avemaría contiene una dimensión de alabanza y de acción de gracias. El Rosario es también un modo de recorrer, con la ayuda de María, todas las riquezas de los misterios de Cristo, aun sin aplicar forzosamente la inteligencia discursiva en una meditación de cada misterio.

Comporta también la gracia particular de la invocación a María, quien nos introduce en su propia oración, su propio recogimiento, su silencio y su escucha interior, su propia comunión con Dios. En un pasaje sobre la oración de simplicidad, el padre Jean Claude Sagne se expresa así:

La oración vocal se convierte progresivamente en una escuela de silencio, por una inmersión en el silencio de María; es la señal propia de la influencia maternal de María en la vida de los fieles: a los que le rezan, ella los atrae a su silencio, para la escucha de la palabra de Dios… La oración del rosario es así la preparación interior para entrar, llevados por el Espíritu Santo, en el lugar espiritual que es el seno de María, como tienda del encuentro, como lugar donde la Palabra de Dios es perfectamente oída y escuchada, creída y seguida[72].

El Rosario, como la Oración de Jesús, es una oración que afecta al cuerpo de manera sencilla pero profunda (ritmo de la repetición de las palabras, manos que pasan las cuentas, posición sosegada del cuerpo, respiración tranquila). Compromete también las actitudes esenciales del corazón y de la voluntad. Propone a la inteligencia un alimento «mínimo», muy pobre, en la simplicidad de la fórmula empleada. Devuelve así la inteligencia a sus límites y a su función esencial, que es estar capacitada para la acogida, como continúa diciendo en el texto siguiente:

La repetición es aquí el medio para fijar sin esfuerzo la atención de la inteligencia de modo que el corazón quede libre para escuchar y guardar la Palabra de Dios. La inteligencia está ocupada en repetir gestos sobrios y breves fórmulas sabidas de memoria, para hacer disponible la atención profunda del orante, situado así en la paz y la confianza por el silencio de la escucha.

La oración de simplicidad contiene una enseñanza discreta y profunda sobre lo que es la inteligencia humana. Es el recuerdo implícito de que la inteligencia humana es, ante todo, una capacidad infinita de acogida, pero que no contiene nada absolutamente en sí misma, en tanto no sea habitada por las palabras o las imágenes que recibe del «exterior», es decir, del mundo y de los demás. Se ve aquí que la prioridad debe darse siempre al escuchar sobre el decir, a la acogida sobre el hacer, a la apertura al don sobre la producción de una tarea. Esta parte fundamental permanente de la inteligencia humana, esta parte de la pasividad y de la dependencia, no solo está atestiguada, sino puesta por obra por el lugar del cuerpo en la 70

oración de simplicidad. Por el hecho mismo, lo que aquí se enseña y se pone en ejercicio, es también la base de la actitud espiritual de la oración cristiana: humildad del corazón en la espera del don de Dios. La participación mínima del cuerpo en la oración de simplicidad, junto a un ejercicio poco gratificante para la inteligencia creadora, contribuye a hacer de esta oración una verdadera escuela de la contemplación. La contemplación es la oración puramente producida por el Espíritu Santo en el orante, es pues la oración que es puramente recibida como un don de Dios.

En su simplicidad y su pobreza, el Rosario es una oración tan poderosa porque, a través de las manos maternales de María, nos coloca en las actitudes fundamentales que indiqué más arriba y que hacen fecunda la vida de oración: fe, humilde esperanza, amor sencillo y fiel.

 

58 Liturgia de las horas. Viernes después de ceniza.

59 Maximes spirituelles (MS), 6.

60 Moradas del Castillo interior. Quintas, cap. 3, 11.

61 Manuscrito C, folio 11 vº.

62 Ver la parte del Manuscrito C que sigue al folio citado en la nota anterior.

63 Manuscrito A, folio 80, rº.

64 Se puede ver en Internet, por ejemplo, « Los nueve modos de orar de santo Domingo».

65 Esta cuestión la trata Juan de la Cruz en profundidad cuando habla del paso de la meditación a la contemplación. Ver, por ejemplo, Subida del Monte Carmelo, caps. 12 y 13.

66 Vuelvo en este pasaje, adaptándolas un poco, a las páginas que escribí sobre este asunto en mi libro

« Llamados a la vida».

67 Cf. Lc 10, 38-42.

68 Matta el Maskin, L’expérience de Dieu dans la vie de prière, éditions du Cerf, p. 48.

69 Ibid., p. 248.

70 Para profundizar en este asunto se pueden consultar: Un moine de L’Église d’Orient, La prière de Jésus, Chevetogne, 1963. Y Jacques Serr et Olivier Clément, La prière du coeur, Abbaye de Bellefontaine, 1977.

71 Citado por Ivan Gobry, De saint Antoine à saint Basile. Fayard, p. 258.

72 Jean Claude Sagne, Viens vers le Père. Éditions de l’Emmanuel, p. 138.

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V. LA ORACIÓN DE INTERCESIÓN

¡Qué grande es la fuerza de la oración!

Se diría que es una reina que tiene acceso libre al rey

en todo momento y puede obtener todo lo que pide.

Teresa de Lisieux[73]

 

Quiero tu oración ancha como el mundo.

Jesús a Sor María de la Trinidad[74]

 

La oración de petición es la más espontánea para nosotros: en la necesidad, nos volvemos fácilmente a Dios para pedirle ayuda. Nuestra oración, por supuesto, no debe limitarse a eso. Si queremos llegar a ser los «adoradores en espíritu y en verdad» que busca el Padre, y si queremos que nuestra oración nos conduzca a una profunda unión con Dios, debe ser ante todo una oración de alabanza y de adoración.

Dicho esto, la oración de petición y de intercesión tiene un lugar del todo legítimo en la vida cristiana; la Escritura lo muestra claramente. «Te encarezco ante todo que se hagan súplicas, oraciones, peticiones y acciones de gracias por todos los hombres», dice san Pablo en la primera carta a Timoteo (2, 1) y se podrían citar muchos otros pasajes análogos. El libro de los Salmos, que es la gran escuela de la oración de Israel y de la Iglesia, aunque termina con salmos de alabanza, contiene numerosas peticiones de ayuda dirigidas a Dios, por sí mismo o por otros.

Sin querer tratar esta cuestión en profundidad, diré algo en este capítulo sobre la oración de intercesión. Esta forma de oración contiene algunas de las expresiones más hermosas de confianza en Dios y de amor al prójimo.

«Lo que pidáis en mi nombre eso haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo» (Jn 14, 13). Esta frase de Jesús es en verdad para nosotros una incitación a presentar a Dios las necesidades de nuestros prójimos, de la Iglesia, del mundo entero.

Haciéndolo (con la alabanza y la ofrenda de nuestra vida) ejercemos de lleno el

«sacerdocio común» de todos los bautizados, que el Concilio Vaticano II ha vuelto a traer a la luz, y del que estamos aún lejos de haber comprendido todo su sentido e importancia.

Para meditar sobre esta vocación, conviene contemplar las hermosas figuras de intercesores que se encuentran en el Antiguo Testamento.

72

Pensemos en Abrahán que, en el libro del Génesis, «negocia» mano a mano con el Señor el número mínimo de justos, en la ciudad culpable de Sodoma, para que, a pesar de su crimen abominable, la ciudad sea librada de la destrucción (Cf. Gn 18, 22-33).

Pensemos en diversos episodios de la vida de Moisés. Aquel en que el pueblo en marcha por el desierto es atacado por Amalec (personificación en el judaísmo del mal por excelencia)[75]; Josué y sus hombres combaten en la llanura mientras que Moisés se dedica a rezar en la cima de la colina, con los brazos levantados hasta la puesta de sol, con la ayuda de Aarón y de Hur cuando la fatiga se hace demasiado grande. Su oración obtiene la victoria.

El pasaje más emocionante de todos es sin duda la intercesión de Moisés por el pueblo después de la traición del becerro de oro (Ex 32, 1-14). Durante los cuarenta días que ha pasado Moisés en la cima del Horeb, donde Dios le da las tablas de la Ley, el pueblo ha pecado de idolatría (y, según la tradición judía, de todas las faltas que se derivan de ella: muertes, desenfrenos…). El Señor, airado, advierte entonces a Moisés que va a exterminar a este pueblo infiel, para hacer de Moisés una nueva nación:

— Anda, baja porque se ha pervertido tu pueblo, el que sacaste del país de Egipto. Pronto se han apartado del camino que les había ordenado. Se han hecho un becerro fundido y se han postrado ante él; le han ofrecido sacrificios y han exclamado: «Este es tu dios, Israel, el que te ha sacado del país de Egipto». […] Ya veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz.

Ahora, deja que se inflame mi cólera contra ellos hasta consumirlos; de ti, en cambio, haré un gran pueblo.

Moisés se esfuerza entonces en apaciguar a Dios, con argumentos bien elegidos:

— ¿Por qué, Señor, ha de inflamarse tu cólera contra tu pueblo, al que has sacado del país de Egipto con gran poder y mano fuerte? ¿Por qué dar pie a que digan los egipcios: «Por malicia los ha sacado para matarlos entre las montañas y exterminarlos de la faz de la tierra»? Aplaca el furor de tu cólera y renuncia al mal con que amenazas a tu pueblo. Acuérdate de Abrahán, de Isaac y de Israel, tus siervos, a quienes juraste por ti mismo diciendo:«Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo; y toda esta tierra que os he prometido se la daré a vuestra descendencia, para que la posean en herencia para siempre».

El Señor renunció al mal que había anunciado hacer contra su pueblo.

Se encuentran rasgos en este diálogo —así lo ven muchos rabinos— que tienen todas las características de una discusión entre amigos o esposos: Dios dice a Moisés

«deja» antes de que este haya abierto la boca. Y, como los padres que a propósito de un hijo que se ha portado mal se dicen el uno al otro: ¡mira lo que ha hecho tu hijo!, cada uno de los dos interlocutores del diálogo señala al pueblo culpable diciendo «¡tu pueblo, al que has sacado del país de Egipto!».

Es cierto que, desde el principio, Dios está dispuesto a perdonar a Israel, pero ha querido que este perdón se le conceda a través de la intercesión de su servidor y amigo Moisés. Dios no hace nada sin hablar con sus servidores los profetas. Ya cuando pensaba destruir Sodoma, decía para sí: «¿Cómo podré ocultar a Abrahán lo que voy a hacer?»

73

(Gn 18, 17).

Un poco más adelante en el mismo capítulo (Ex 32, 31-32) vemos de nuevo a Moisés interceder por su pueblo, de modo más incisivo aún, llegando incluso a pedir a Dios, que si no perdona al pueblo, le borre también a él de su libro de la vida.

Volvió, pues, Moisés hasta el Señor y dijo: — ¡Ay! Este pueblo ha cometido un pecado gravísimo, haciéndose un dios de oro. Ahora bien, si les perdonaras su pecado… Si no, bórrame a mí del libro que tú has escrito.

Moisés se había hecho amigo de Dios. En la Tienda del encuentro, «El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como se habla con un amigo» (Ex 33, 11).

Esta amistad con Dios daba una gran fuerza a su oración.

Todos estamos invitados a entrar en esta amistad divina. En el Evangelio, Jesús dice a sus apóstoles: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros, en cambio, os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer» (Jn 15, 15). A veces me digo, al leer este versículo del Evangelio, que Jesús se pone verdaderamente en una mala posición al decirnos esas palabras: a un servidor se le puede negar algo, pero a un amigo es imposible.

Esta amistad supone, por supuesto, por nuestra parte un verdadero deseo de fidelidad: «Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando», dice Jesús en el versículo anterior.

Estamos llamados a hacer en todo la voluntad de Dios, porque esta voluntad es nuestra vida y nuestra felicidad, y también porque hay una alegría profunda en complacer a quien amamos y en quien tenemos plena confianza. Pero es hermoso comprender que eso no es de sentido único: Dios nos pide hacer su voluntad para poder también hacer la nuestra, tener la alegría de satisfacernos. Un padre del desierto decía:

«La obediencia responde a la obediencia. Si alguien obedece a Dios, Dios responde a su petición». Teresa de Lisieux decía poco antes de morir, con su sencillez y audacia acostumbradas: «El buen Dios tendrá que hacer todas mis voluntades en el cielo, porque yo nunca ha hecho mi voluntad en la tierra»[76].

1. Dios no niega nada a quienes no le niegan nada

En un texto de Jean-Jacques Olier, una figura importante de la renovación sacerdotal del siglo XVII francés (fundador de los Sulpicianos, tuvo un papel importante en la creación de seminarios y la renovación de las parroquias), se encuentra algo sorprendente. Al redactar un proyecto de reglamento para los seminarios —que él veía ante todo como lugares de formación en la oración—, habla de la importancia de la oración y de la necesidad fundamental de formar en ella a los futuros sacerdotes[77].

Llega incluso a decir, basándose en un pasaje de san Gregorio Magno: Según san Gregorio antes de ser sacerdote se debe haber adquirido una tal familiaridad con Dios que no se pueda ser rechazado: de suerte que quien no tiene la experiencia de poder 74

aplacar al Señor cuando se irrita no debe hacerse sacerdote ni ser admitido para ser pastor en la Iglesia, pues una de sus principales obligaciones, después de su propia justificación y el amor al prójimo, es aplacar la cólera del Señor y reconciliar al mundo con él.

Yo no sé lo que los actuales superiores de seminarios pensarán de este criterio de admisión al sacerdocio. El lenguaje de este texto puede resultarnos chocante, pero hay una evidente alusión a la oración de Moisés, y una intuición hermosa y justa sobre el papel de intercesión del sacerdote, cuya primera tarea es suplicar sin cesar a Dios para que tenga misericordia de su pueblo.

Otros preciosos pasajes del Antiguo Testamento nos empujan a la intercesión, como el que nos invita a no dejar en paz a Dios hasta que cumpla todas sus promesas de salvación con Jerusalén:

Sobre tus murallas, Jerusalén, he puesto centinelas. Ni de día ni de noche, jamás callarán. Los que invocáis al Señor no os toméis descanso. No le deis descanso hasta que restaure y haga de Jerusalén la alabanza de la tierra (Is 62, 6-7).

Este texto va precedido de un magnífico versículo que expresa el amor esponsal entre Dios e Israel: «Como un joven se desposa con una virgen, contigo se desposará tu constructor, y como se alegra el novio con la novia se deleitará en ti el Señor».

El diálogo con Dios en la oración puede tener distinto carácter: el de la amistad, el de la unión nupcial, el de la relación filial. Jesús en el Evangelio, al enseñar el «Padre nuestro», insistirá mucho sobre el poder de la oración dirigida al Padre del cielo por los que él ha adoptado como sus hijos. «Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se lo pidan?» (Mt 7, 11).

La intercesión para la salvación del mundo entero es un servicio fundamental de la Iglesia. Sea a título de amigos, de esposas, de hijos de Dios, debemos suplicar sin descanso a Dios que tenga misericordia del mundo. Se encuentran en la vida de los santos innumerables testimonios de este papel de intercesores, y de la maternidad o paternidad espiritual que ahí se expresa. Pensemos en santo Domingo, que se pasaba todas las noches en oración, invocando así al Señor: «Dios mío, misericordia mía, ¿qué va a ser de los pecadores?». Teresa de Lisieux adolescente, antes de su entrada en el Carmelo, rezaba con mucho fervor por el asesino Pranzini, obtenía su conversión en el momento mismo de subir él al cadalso, y llamaba en su autobiografía «mi primer hijo»

al que toda la prensa llamaba monstruo[78]. Entre tantos otros hechos semejantes, no me resisto a citar un pasaje del diario espiritual de santa Faustina Kowalska, a quien Jesús reveló los secretos de su corazón misericordioso, donde encontramos una versión moderna y muy femenina de un «santo regateo» un poco análogo a los de Abrahán y Moisés:

Por la mañana, al acabar mis ejercicios espirituales, me puse a trabajar haciendo croché.

Sentía que Jesús reposaba en mi corazón silencioso. Y esta profunda y dulce conciencia de la presencia divina me ha llevado a decir al Señor: «Oh Santa Trinidad que habitáis en mi 75

corazón, conceded, os lo ruego, la gracia de la conversión a tantas almas como puntos de ganchillo daré hoy». Entonces oí en mi alma estas palabras: «Hija mía, tus exigencias son demasiado grandes». —«Jesús, os resulta más fácil dar más que dar poco. Pero cada conversión de un alma pecadora exige un sacrificio. Os ofrezco, dulce Jesús, mi trabajo concienzudo. No me parece que sea una ofrenda demasiado pequeña para un número tan grande de almas. Jesús, vos mismo habéis salvado almas con treinta años de trabajo, y como la santa obediencia me prohíbe las penitencias y las grandes mortificaciones, os ruego que aceptéis, Señor, estas cosas pequeñas, marcadas con el sello de la obediencia, como si fuesen cosas grandes». He oído entonces una voz en el alma: «Mi dulce hija, voy a satisfacer tu petición»[79].

2. La intercesión, lugar de combate y de crecimiento

Quisiera añadir algunas observaciones acerca de este ministerio de intercesión que el Señor propone a los cristianos, y por el cual desea asociarlos a su obra de la redención.

La intercesión es también un camino de crecimiento y de purificación personal. Es un lugar de gracias y de gozo, pero también de combate y de conversión.

Cuando se trata de interceder, lo hacemos espontáneamente por las personas a las que queremos y que nos son cercanas. Eso es por supuesto legítimo, pero podría también dejarnos encerrados en un círculo un poco estrecho. Nuestro corazón debe ensancharse a la medida del de Dios. Es hermoso que nos abramos a otros ámbitos de intercesión en los que no pensamos espontáneamente, y que el Señor desea confiarnos.

Esto puede ensanchar de modo adecuado nuestro corazón y los horizontes de nuestra vida. Interceder no es solamente pedir por alguien que forma parte de nuestro universo, es entrar en la intercesión misma de Jesús, que no cesa de presentar al Padre todas las necesidades de los hombres.

Me he encontrado con muchas personas que, de manera a veces inesperada, habían recibido una fuerte llamada del Espíritu a llevar algunas intenciones a su oración y sus ofrecimientos: por los sacerdotes, los jóvenes en dificultades, los cristianos perseguidos, el pueblo de Israel, tal o cual categoría de pecadores, los agonizantes… La apertura a estas llamadas del Espíritu puede dar sentido y fecundidad a la vida de muchas personas que, sin eso, se sentirían a veces inútiles. Y eso es lo peor que le puede pasar a cualquiera. Pidamos pues a Dios que nos ilumine sobre las personas, las diversas situaciones, que Él desea confiar a nuestra oración y nuestro amor.

3. Cuando Dios parece no oírnos

Con frecuencia se plantea una cuestión a propósito de la oración de intercesión: qué decir de todas esas ocasiones en que Dios parece sordo a nuestras plegarias, lo que parece desmentir las palabras del Evangelio en que Jesús nos dice que obtendremos todo lo que pidamos con fe. ¿Qué sentido dar a estas faltas de respuesta? No es fácil vivirlas ni comprenderlas, y pienso que quedará siempre una cierta parte de misterio en la 76

sabiduría divina. Respetando esto, hago algunas observaciones.

Ninguna de nuestras oraciones se pierde nunca. Pronto o tarde recibirá respuesta, quizá no en el momento o en la forma que imaginamos, sino cuando y como quiera Dios según sus planes, que nos superan. Nuestras peticiones no son siempre atendidas como querríamos, pero haber rezado nos acerca siempre a Dios, nos hace recorrer un cierto camino interior, y trae consigo una gracia que veremos algún día y nos maravillará.

Se encuentra un ejemplo en la segunda carta a los Corintios. Pablo suplica por tres veces al Señor que le libre de su «aguijón en la carne». El Señor le responde: «Te basta mi gracia, porque la fuerza se perfecciona en la flaqueza» (2 Co 12, 9). Pablo no ha sido escuchado materialmente, pero su oración no ha sido en vano. Por el contrario, le ha hecho entrar en diálogo con Dios, y eso le ha permitido penetrar más a fondo en la sabiduría divina. Lo más importante en la intercesión no es siempre su objeto material, sino más bien el lazo que se anuda y se desarrolla ahí con Dios, que será siempre fecundo, para nosotros y para aquellos por los que rezamos.

Dios no nos responde siempre como querríamos porque necesitamos comprobar de manera concreta que no podemos manipularle. Ese es el intento de todos los paganismos.

Podemos obtenerlo todo de Dios por la confianza y la oración, pero Dios sigue siendo el amo absoluto de sus dones, y estos son siempre totalmente gratuitos. Dios no se presta a ninguna manipulación, a ningún chantaje, a ningún cálculo humano, a ninguna reivindicación. Es bueno que de tiempo en tiempo tengamos esa experiencia, para que nuestra relación con Él sea a la vez sencilla, confiada, familiar, filialmente audaz, pero al mismo tiempo respetuosa de su soberanía absoluta. Dios no tiene que rendir cuentas al hombre. Paradoja de la vida cristiana: estamos llamados a vivir con Dios una tierna familiaridad que nos vuelve todopoderosos ante su corazón de Padre, pero no se puede entrar en ella más que en un respeto absoluto, y a veces mortificante, de su transcendencia y libertad soberanas. «¡Hombre, quién eres tú para contradecir a Dios!

¿Acaso le dice la vasija al que la ha moldeado: “Por qué me hiciste así”?», dice san Pablo en la carta a los Romanos (9, 20) meditando sobre el drama, tan doloroso para él, de la incredulidad de una parte de Israel.

No podemos reivindicar «derechos» frente a Dios. A veces tenemos el sentimiento de que, como nos hemos esforzado, como nos hemos cansado mucho por Él, Dios nos debe algo, y que tenemos un cierto derecho a sus bendiciones y a sus gracias. La parábola de los siervos inútiles del Evangelio nos recuerda que no es ese el caso (Lc 17, 7-10). Cuando hemos hecho el bien, cumplido con nuestro deber, debemos dar gracias a Dios, y guardarnos del pensamiento de que eso nos otorga algún privilegio. Nuestras buenas obras no nos confieren ningún «derecho», ni ante Dios ni ante los demás, contrariamente a lo que tenemos tendencia a pensar, de modo más o menos confesado.

Es saludable para nosotros que tengamos siempre una conciencia muy viva de la absoluta gratuidad de los dones de Dios, de otro modo nuestra relación con Él y con los demás puede falsearse, y salir de la lógica del amor para derivar hacia la de los cálculos humanos. Cuando Dios nos responde, no es en virtud de nuestros méritos, de nuestras cualidades, sino en virtud de su misericordia y de la gratuidad de su amor. La respuesta a 77

la oración no es algo debido, sino un don.

Nuestra oración debe ser perseverante, confiada, incluso audaz, pero siempre en una humilde sumisión al querer divino. Nuestras peticiones van a menudo mezcladas con ciertas expectativas humanas, que no son del todo puras. Sufrir que no haya respuesta inmediata, la necesidad de soportar y perseverar, la invitación a la paciencia, operan en nosotros un necesario proceso de purificación, de profundización, gracias al cual nuestra oración será más verdadera, más ajustada a la sabiduría divina, y por tanto, en definitiva, más eficaz y más fecunda. Hay toda una purificación y una educación de los deseos que es un paso importante en el crecimiento espiritual, y por ende en el de la oración.

«Asimismo también el Espíritu acude en ayuda de nuestra flaqueza: porque no sabemos lo que debemos pedir como conviene; pero el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables. Pero el que sondea los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu, porque intercede según Dios en favor de los santos» (Ro 8, 26-27).

Como conclusión de estas reflexiones, añadiría que uno de los medios más eficaces de vivir este proceso de purificación, así como de crecer en humildad y confianza, es que nuestra oración de intercesión, cualesquiera que sean sus «resultados», la vivamos en un clima de acción de gracias. Llama la atención ver en las cartas de san Pablo cómo une siempre la petición con la acción de gracias en un mismo movimiento: «Perseverad en la oración, velando en ella con acciones de gracias. Orad al mismo tiempo por nosotros para que Dios nos abra una puerta a la predicación, y podamos hablar del misterio de Cristo» (Col 4, 2-3). «No os preocupéis por nada; al contrario: en toda oración y súplica, presentad a Dios vuestras peticiones con acción de gracias» (Flp 4, 6). «Por eso, te encarezco ante todo que se hagan súplicas, oraciones, peticiones y acciones de gracias por todos los hombres» (1 Tm 2, 1).

La intercesión misma debe estar siempre «empapada de acciones de gracias». Eso es necesario para que nuestra oración tenga toda su hondura, su verdad, su fecundidad, que sea fuente de bendiciones para nosotros y para los demás. Nada purifica el corazón del hombre como la acción de gracias, para hacerle experimentar esta bienaventuranza:

«Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios» (Mt 5, 8).

 

¡Bendito sea por siempre su Nombre! Amén.

 

73 Manuscrito C. Folio 25 recto.

74 María de la Trinidad, Consens à n’être rien, Arfuyen, 2008. p. 77.

75 En efecto, se dice en el texto que el Señor está en guerra contra Amalec de generación en generación (Ex 17, 16), lo que no se dice de ningún otro pueblo.

76 Derniers Entretiens, en el 13 de julio.

77 Vivre pour Dieu en Jésus-Christ, textes choisis. Cerf 1995, p. 82.

78 Manuscrito A. Folio 46, recto.

79 Petit Journal de Soeur Faustine. Éditions Jules Hovine, p. 341.

78

Índice

Portada

2

Introducción

8

I. Los motivos de la oración

10

II. Las condiciones de la oración para dar fruto

24

III. La presencia de Dios

42

IV. Consejos prácticos para la oración personal

54

V. La oración de intercesión

72

79

 

 

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